Los derechos no nacen en silencio: la protesta como memoria incómoda
Cuando pensamos en Rosa Parks, la recordamos como una heroína tranquila, sentada en un autobús de Montgomery. Lo que solemos olvidar es que aquel gesto fue un acto de desobediencia castigado por la ley. Parks fue detenida, acusada y vilipendiada por “alterar el orden público”. Y, sin embargo, gracias a ella y a tantos otros que incomodaron al poder, hoy consideramos impensable la segregación racial en Estados Unidos.
La protesta nunca nace para complacer ni para quedarse invisible. Como explicaba Charles Tilly, los movimientos sociales son repertorios de acción que interrumpen la normalidad, porque solo interrumpiendo se hace visible la desigualdad. Sidney Tarrow lo resumía de manera precisa: la protesta molesta porque abre un espacio de negociación política que de otro modo no existiría.
Frente al argumento de que “hay que protestar sin molestar”, conviene recordar a Henry David Thoreau: obedecer leyes injustas es ser cómplice de la injusticia. Hannah Arendt insistía en que la desobediencia civil no es una amenaza a la democracia, sino su revitalización. Si no hubiera conflicto, no habría democracia viva, sino un orden petrificado.
Karl Marx lo decía en términos más radicales: la historia es la historia de la lucha de clases. Y E.P. Thompson mostró cómo los derechos obreros que hoy consideramos básicos —jornada laboral limitada, derecho a huelga, asociación sindical— nacieron de la acción disruptiva de quienes se jugaban el pan y la cárcel.
El problema es que la memoria edulcora el conflicto. Howard Zinn hablaba de la “domesticación” del pasado: los rebeldes de ayer se convierten en estatuas inofensivas, mientras que los rebeldes de hoy son criminalizados con los mismos argumentos de siempre. Foucault advertía que los discursos de poder se activan precisamente para estigmatizar aquello que amenaza su continuidad.
No solo se edulcora el conflicto, sino que se instala una ideología según la cual el conflicto ya no sería necesario, como si habitáramos una sociedad estamental congelada en el tiempo. La narrativa del “fin de la historia”, enunciada por Francis Fukuyama tras la Guerra Fría, consagra esta visión: una vez alcanzada la democracia liberal y la economía de mercado, la historia misma —entendida como campo de luchas y transformaciones— se habría agotado. Bajo esta óptica, toda protesta aparece como una anomalía, un error que perturba la estabilidad de un orden presentado como definitivo.
Pero esa ideología es profundamente conservadora: niega el carácter vivo y conflictivo de lo social. Como subrayó Jacques Rancière, la política comienza precisamente cuando quienes “no cuentan” hacen oír su voz y desestabilizan el reparto establecido de lo sensible. Pretender que ya no hay antagonismo equivale a naturalizar las jerarquías existentes y a silenciar a quienes aún reclaman justicia.
Recordar que los derechos nacieron de la protesta implica rechazar esa ilusión de un presente clausurado. La historia no ha terminado, porque las desigualdades tampoco. Y mientras existan, habrá conflicto: no como anomalía, sino como condición misma de la democracia y del cambio social.
Pareciera, sin embargo, que quienes creen de verdad vivir en esa sociedad estamental hoy en día le afearían la conducta a Rosa Parks y la conminarían a levantarse y sentarse al fondo, con los demás negros, para no interrumpir la fiesta del capitalismo de amiguetes.
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