El mito roto de la imparcialidad judicial: clase, élites y lawfare


La imagen extendida del poder judicial en las democracias contemporáneas es la de un cuerpo neutral, técnico y autónomo. Un poder del Estado cuya función consiste en aplicar la ley de manera imparcial, garantizando así la justicia y actuando como contrapeso frente a los abusos de los otros poderes. Sin embargo, numerosos estudios sociológicos han mostrado que esta visión es más mito que realidad. La judicatura no es un espacio abstracto ni neutro, sino una clase profesional con rasgos propios, estrechamente vinculada a los sectores privilegiados de la sociedad.

Entender a los jueces como clase social permite explicar fenómenos que, de otro modo, parecerían anomalías: el conservadurismo sistemático de la jurisprudencia, la resistencia a las transformaciones sociales, e incluso el lawfare, entendido no como desviación puntual, sino como cristalización de una lógica profunda.

1. Origen social y trayectorias homogéneas

La mayoría de quienes acceden a la carrera judicial provienen históricamente de clases medias-altas. Sus trayectorias educativas y culturales tienden a ser homogéneas, marcadas por la asistencia a universidades de prestigio, el acceso a recursos de apoyo académico y la socialización en entornos donde priman valores conservadores y de estabilidad institucional.

Esta homogeneidad no es anecdótica: condiciona la cosmovisión de la judicatura. Frente a los conflictos sociales, los jueces suelen privilegiar la preservación del orden antes que la apertura a la innovación normativa. La justicia, así, se concibe como garante de continuidad, más que como espacio de transformación.

2. El capital simbólico del derecho

Pierre Bourdieu mostró cómo el derecho constituye una forma de dominación simbólica: “el poder de consagrar, de decir lo que es justo, confiere al juez una autoridad que parece trascender los intereses, cuando en realidad los reproduce” (La force du droit, 1990). Los jueces, al traducir los conflictos sociales en categorías jurídicas, producen un efecto de neutralización: lo que antes era una lucha política se transforma en un expediente técnico. La autoridad judicial aparece entonces como indiscutible, amparada en la objetividad del procedimiento.

Este "capital simbólico" dota al poder judicial de un aura particular: las decisiones se presentan como inevitables, cuando en realidad responden a interpretaciones situadas y socialmente condicionadas. La neutralidad es, en gran medida, una apariencia que encubre la reproducción de intereses dominantes.

3. Reproducción de élites judiciales

El acceso a la carrera judicial es, en teoría, un proceso abierto y meritocrático. Sin embargo, factores como el capital cultural familiar, los recursos económicos para preparar oposiciones exigentes y las redes sociales juegan un papel decisivo. Esto convierte al poder judicial en un mecanismo de reproducción de élites.

Estudios comparados muestran que las familias con antecedentes en el ámbito jurídico tienen una presencia desproporcionada en la magistratura. Asimismo, la pertenencia a círculos sociales privilegiados aumenta las probabilidades de éxito. Aunque formalmente se trata de concursos basados en conocimiento, la estructura social condiciona profundamente quién accede y quién queda excluido.

El resultado es una corporación con altos niveles de cohesión interna, resistente a las transformaciones y celosa de sus privilegios. El corporativismo judicial, lejos de ser un rasgo accidental, se convierte en un mecanismo de defensa de clase.

4. La orientación conservadora de las sentencias

Los datos empíricos refuerzan esta interpretación. Investigaciones en Europa y América Latina han mostrado que, en conflictos clave, la judicatura tiende a fallar a favor de intereses empresariales, de seguridad nacional o de orden público, y en contra de demandas de minorías sociales, sindicales o feministas. Como señaló Martin Shapiro (1981), “los tribunales son instituciones políticas que, con frecuencia, refuerzan más que desafían las estructuras de poder”.

Ejemplos históricos abundan:

  • Estados Unidos: la Corte Suprema tardó casi un siglo en revertir la doctrina de separados pero iguales que legitimó la segregación racial tras la abolición de la esclavitud.

  • Europa: los tribunales mostraron resistencia sistemática frente a las demandas de igualdad laboral y salarial de las mujeres, obligando a décadas de litigios.

  • América Latina: jueces y fiscalías han criminalizado repetidamente movimientos campesinos, indígenas o sindicales, interpretando sus acciones como amenazas al orden público antes que como luchas por derechos.

Estos patrones no pueden explicarse como desviaciones individuales, sino como expresión de una orientación estructural: la judicatura como clase defiende el statu quo.

5. Autonomía relativa y vínculos con el poder

Formalmente, el poder judicial se proclama independiente. En la práctica, su integración en el aparato estatal y sus vínculos con élites económicas y políticas limitan esa autonomía. La judicatura forma parte del entramado de poder, no se sitúa fuera de él.

La teoría de la "autonomía relativa" —desarrollada en la sociología política y aplicada al derecho por autores como Niklas Luhmann— ayuda a comprender este fenómeno. El poder judicial dispone de un margen de acción propio, pero sus límites vienen dados por el campo de fuerzas en el que opera. Los jueces pueden oponerse ocasionalmente al ejecutivo o al legislativo, pero rara vez desafían de raíz las estructuras de dominación. Su independencia es más formal que sustantiva.

6. El lawfare como lógica estructural

A la luz de este análisis, el lawfare no aparece como anomalía, sino como consecuencia natural de la posición estructural de la judicatura. Si los jueces constituyen una clase profesional con vínculos estrechos con sectores privilegiados, es lógico que el aparato judicial pueda ser instrumentalizado para neutralizar adversarios políticos incómodos para esas élites.

Los casos de Lula da Silva en Brasil, Cristina Fernández en Argentina o Rafael Correa en Ecuador muestran cómo procesos judiciales, acompañados de campañas mediáticas, operan como instrumentos de desgaste político. Pero estos episodios no deben verse como excepciones: expresan la lógica de fondo de un poder judicial estructuralmente conservador y funcional a la dominación política. Como advierte Ran Hirschl en Towards Juristocracy (2004), la expansión del poder judicial en contextos constitucionales suele consolidar el poder de las élites antes que democratizarlo.

7. Implicaciones democráticas

La sociología de la judicatura obliga a repensar la teoría clásica de Montesquieu. Si el poder judicial no es un árbitro neutral, sino una clase con intereses, ¿puede cumplir realmente la función de contrapeso? ¿Qué garantías existen para que defienda los derechos de las mayorías y no solo los privilegios de las élites?

Estas preguntas son cruciales en un momento de crisis de legitimidad institucional. La percepción social de que la justicia actúa políticamente —ya sea en casos de lawfare, en fallos económicos o en derechos sociales— erosiona la confianza ciudadana. La promesa ilustrada de un poder judicial imparcial se desdibuja.

Conclusión

La judicatura, vista desde una perspectiva sociológica, no es un cuerpo neutro ni puramente técnico. Es una clase social que comparte origen, valores y redes con sectores privilegiados, y que reproduce su hegemonía a través del capital simbólico del derecho. Su orientación conservadora, su autonomía relativa y su integración en el aparato estatal explican por qué, históricamente, ha actuado más como guardiana del orden que como contrapeso democrático.

En este marco, el lawfare no es una desviación, sino la manifestación visible de una lógica estructural: el derecho, administrado por una clase judicial homogénea y privilegiada, se convierte en instrumento de lucha política al servicio de la preservación del statu quo. La pregunta que queda abierta es si las democracias contemporáneas pueden reinventar un poder judicial verdaderamente plural y representativo, capaz de responder a las demandas sociales y de encarnar, por fin, el ideal de Montesquieu.

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