Cuando la Iglesia inventó al judío: los orígenes antiguos y medievales del antisemitismo


 

Cuando pensamos en antisemitismo solemos mirar al siglo XIX, al racismo pseudocientífico, o al nazismo en el siglo XX. Sin embargo, el terreno sobre el que esas ideologías pudieron florecer se sembró mucho antes. El cristianismo, que nació como una secta judía dentro del judaísmo del Segundo Templo, construyó su identidad precisamente negando esas raíces. Y cuando la Iglesia católica se convirtió en la gran institución de la Europa medieval, esa separación se radicalizó hasta crear un sistema cultural y político de exclusión permanente.


1. El cristianismo como secta judía (siglos I–II)

Jesús de Nazaret fue un judío del siglo I, y sus primeros discípulos también. El cristianismo nació dentro del judaísmo del Segundo Templo, como un movimiento mesiánico que compartía la Torá, las Escrituras, las sinagogas y el marco religioso del Templo de Jerusalén. Para el Imperio romano, los cristianos no eran más que una de las múltiples corrientes judías de la época, comparables a fariseos, saduceos o esenios. Los romanos los conocían como nazōraioi, los nazarenos.

El primer gran dilema surgió con la incorporación de los gentiles, es decir, no judíos atraídos por el mensaje de la secta. La cuestión era decisiva: ¿debían adoptar las prácticas de la Ley —circuncisión, sábado, dieta kosher— para ser parte del nuevo movimiento? Pablo de Tarso y otros líderes respondieron que no, que la salvación no dependía de la Ley, sino de la fe en Cristo. Esta decisión abrió el camino a que el cristianismo dejara de ser una secta judía cerrada para transformarse en un movimiento religioso de alcance universal.

El paso tuvo consecuencias inmediatas:

  • Internamente, la base demográfica del movimiento cambió. En pocas décadas, los gentiles superaron en número a los judeocristianos, lo que consolidó una identidad cada vez más diferenciada. Las tensiones con las comunidades judías que seguían fieles a la Ley se hicieron inevitables.

  • Externamente, se trataba de una estrategia de supervivencia. En el Imperio romano, el judaísmo ya arrastraba la fama de pueblo obstinado y conflictivo, especialmente tras las grandes revueltas del 66–70 y del 132–135. La etiqueta de “secta judía” era una carga política peligrosa para una religión que aspiraba a crecer.

De este modo, la separación se volvió tanto teológica como social y política. Por un lado, el Antiguo Testamento dejó de ser “historia judía” para reinterpretarse como un conjunto de profecías que anunciaban a Cristo. Por otro, el cristianismo empezó a desligarse del judaísmo para escalar en la extracción social de sus conversos: cuanto más dejaba de parecer una rama del judaísmo, más posibilidades tenía de atraer a élites urbanas y de aspirar a reconocimiento político.

Este doble movimiento —resolver la tensión interna con los gentiles y diferenciarse del judaísmo para ganar legitimidad externa— sentó las bases de lo que vendría después. Lo que había empezado como una corriente dentro del judaísmo se encaminaba ya hacia una religión con identidad propia. Y esa identidad, paradójicamente, se construía negando sus raíces hebreas.


2. De la diferencia a la hostilidad

La separación entre cristianismo y judaísmo no fue solo teológica: cristalizó en una narrativa de reemplazo (supersesionismo) y, con el tiempo, en prácticas de distanciamiento y una retórica de deslegitimación del judaísmo vivo.

2.1. La idea-fuerza: “la Iglesia es el nuevo Israel”

Desde muy pronto se impuso la lectura de que la “nueva alianza” en Cristo cumplía y sustituía a la antigua: la Iglesia pasaba a ser el verdadero pueblo de Dios, e Israel quedaba desplazado.

  • En la Epístola de Bernabé (finales del siglo I o inicios del II), el autor interpreta las Escrituras contra la lectura judía para afirmar que las promesas pertenecen a los cristianos.

