El 5 % que vendió al Atlético de Madrid: cómo la afición dejó escapar su club
A principios de los años 90, el fútbol español vivía una situación límite. Muchos clubes acumulaban deudas insostenibles, fruto de una gestión deficiente y de un modelo económico agotado. Para ordenar ese panorama, el gobierno aprobó la Ley del Deporte de 1990, que introdujo una novedad radical: la obligación de que los clubes profesionales se transformaran en Sociedades Anónimas Deportivas (S.A.D.).
La lógica era clara: quien quisiera conservar a su equipo en Primera o Segunda debía suscribir un capital social equivalente a sus deudas históricas. Solo los clubes saneados —Real Madrid, FC Barcelona, Athletic Club y Osasuna— quedaron exentos. Para el resto, el mensaje era duro: o los socios e inversores reunían el dinero, o el club caía a Segunda B por la vía administrativa.
El caso Atlético de Madrid
En el Atlético de Madrid, la cifra era imponente: 2 062 millones de pesetas. La oportunidad histórica era evidente: si los socios lograban ese capital, el Atleti seguiría siendo un club de los suyos. Pero la respuesta fue mínima. Apenas se reunieron 112 millones, un tímido 5,5 % del total.
Ese vacío lo llenó Jesús Gil, presidente desde 1987, que presentó en el último minuto un aval de 1 300 millones, acompañado por otro de 650 millones de Enrique Cerezo. En apariencia, salvaron al club. En la práctica, esos fondos nunca entraron en las cuentas: fueron avales temporales, retirados a los dos días. Suficiente, eso sí, para quedarse con el control accionarial y transformar al Atleti en un patrimonio privado.
Comparación con otros clubes
La comparación es dolorosa. En el Valencia, la aportación social rondó el 25–30 %; en el Deportivo de La Coruña, el 10–15 %; en el Betis y el Sevilla, cifras similares. Aunque muchos de esos clubes terminaron en manos de empresarios, su afición respondió más y mejor al reto de la Ley.
El Atlético, con una de las masas sociales más grandes de España, quedó en la cola: fue el que menos aportó en proporción. Un club que por tradición y títulos debía estar en el grupo de los intocables, se comportó como si fuera uno más del montón.
Conclusión crítica
Por historia, por títulos y por tamaño de su afición, el Atleti debió estar junto a Madrid, Barça y Athletic como club defendido por su gente. No lo estuvo. La grada era apasionada en el Calderón, pero inoperante en los despachos. Esa debilidad permitió que Gil se apropiara del club con un movimiento hábil y oportunista.
Treinta años después, cuando la afición protesta contra la familia Gil, conviene recordar esta paradoja: lo que se perdió no fue solo por la ambición de un presidente, sino también por la falta de organización de una afición que no supo defender su patrimonio.
Y una última pregunta incómoda: ¿dónde estaban en 1992 esos “pata negra históricos” que hoy reparten carnés de lo que debe ser un atlético? Ni lideraron, ni pusieron dinero, ni articularon resistencia alguna. Cuando el club más los necesitaba, brillaron por su ausencia.
Ese vacío de participación fue, en realidad, el pecado original de una afición que presume de ser la mejor del mundo: mucho corazón en la grada, pero ninguna realización efectiva de esa pasión cuando el club mas lo necesitaba porque había que salvarlo tanto de su pasado mal gestionado y endeudado como de un futuro en manos de Jesús Gil.
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