Medición vs. realidad: la paradoja de la pobreza en la Argentina de Milei


Cada vez que se cuestiona la gestión de Javier Milei, sus partidarios apelan a un mismo dato: “la pobreza está bajando”. La cifra del INDEC, repetida como prueba de éxito, funciona como un salvoconducto estadístico frente a cualquier crítica. Sin embargo, la vida cotidiana de millones de argentinos dibuja un cuadro distinto: comercios que bajan la persiana, consumo en caída libre, familias que estiran al máximo sus ingresos para llegar a fin de mes.

La paradoja es evidente: mientras la estadística oficial señala una reducción de la pobreza, la calle refleja un empobrecimiento palpable. ¿Cómo se explica esta contradicción?


Qué mide el INDEC

El Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) utiliza un criterio clásico: compara los ingresos de los hogares con el costo de la Canasta Básica Total (CBT).

  • Si un hogar no llega a cubrir la Canasta Básica Alimentaria (CBA), se lo considera indigente.

  • Si logra cubrir alimentos pero no la CBT completa (alimentos + otros bienes y servicios esenciales), se lo clasifica como pobre.

Este método fue desarrollado a comienzos del siglo XX y se generalizó en los años 60 y 70, cuando la pobreza empezó a medirse de manera sistemática en la región. En ese contexto tenía sentido: las sociedades eran menos complejas, el acceso a servicios públicos estaba más garantizado y el principal indicador de vulnerabilidad era el ingreso frente al costo de la alimentación y algunos bienes básicos.

En la Argentina actual, sin embargo, ese criterio resulta anacrónico. Una sociedad urbana, educada y relativamente avanzada no puede reducir la noción de bienestar a la mera cobertura de una canasta de alimentos y gastos mínimos. Hoy las privaciones centrales no se juegan solo en la mesa:

  • Una familia puede alimentarse, pero no sostener la educación de sus hijos.

  • Puede pagar la luz y el gas, pero no acceder a salud de calidad.

  • Puede cubrir la canasta básica, pero hacerlo a costa de sacrificar movilidad, vivienda o recreación.

Mientras muchos países avanzados abandonaron hace décadas esta forma de medición —y trabajan con indicadores multidimensionales de pobreza y exclusión social— en la Argentina se sigue dependiendo de una vara que nació para otra época.

La ventaja de este indicador es clara: es simple y permite comparar series históricas. Pero su límite es aún más evidente: en pleno siglo XXI reduce la compleja experiencia de la pobreza a una sola pregunta —“¿los ingresos alcanzan o no para cubrir la canasta?”.


El efecto canasta

La pobreza medida por ingresos genera una paradoja: muchas familias que “salen” de la estadística lo hacen a costa de recortar todo lo demás. Pagan la comida y los servicios básicos, pero resignan dimensiones esenciales de su vida.

  • Educación: se eliminan actividades extracurriculares o se abandona la escuela privada en favor de una pública sobrecargada.

  • Salud: se deja la obra social o la prepaga, se postergan tratamientos, se recurre menos a controles médicos.

  • Vivienda: se convive en condiciones precarias, se posponen reparaciones o mejoras imprescindibles.

  • Transporte: se reduce la movilidad, lo que limita oportunidades laborales y sociales.

En las planillas del INDEC, la pobreza baja porque los ingresos alcanzan para cubrir la canasta. En la vida cotidiana, esas mismas familias se sumergen en una dinámica de precariedad y privación creciente. Es el contraste entre un indicador que mejora y una realidad que se deteriora.

No es casual que muchas de las protestas en Argentina durante 2024 se hayan concentrado precisamente en estos ámbitos invisibles para el INDEC. La gente salió a la calle por el deterioro de la salud pública, por el encarecimiento del transporte o por los recortes en educación. Justamente allí, en esas dimensiones no contempladas por la medición oficial, se percibe con más crudeza el empobrecimiento de la vida cotidiana.