  • Justino Mártir, en su Diálogo con Trifón (ca. 160), defiende que los cristianos son el “verdadero Israel”, apropiándose directamente del capital simbólico del pueblo judío.

  • Tertuliano, en Adversus Iudaeos (finales del II – inicios del III), desarrolla la contraposición entre “ley antigua” y “ley nueva”: la primera queda abolida con la venida del Mesías, mientras que la Iglesia hereda las promesas.

Todo esto configura lo que después se llamará “teología de la sustitución”: el cristianismo no solo sucede al judaísmo, sino que lo supera y ocupa su lugar en la historia de la salvación.

2.2. El judaísmo vivo como “problema teológico”

Esta relectura no era neutra. Si la Iglesia es el Israel verdadero, ¿qué hacer con el Israel histórico que no acepta a Cristo? La existencia persistente del judaísmo se convertía en una objeción encarnada a la narrativa cristiana.

  • Melitón de Sardes, en su Peri Pascha (s. II), formula por primera vez la acusación de deicidio: “matasteis al Rey”.

  • En el siglo IV, Juan Crisóstomo predica sus Homilías contra los judaizantes, en las que denuncia con violencia que algunos cristianos siguieran asistiendo a sinagogas o adoptando costumbres judías.

  • El Concilio de Elvira (c. 306) sancionó a clérigos que comían con judíos (canon 50), marcando normativamente la separación.

2.3. Semillas neotestamentarias y su recepción

Algunos pasajes del Nuevo Testamento fueron leídos —y en ocasiones sobredimensionados— en clave anti-judía:

  • 1 Tesalonicenses 2,14–16 retrata a “los judíos” como perseguidores y “opuestos a todos los hombres”. Aunque es un texto muy debatido (algunos lo consideran una interpolación posterior), su recepción histórica alimentó la visión de un pueblo hostil.

  • Mateo 27,25 (“¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”) fue interpretado como culpa colectiva y hereditaria del pueblo judío. Aunque la crítica moderna lo entiende como recurso retórico de la comunidad que compuso el evangelio, su lectura a lo largo de la historia tuvo consecuencias devastadoras.

2.4. De frontera doctrinal a vallado social

En definitiva, todo el aparato teológico, disciplinario y retórico de los siglos II al IV estuvo encaminado a romper definitivamente los vínculos con el judaísmo y a neutralizar cualquier resto de cristianismo todavía reconocible como secta judía. Sus ejes fundamentales fueron:

  • Teología de la sustitución: la Iglesia como “nuevo Israel”, heredera única de las promesas divinas.

  • Legislación disciplinaria: concilios y cánones contra el contacto con judíos o la adopción de sus costumbres.

  • Retórica polémica: sermones y tratados que denunciaban a los “judaizantes” y presentaban al judaísmo como pueblo ciego y obstinado.

Con este triple movimiento, el cristianismo dejó de ser una rama del judaísmo para constituirse como religión autónoma y universal, a costa de convertir al judaísmo real en un “otro” degradado que desafiaba permanentemente su legitimidad.

La investigación reciente describe precisamente este proceso como una construcción de fronteras. Para definirse, la Iglesia necesitó marcar la alteridad del judaísmo y, al mismo tiempo, absorber su herencia textual como propia.

  • Daniel Boyarin (Border Lines: The Partition of Judaeo-Christianity, 2004) ha mostrado cómo esas “líneas fronterizas” fueron trazadas de manera deliberada para diferenciarse del judaísmo.

  • James D. G. Dunn (The Partings of the Ways, 1991/2006) subraya que la separación fue lenta, conflictiva y diacrónica, no un evento puntual.

  • Peter Schäfer (Judeophobia: Attitudes toward the Jews in the Ancient World, 1997/1998) ha documentado cómo los clichés del mundo grecorromano (misanthropía, obstinación, rebeldía) pasaron al cristianismo, que los resignificó teológicamente.

