La falsa paz social: cómo se borró la lucha que hizo posible nuestros derechos
Cuando pensamos en Rosa Parks, la recordamos como una mujer tranquila que se negó a levantarse de su asiento en un autobús de Montgomery. Pero aquel gesto fue un delito: Parks fue detenida, acusada y señalada por “alterar el orden público”. Hoy la celebramos como heroína porque su acto abrió una grieta en un sistema racista. Sin embargo, olvidamos que entonces fue vista como una peligrosa amenaza. La historia convierte en estatuas inofensivas a quienes, en su tiempo, incomodaron al poder.
Esa operación de memoria no es inocente. Vivimos en sociedades que se narran a sí mismas como pacificadas y definitivas: democracias liberales y economías de mercado que, tras la caída del bloque soviético, habrían llegado al “fin de la historia” anunciado por Francis Fukuyama. Si el presente es el destino final, todo conflicto aparece como una anomalía, un error que perturba un orden natural.
Cómo nació la ilusión de la paz social
La sensación de que hoy habitamos sociedades “resueltas” —sin antagonismos insalvables, sin necesidad de ruptura— no cayó del cielo: se construyó políticamente desde finales del siglo XX.
Tras la Guerra Fría, el neoliberalismo se presentó como un consenso incuestionable. Margaret Thatcher popularizó el mantra There Is No Alternative (TINA) y Ronald Reagan impulsó la idea de que el mercado era el único mecanismo racional para organizar la vida social. Con la caída del bloque soviético y la implosión del socialismo real, Francis Fukuyama proclamó en 1989 el “fin de la historia”: la democracia liberal y la economía de mercado se habrían consolidado como destino final de la humanidad.
Esa proclamación no era neutra: servía para declarar que los grandes conflictos ideológicos habían terminado y que, a partir de entonces, solo quedaba gestionar técnicamente el mundo. Como explica Wendy Brown (Undoing the Demos), el neoliberalismo convierte la política en administración económica; sustituye el debate público por la lógica del cálculo y el rendimiento. Colin Crouch, en Post-democracy, muestra cómo la vida política se vacía: las instituciones siguen en pie, pero el poder real se desplaza a élites económicas y tecnocráticas.
A la vez, se instala una cultura de la inevitabilidad: Mark Fisher la llamó realismo capitalista, “la sensación generalizada de que no solo es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Todo antagonismo aparece como arcaico o irracional. Ulrich Beck habló de la “sociedad del riesgo” donde la política se centra en gestionar amenazas técnicas (cambio climático, crisis financieras) pero evita discutir quién gana o pierde en cada modelo social.
Sobre esa base se levanta una subjetividad adaptativa: Byung-Chul Han describe la sociedad del rendimiento, donde cada individuo es empresario de sí mismo, autoexplotado y aislado, sin capacidad colectiva de conflicto. Zygmunt Bauman ya había advertido que la “modernidad líquida” disuelve los vínculos que permitían organizar resistencias comunes; cada cual queda solo frente al sistema.
También influyó la relectura liberal de la historia de posguerra: según Samuel Huntington, el objetivo era “mantener el orden” más que transformar la estructura social; la política se volvió contención del desorden más que producción de justicia. Y la retórica de la globalización feliz (Thomas Friedman: “el mundo es plano”) reforzó la idea de un progreso inevitable que haría obsoletos los antagonismos de clase, raza o género.
El resultado ha sido un mundo tecnocrático que se concibe como máquina eficiente. La función de los ciudadanos es ser piezas productivas, consumidoras y adaptables. Quien interrumpe el flujo —mediante huelgas salvajes, bloqueos, sabotajes, desobediencia visible— es rápidamente etiquetado como disfuncional, “antisistema” o incluso violento. El conflicto, que antes era visto como motor de cambio, se redefine como amenaza a una supuesta normalidad que se presenta como definitiva.