La percepción social

Las encuestas recientes muestran un contraste insalvable entre los indicadores oficiales y la experiencia cotidiana. Según relevamientos de consultoras privadas y universidades, más del 70% de los argentinos declara que su situación económica es igual o peor que la del año anterior. A esto se suma la evidencia de que las ventas minoristas cayeron más de 20% en promedio durante 2024, con un fuerte impacto en comercios barriales, kioscos y almacenes, muchos de los cuales directamente cerraron sus puertas.

Frente a estos datos, la afirmación oficial de que “la pobreza baja” se vive como una provocación. El malestar no surge de un rechazo a la estadística en sí misma, sino de la percepción de que el gobierno construye una versión tecnocrática de la realidad: una en la que lo único que importa es un índice diseñado en otra época, desconectado de la complejidad de la vida social actual.

El resultado es doblemente corrosivo. Por un lado, la estadística pierde legitimidad: la gente desconfía de los números porque no reflejan lo que vive en su mesa ni en su barrio. Por otro, la política se vacía de empatía, al reducir la noción de bienestar a una fórmula abstracta que cabe en una planilla de Excel.

La paradoja es clara: cuanto más se insiste en celebrar la baja de la pobreza con cifras, más se amplifica la sensación de empobrecimiento en la sociedad. En lugar de tender un puente entre la medición y la realidad, el discurso oficial profundiza la brecha.


Más allá del ingreso: la pobreza multidimensional

Hace años, organismos como la CEPAL o el PNUD advierten que la pobreza no puede reducirse a la relación entre ingresos y canasta básica. La vida social es mucho más compleja, y las privaciones suelen expresarse en ámbitos que van más allá del dinero disponible.

Por eso se han desarrollado indicadores de pobreza multidimensional, que integran factores como:

  • Calidad y seguridad de la vivienda.

  • Acceso a servicios básicos (agua potable, electricidad, saneamiento).

  • Educación alcanzada y asistencia escolar.

  • Acceso a salud y protección social.

  • Participación laboral y redes de cuidado.

Este tipo de medición no es una rareza académica: muchos países ya la adoptaron oficialmente. México, por ejemplo, desde 2009 utiliza un Consejo Nacional de Evaluación (CONEVAL) que mide simultáneamente ingresos y derechos sociales. Colombia y Chile han incorporado índices multidimensionales en sus políticas sociales. Incluso en Europa, la Unión Europea utiliza el indicador AROPE (At Risk Of Poverty or Social Exclusion), que combina ingresos, carencias materiales severas y baja intensidad laboral en los hogares.

Cuando se aplican estas métricas a la Argentina, el panorama es muy distinto del que muestran las estadísticas del INDEC. Incluso en los períodos en que la pobreza por ingresos baja, la pobreza multidimensional suele mantenerse estable o empeorar, porque los avances monetarios no compensan las carencias en salud, educación, vivienda o transporte.

La consecuencia es clara: mientras otros países del entorno ajustan sus estadísticas a sociedades cada vez más complejas, la Argentina sigue midiendo la pobreza con una vara del siglo pasado, incapaz de reflejar las verdaderas condiciones de vida de su población.


Conclusión: el debate entre medición y realidad

El INDEC no manipula los datos: mide lo que siempre midió, con un criterio claro y transparente. El problema es que esa medida quedó anclada en el siglo pasado, cuando bastaba con comparar ingresos y canasta para describir la pobreza. Hoy, en una sociedad compleja como la argentina, esa vara resulta insuficiente y engañosa.

La política oficial aprovecha esa limitación: convierte un dato parcial en un relato total —“la pobreza baja”— y lo exhibe como prueba de éxito. Pero el bienestar real de los argentinos no se juega solo en una planilla de Excel: se juega en el acceso a salud, educación, vivienda, transporte, servicios básicos.

La pobreza es multidimensional o no es. Un hogar que apenas cubre la comida pero renuncia a educación, salud o vivienda digna sigue siendo pobre aunque el índice diga lo contrario.

El desafío no es negar la estadística, sino reconocer sus límites. Otros países de la región ya lo hicieron, incorporando mediciones multidimensionales que reflejan mejor la vida de la gente. Argentina, en cambio, corre el riesgo de seguir gobernando números en lugar de personas, reforzando un relato tecnocrático desconectado de la realidad social.

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