  • Rosemary Radford Ruether (Faith and Fratricide: The Theological Roots of Anti-Semitism, 1974) argumenta que hay una conexión estructural entre cierta cristología que absolutiza el cumplimiento contra Israel y el anti-judaísmo posterior.


3. La radicalización medieval

El salto cualitativo llegó en la Edad Media, cuando la Iglesia católica se convirtió en la columna vertebral de la cristiandad europea. Ya no bastaba con diferenciarse del judaísmo: ahora la Iglesia necesitaba legitimarse como la única heredera de Israel y como institución que garantizaba la unidad social, política y espiritual de Europa.

La mera presencia visible de comunidades judías en sinagogas, barrios y celebraciones era un recordatorio incómodo de que el cristianismo había nacido como secta judía. Esa memoria encarnada era peligrosa: cuestionaba la pretensión de la Iglesia de haber sustituido a Israel de una vez por todas. Por eso, como señala Rosemary Radford Ruether (Faith and Fratricide, 1974), la Iglesia solo podía afirmarse borrando o degradando al Israel vivo, convertido en una amenaza permanente para su identidad.

3.1. El “pueblo-testimonio”

San Agustín († 430) formuló una idea que marcaría toda la Edad Media: los judíos debían ser tolerados en su miseria como “pueblo-testimonio”. Su mera existencia, en condición subordinada, confirmaba a ojos de los cristianos que las Escrituras se cumplían en Cristo y que el rechazo divino sobre Israel era definitivo.

Otros autores medievales reconocieron la misma paradoja. Tomás de Aquino, en la Summa Theologiae (II-II, q. 10, a. 11), defendía que los judíos debían ser tolerados, pero solo bajo condición de subordinación: aceptarlos en igualdad sería una amenaza para la fe cristiana. Bernardo de Claraval, por su parte, pedía moderación en las persecuciones, pero no por simpatía, sino porque el pueblo judío humillado debía servir como ejemplo del triunfo de la Iglesia. En todos los casos, la incomodidad era evidente: los judíos no podían desaparecer, pero tampoco ser reconocidos como iguales.

3.2. De la doctrina a la norma social

Lo que en la Antigüedad era hostilidad cultural o teológica, en la Edad Media se tradujo en instituciones y leyes concretas:

  • Concilio de Clermont (535): prohibición de que los judíos ocupasen cargos públicos.

  • Concilio de Letrán IV (1215): obligación de llevar distintivos en la vestimenta, visibilizando su condición de minoría degradada.

  • Concilio de Narbona (1227): disposiciones de segregación en barrios específicos (juiveries), embrión de los futuros guetos.

Como explica James D. G. Dunn (The Partings of the Ways, 1991/2006), estas medidas no eran simples disposiciones aisladas, sino parte de un proceso histórico en el que el cristianismo, ya hegemónico, necesitaba construir fronteras sociales claras para consolidar su poder.

3.3. Expulsiones y persecuciones

A partir del siglo XI, la hostilidad adquirió un tono violento:

  • En las Cruzadas (1096), comunidades judías del Rin fueron masacradas como “enemigos internos” de la cristiandad.

  • Inglaterra los expulsó en 1290, Francia en 1306 y 1394, y España en 1492.

  • En la Península Ibérica, tras siglos de convivencia relativa, la presión hacia la conversión forzosa desembocó en la creación de la Inquisición, obsesionada con distinguir entre cristianos viejos y conversos.

3.4. La construcción de mitos demonizantes

El imaginario medieval añadió elementos nuevos, que no estaban en la tradición clásica pero la radicalizaban:

  • Crimen ritual: acusación de secuestro y asesinato de niños cristianos.

  • Profanación de hostias: la idea de que los judíos agredían la Eucaristía como acto sacrílego.

  • Envenenamiento de pozos: en plena peste negra (1348), los judíos fueron acusados de propagar deliberadamente la enfermedad.