Como resume Jodi Dean (Democracy and Other Neoliberal Fantasies), el neoliberalismo no elimina el antagonismo: lo neutraliza simbólicamente, traduciéndolo en “opiniones” inofensivas o en mercados de protesta sin impacto real. Y Nancy Fraser advierte que esta neutralización deja intactas las desigualdades estructurales mientras priva a los excluidos de lenguajes legítimos de resistencia.
La violencia estructural que no vemos
Bajo la apariencia de una sociedad tecnocrática y pacificada siguió existiendo un conflicto de clase profundo. Quienes proclamaban el “fin de la historia” no solo declararon superadas las luchas sociales: aprovecharon esa narrativa para desposeer a amplios sectores, desmontando protecciones laborales, debilitando sindicatos y transfiriendo riqueza y poder hacia una élite económica global. El relato de la paz social funcionó como pantalla para ocultar un proceso activo de concentración de beneficios y precarización de la mayoría.
Además, esta ofensiva económica se desplegó en un clima cultural que presentaba el orden existente como definitivo. Cualquier resistencia era deslegitimada antes de nacer: huelgas radicales, protestas que interrumpían la producción o cuestionaban la lógica del mercado eran etiquetadas como “violentas” y tratadas como amenazas al progreso. Bajo la retórica tecnocrática de la gestión neutral, se libró una guerra de clase silenciosa donde el bando ganador definió las reglas del juego, blindó su posición y redujo a ruido cualquier antagonismo. Como señaló Johan Galtung, esta es la esencia de la violencia estructural: no se expresa con golpes, pero bloquea posibilidades de vida y sofoca toda alternativa.
En este marco, se produjo una gran redistribución regresiva:
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Según Thomas Piketty (El capital en el siglo XXI), la participación de los salarios en la renta nacional de las economías desarrolladas cayó del 70 % en los años setenta a alrededor del 55–60 % actual, mientras el capital (propiedades, acciones, rentas financieras) concentra riqueza creciente.
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Branko Milanović mostró que la globalización benefició a una élite transnacional y estancó a las clases medias occidentales; su “gráfico del elefante” refleja cómo los deciles superiores capturaron el grueso del crecimiento.
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Joseph Stiglitz documenta que, tras crisis sucesivas —punto-com, 2008, deuda europea—, los rescates públicos salvaron bancos y corporaciones, mientras los costes se socializaron vía desempleo, recortes y austeridad.
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Tras la crisis de 2008, el 1 % más rico acaparó la mayor parte de la recuperación económica, mientras los salarios reales de la clase trabajadora se estancaron o redujeron (OCDE, FMI).
Estos procesos no fueron accidentes: comenzaron con el viraje neoliberal de los años setenta —respuesta a la crisis del modelo fordista y al estancamiento de beneficios— y se han ido radicalizando con cada recesión posterior. El capitalismo tardío, como describe Wolfgang Streeck (Buying Time), sobrevive encadenando endeudamiento público y privado, rescates financieros y políticas de austeridad que socializan pérdidas y privatizan beneficios. Las crisis —del petróleo, de la deuda latinoamericana, la financiera de 2008— no interrumpen este patrón: lo profundizan, manteniendo la ilusión de estabilidad mientras refuerzan la desigualdad.
A la precarización económica se suma la violencia ecológica: destrucción ambiental, crisis climática y desplazamientos forzados que golpean sobre todo a los más pobres. Todo ello convive con un discurso oficial de “sostenibilidad” que apenas roza el núcleo del modelo productivo y que vuelve a hacer de pantalla para un violento y descarnado proceso de apropiación. El relato de la paz social presenta la desigualdad y el daño ecológico como efectos colaterales inevitables, no como conflictos de poder.
En este contexto de descarnada violencia capitalista, el poder decide qué puede cuestionarse y qué no. Como mostró Michel Foucault, definiendo como “peligrosas” las conductas que se oponen y amenazan la continuidad de ese proceso de desposesión. Huelgas, bloqueos u ocupaciones pasan a ser delitos de orden público o incluso “terrorismo”, aunque sean causados por los perjudicados de ese proceso salvaje de desposesión y acumulación. Interrumpir el funcionamiento de la gran máquina tecnocrática del capitalismo se convierte en un crimen.
