Eurocentrismo y amnesia: lo que Trump no dice sobre China en la II Guerra Mundial


En estos días, Donald Trump ha vuelto a demostrar cómo el relato occidental de la II Guerra Mundial se sigue escribiendo desde un enfoque eurocéntrico y americanocéntrico. Al exigir a China que “aprecie” los sacrificios de los soldados estadounidenses caídos en el Pacífico, reproduce la vieja idea de que fueron los Estados Unidos quienes cargaron con el peso principal de derrotar a Japón. Pero la historia es más compleja, y mucho menos complaciente con esa visión.

Una guerra más larga de lo que Occidente recuerda

En Europa solemos narrar la guerra desde las playas de Normandía, la resistencia soviética en Stalingrado o la entrada triunfal en Berlín. En el caso del Pacífico, recordamos Pearl Harbor, Midway, Iwo Jima y, sobre todo, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Esta mirada relega a China a un papel secundario, como si fuera apenas un escenario periférico.

Sin embargo, para China la guerra no empezó en 1941 ni en 1937, sino ya en 1931, con la invasión japonesa de Manchuria. Desde esa perspectiva, la II Guerra Mundial en Asia duró 14 años, no 8. Fue una guerra de desgaste y resistencia prolongada, en la que China pagó un precio humano descomunal: más de 10 millones de muertos y decenas de millones de desplazados.

El sacrificio chino frente al mito americano

El ejército japonés mantuvo un contingente muy significativo de tropas en el frente chino durante casi toda la Segunda Guerra Mundial. Desde la invasión de 1937, el conflicto en China se convirtió en un sumidero de recursos humanos y materiales: más de la mitad de las divisiones del ejército imperial estaban estacionadas allí en todo momento, lo que redujo de manera decisiva la capacidad japonesa de desplegar fuerzas en otros escenarios estratégicos. Esa inmensa presión bélica significó que Japón afrontara la guerra en el Pacífico ya con una parte sustancial de su potencial militar comprometido.

La resistencia china, fragmentada entre el Kuomintang y las fuerzas comunistas, pero sostenida a pesar de la ocupación brutal y de pérdidas humanas gigantescas, funcionó como un freno estructural a la expansión nipona. No se trató simplemente de un frente secundario: fue un teatro de operaciones que inmovilizó recursos, ralentizó la maquinaria militar japonesa y obligó al alto mando a pelear en múltiples frentes.

De este modo, aunque la narrativa occidental suele subrayar el papel de Estados Unidos en la derrota japonesa —las batallas navales en el Pacífico, el desembarco en Filipinas o, en último término, las bombas atómicas—, resulta innegable que la capacidad de China de absorber y resistir la ofensiva nipona constituyó un factor clave en el desenlace final. Sin ese frente oriental abierto de manera permanente, Japón habría contado con mayor libertad estratégica para concentrar sus fuerzas contra Washington y sus aliados.

Y, por último, cuando se habla de “sacrificio americano” en China, conviene recordar las cifras: las bajas estadounidenses en este frente apenas superaron el millar de muertos en combate, una cifra mínima si se compara con la devastación sufrida por la población china. Estados Unidos luchó sobre todo en el Pacífico, no en China.

El golpe final: cuando los soviéticos entraron en escena

Además, cuando finalmente Japón fue derrotado en 1945, el golpe decisivo no vino solo de las bombas atómicas. La ofensiva soviética en Manchuria, la llamada Operación Tormenta de Agosto, aniquiló en cuestión de semanas al poderoso Ejército de Kwantung. En menos de dos semanas, más de 700 000 soldados japoneses fueron capturados, heridos o muertos, y las defensas continentales se derrumbaron como un castillo de naipes. Para Tokio, aquello significó el cierre de toda salida estratégica: no solo estaban bajo el fuego aéreo estadounidense, sino que también se abría un nuevo frente terrestre imposible de resistir.

Los propios dirigentes japoneses reconocieron lo que esto significaba. El almirante Sōemu Toyoda, jefe del Estado Mayor, confesó más tarde:

“Creo que la participación rusa en la guerra contra Japón, más que las bombas atómicas, hizo mucho más por apresurar la rendición.”

En la misma línea, el primer ministro Suzuki fue tajante:

“La entrada de la URSS en la guerra hizo imposible continuarla.”

El emperador Hirohito, en su discurso de rendición, habló únicamente de “una nueva y más cruel bomba”, pero las actas del gobierno y los testimonios posteriores muestran que la ofensiva soviética había roto todas las esperanzas de mantener el régimen imperial mediante una mediación de Moscú. Como recuerda el historiador Tsuyoshi Hasegawa, fue precisamente esa entrada de la URSS la que destruyó la ilusión de una salida negociada: sin un mediador neutral, Japón estaba acorralado.

El periodista y cronista Murray Sayle lo resumió con precisión en The New Yorker:

“La intervención soviética hizo que el consenso existente quedara inoperante. La rendición con alguna garantía para el Emperador se convirtió en la opción menos mala, porque cada día que pasaba significaba más ganancias territoriales para los soviéticos.”

En otras palabras: Japón podía intentar resistir las bombas, pero no podía permitirse ser ocupado por el Ejército Rojo. El miedo a los soviéticos y al colapso territorial en Asia pesó tanto o más que Hiroshima y Nagasaki en la decisión de rendirse.

Lo que queda fuera del relato

Sin embargo, en el relato que Trump reproduce y que domina en Occidente, estas dimensiones desaparecen. China queda reducida a escenario pasivo y la URSS a actor incómodo. Lo que queda es una historia donde Estados Unidos aparece como el salvador universal, y donde el sacrificio chino y el esfuerzo soviético quedan en la penumbra.

Recordar la guerra sin este sesgo eurocéntrico es un ejercicio de justicia histórica. Obliga a reconocer que la derrota de Japón fue también producto del aguante chino y de la ofensiva soviética. Y nos recuerda que la historia no es simplemente lo que ocurrió, sino aquello que una y otra vez decidimos recordar —o silenciar.

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