Portaaviones frente a Caracas: la invasión imposible de EE. UU.
Cada cierto tiempo, los tambores de guerra vuelven a sonar en Washington. Se especula con una invasión a Venezuela, y los últimos movimientos de una concentración de fuerzas navales en el Caribe, con imágenes de portaaviones, destructores y unidades anfibias, han reavivado la conversación. La estampa impresiona: lanchas que van y vienen, vuelos de patrulla, ejercicios de desembarco. Pero, cuando se mira más allá del espectáculo marítimo, aparece la paradoja: la demostración de fuerza evidencia, en realidad, la imposibilidad de una invasión a gran escala.
La historia enseña que para ocupar un país no bastan los buques ni la tecnología. En 2003, cuando Estados Unidos invadió Irak, necesitó más de 150.000 soldados para la primera fase de la campaña y medio año de preparación logística en territorio aliado antes de iniciar las operaciones. Kuwait y Arabia Saudita prestaron su suelo para acumular tropas, blindados, combustible y munición. Era un tablero con casillas amigas.
Hoy la situación sería radicalmente distinta. Venezuela no es Irak. No hay país vecino dispuesto a ceder su territorio para un despliegue masivo. Ni Colombia ni Brasil se arriesgarían a cargar con la responsabilidad histórica de ser plataforma de una invasión. Y tampoco hay tiempo: la sorpresa estratégica se esfuma cuando se necesitan meses de concentración de fuerzas visibles para todos los satélites. Además, la selva venezolana no es el desierto iraquí: la espesura, la humedad y el relieve abrupto favorecen la guerra de guerrillas y multiplican los riesgos de una ocupación prolongada.
En este marco, los 6.000 marines que pueden operar desde el mar sirven —con suerte— para abrir una cabeza de playa y tomar instalaciones críticas en las primeras horas. Pero no es suficiente. Para ocupar y controlar un país de más de 30 millones de habitantes hace falta un ejército de tierra que pueda rotar, sostener líneas de suministro, asegurar ciudades y, sobre todo, resistir una guerra irregular que se extendería durante años. Ese volumen humano y logístico no existe hoy en el teatro caribeño ni puede improvisarse con una flota, por poderosa que sea.
Y no se trata solo de números. Frente a esos hipotéticos marines, Venezuela cuenta con un ejército regular de más de 120.000 efectivos, reforzado por una Milicia Bolivariana de unos 220.000 integrantes integrada en la doctrina de defensa territorial. No son cifras simbólicas: desde hace dos décadas el Estado venezolano se ha preparado para la guerra asimétrica, entrenando a su población en tácticas de resistencia, apostando por la dispersión territorial y por un modelo de defensa integral que convierte al país entero en un posible campo de batalla.
La fuerza militar venezolana tampoco es despreciable en términos técnicos. Sus cazas Sukhoi, sus tanques T-72, su artillería y, sobre todo, sus sistemas de defensa aérea de largo y medio alcance (S-300, Buk, Pechora) complicarían cualquier intento estadounidense de imponer la superioridad aérea que es el sello de su doctrina. La supuesta supremacía tecnológica —drones, satélites, guerra electrónica— rinde mucho en desiertos y llanuras abiertas; en selva, montaña y ciudad densa se degrada, y la niebla de la guerra se vuelve espesa, literal y figuradamente.
A esto se suma la geografía. Venezuela no es un tablero limpio de maniobra, sino un territorio de selvas densas, llanos interminables, cordilleras y ciudades de difícil control. Incluso si Estados Unidos lograra un desembarco exitoso y tomara las capitales, lo que vendría después sería aún más duro: barrios populares, montañas y selvas convertidos en escenario de una guerra de guerrillas prolongada. La cabeza de playa, sin un ejército que la releve y expanda en profundidad, se convierte en un punto vulnerable a la contraofensiva y al desgaste.
El fantasma que aparece inevitablemente es el de Vietnam. Un conflicto que comienza como una operación quirúrgica y termina atrapando a Washington en un pantano de resistencia popular, bajas crecientes y desgaste político. La imagen de helicópteros evacuando apresuradamente una embajada no es un recuerdo lejano: Afganistán en 2021 lo repitió con crudeza. Y en Venezuela, ese escenario sería aún más humillante por ocurrir en el propio hemisferio estadounidense.
Por eso, más allá de la retórica y de los ejercicios en el mar, la realidad es que una invasión a Venezuela no resiste un análisis serio. Costaría demasiado, política y militarmente, y no ofrecería ninguna garantía de victoria rápida. La flota en el Caribe funciona como presión y disuasión, no como antesala de una ocupación sostenible. La potencia que presume de su alcance global podría descubrir que Caracas es su Vietnam caribeño: una guerra imposible de ganar, imposible de justificar y demasiado costosa de abandonar.
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