Además, la memoria de la resistencia de los desposeídos se manipula. Howard Zinn habló de la domesticación del pasado: las sufragistas que rompían escaparates hoy son recordadas como damas respetables; los sindicalistas reprimidos a sangre y fuego son héroes de calendario; los activistas antirracistas perseguidos son celebrados en aniversarios oficiales. Son presentados como comportamientos de otra época, irrepetibles en un presente supuestamente pacificado. El mensaje implícito para el hoy es claro: “protesten, pero sin molestar”.
El resultado es un orden que se proclama pacífico mientras ejerce y reproduce violencias profundas —económicas, sociales y ecológicas— y criminaliza a quienes interrumpen su funcionamiento cuando las vías institucionales resultan insuficientes.
Los derechos no se regalaron
Centrándonos en esa domesticación del pasado, los derechos que hoy consideramos básicos no fueron una dádiva benévola de las élites: son el resultado de luchas sociales que a menudo incluyeron desobediencia disruptiva, confrontación directa e incluso violencia defensiva cuando todas las vías institucionales estaban cerradas.
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Las huelgas obreras del siglo XIX no fueron meras manifestaciones pacíficas: incluyeron sabotajes, ocupaciones de fábricas y enfrentamientos con fuerzas del orden. El derecho a la jornada de ocho horas o al descanso semanal se conquistó entre cárceles y represión armada.
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Las sufragistas británicas, encabezadas por Emmeline y Christabel Pankhurst, rompieron escaparates, incendiaron buzones y asumieron huelgas de hambre ante un Estado que respondió con encarcelamiento y alimentación forzosa.
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El movimiento por los derechos civiles en EE. UU. se recuerda a través de la no violencia de Martin Luther King Jr., pero también existieron redes de autodefensa armada como los Deacons for Defense and Justice y estallidos de disturbios urbanos ante la brutalidad policial.
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Los procesos de descolonización en África y Asia combinaron movilización popular con violencia política cuando el poder imperial bloqueó cualquier cambio: el FLN argelino, el Mau Mau en Kenia, el Congreso Nacional Africano con su brazo armado Umkhonto we Sizwe en Sudáfrica, o la propia independencia de India, que, aunque asociada a Gandhi, terminó en medio de una violencia masiva que el Imperio británico no pudo controlar.
Incluso la democracia liberal que hoy se proclama “definitiva” emergió de guerras civiles, revoluciones y rebeliones: la independencia de EE. UU. fue una guerra; la Revolución francesa, un levantamiento armado; las constituciones europeas se abrieron paso tras levantamientos y guerras mundiales. El orden actual no nació de una evolución pacífica sino de conflictos que obligaron a ceder poder y privilegios.
Sin embargo, la sociedad que surgió de esas luchas ha construido un relato que borra su propio origen conflictivo. Como explicó Howard Zinn, los rebeldes de ayer son convertidos en figuras inofensivas:
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Las sufragistas que rompían escaparates son recordadas como damas elegantes;
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Los sindicalistas que enfrentaron a la policía son héroes de calendario;
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Los activistas antirracistas que sufrieron cárcel y represión policial son celebrados en aniversarios oficiales.
Se presenta su radicalidad como un exceso de otra época, irrepetible en un presente supuestamente pacificado. El mensaje implícito es claro: “protesten, pero sin molestar”. Así, el mismo orden que nació de la confrontación se vuelve hoy intocable y sacralizado: cualquier intento de cuestionar sus jerarquías se considera ingratitud o amenaza.