Peter Schäfer (Judeophobia: Attitudes toward the Jews in the Ancient World, 1997) ha mostrado cómo los viejos clichés grecorromanos —misanthropía, obstinación, rebeldía— se reinterpretaron ahora en clave teológica y demonológica: los judíos no eran solo diferentes, sino enemigos activos de Dios y de la sociedad cristiana.

3.5. Resultado histórico

La hostilidad dejó de ser una cuestión doctrinal para convertirse en un sistema social y político. Con su enorme peso en la cultura medieval, la Iglesia fijó los marcos de exclusión: los judíos eran necesarios como prueba de la verdad cristiana, pero insoportables como vecinos sociales.

Su sola presencia recordaba los orígenes judíos del cristianismo, y precisamente por eso se les confinó a un papel degradado, como “testigos” de su propia derrota. Como resume Ruether, el antisemitismo no fue un “accidente medieval”, sino la consecuencia de un mecanismo identitario: la Iglesia solo podía legitimarse borrando el espejo incómodo de sus raíces.


Conclusión

El antisemitismo medieval no fue un simple “odio popular” ni una suma de prejuicios circunstanciales. Fue la consecuencia lógica de un proceso más largo: primero, el cristianismo necesitó diferenciarse de su matriz judía para universalizarse; después, la Iglesia medieval, ya poder hegemónico, transformó esa diferencia en un sistema de exclusión institucionalizado.

  • En los siglos I–III, el cristianismo pasó de ser una secta judía a proclamarse el nuevo Israel, construyendo fronteras doctrinales y sociales contra el judaísmo vivo.

  • En la Edad Media, la Iglesia convirtió esa frontera en programa político y cultural: concilios, leyes, sermones y mitos demonizantes fijaron a los judíos como un “pueblo-testimonio”, tolerado en la miseria como prueba de la verdad cristiana.

  • De ahí que la hostilidad ya no fuese solo una opinión o un prejuicio, sino un sistema cultural, religioso y político que definió Europa durante siglos.

De este modo, el terreno quedó abonado para los antisemitismos posteriores: el político de la modernidad, el racial del siglo XIX y el genocida del siglo XX. La sombra del pasado medieval sigue pesando, porque fue entonces cuando la incomodidad del origen judío se resolvió no con reconocimiento, sino con persecución.

Epílogo: continuidad hasta la modernidad

Conviene insistir en que el antisemitismo no nació en el siglo XIX. Los discursos raciales de la modernidad no hicieron sino revestir con ropajes pseudocientíficos un imaginario que venía de muy atrás.

  • Gavin Langmuir (Toward a Definition of Antisemitism, 1990) mostró que las acusaciones fantásticas de la Edad Media —como el crimen ritual o el envenenamiento de pozos— inauguraron un antisemitismo “quimérico” que sobrevivió en la cultura europea y alimentó los delirios modernos.

  • David Nirenberg (Anti-Judaism: The Western Tradition, 2013) ha demostrado que el “judío” funcionó durante siglos como lenguaje conceptual negativo en Occidente, un modo de nombrar la obstinación, el error o la amenaza al orden social, mucho antes de convertirse en categoría racial.

  • Robert Chazan (Medieval Stereotypes and Modern Antisemitism, 1997) estudió cómo los estereotipos medievales —el deicidio, la obstinación, la complicidad con el mal— fueron reconfigurados en clave racial y nacionalista en el siglo XIX.

  • Leon Poliakov, en su Historia del antisemitismo (1955–1977), ya había trazado la gran continuidad desde la Antigüedad hasta la Shoá, mostrando cómo la demonización medieval preparó el terreno para las teorías modernas de conspiración financiera o dominación mundial.

Como resume Saul Friedländer (Nazi Germany and the Jews, 1997), el nazismo no creó de la nada su imaginario antijudío: activó clichés culturales muy antiguos, incubados en la tradición cristiana medieval y reconfigurados en la política moderna.

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