Esta operación cumple una doble función: legitimar el statu quo y criminalizar toda resistencia actual. Cuando activistas climáticos bloquean carreteras, cuando trabajadores ocupan fábricas o comunidades defienden su territorio frente a megaproyectos, se les acusa de “alterar el orden” o de “terrorismo” con el mismo lenguaje que se usó contra los movimientos que hoy celebramos. Se borra el hecho incómodo de que sin conflicto —y, a veces, sin ruptura violenta— no habría derechos ni democracia.
Derecho de resistencia: un marco olvidado
Las luchas que acabamos de describir no fueron meros estallidos instintivos de ira: estuvieron respaldadas por tradiciones intelectuales y marcos jurídicos que reconocieron la legitimidad de resistir al poder injusto. La historia del pensamiento político nunca ha sido completamente pacifista ni ha considerado el orden existente como inviolable.
Ya en el siglo XVII, John Locke sostenía en su Segundo tratado sobre el gobierno civil que, si un gobierno rompe el pacto social y convierte su poder en instrumento de opresión, los ciudadanos recuperan el derecho originario a derrocarlo. Este principio inspiró a los revolucionarios norteamericanos: la Declaración de Independencia de 1776 afirma que cuando un gobierno destruye derechos inalienables “es derecho del pueblo alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno”.
La Revolución francesa llevó esta idea más lejos. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, en su artículo 35, proclamaba que “cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada una de sus partes el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”. Aquí no se habla de mera desobediencia simbólica: se legitima explícitamente la rebelión frente a la tiranía.
Incluso los instrumentos internacionales de la posguerra —redactados en un contexto que buscaba estabilidad tras el horror del fascismo y la guerra mundial— dejaron abierta esta puerta. El Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) recuerda que, si no se protegen los derechos “mediante un régimen de Derecho”, los pueblos pueden verse “forzados al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. No se trata de un derecho positivo codificado, pero sí de un reconocimiento político y moral: cuando todo cauce legal falla, la resistencia puede ser inevitable.
Algunas constituciones contemporáneas lo han incorporado expresamente. La Constitución alemana de 1949 (artículo 20.4) afirma que “todos los alemanes tienen derecho a resistir a cualquiera que intente eliminar el orden constitucional, si no hay otro remedio posible”. Tras la experiencia nazi, Alemania quiso garantizar un último recurso contra la captura del Estado por un poder autoritario. Otras cartas constitucionales —como la portuguesa tras la Revolución de los Claveles o la griega postdictadura— recogen fórmulas similares.
Los teóricos contemporáneos han debatido este principio:
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Hannah Arendt, en Sobre la violencia, distingue entre poder (acción colectiva) y violencia (instrumental), pero reconoce que la resistencia puede volverse violenta cuando el poder instituido cierra toda vía de cambio.
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Jürgen Habermas admite la desobediencia civil como correctivo democrático, aunque sin llegar a justificar la fuerza física.
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Frantz Fanon, en Los condenados de la tierra, defiende que los pueblos colonizados recuperan dignidad mediante la violencia cuando se les niega humanidad y voz.
Estos marcos no justifican cualquier estallido destructivo ni legitiman la violencia arbitraria. Lo que desmienten es la idea de un orden social sacrosanto e inalterable: si un régimen cancela los canales pacíficos de reforma y viola derechos básicos, existe —al menos en el plano moral y a veces jurídico— un derecho de resistencia.
Recordar este legado no significa llamar a la violencia indiscriminada. Significa recuperar una verdad incómoda: las sociedades democráticas nacieron porque hubo quien se atrevió a enfrentarse al poder cuando el poder se volvía ilegítimo, y esa posibilidad —última, extrema, pero real— sigue siendo parte de la tradición política que nuestras democracias dicen heredar..
Criminalizar el conflicto hoy
El relato dominante no solo olvida que los derechos se conquistaron interrumpiendo la normalidad: ha construido un imaginario de paz social y ciudadanía ejemplar que convierte cualquier protesta real en una anomalía.
Se nos propone la imagen de un país —o un Occidente global— de honrados ciudadanos que madrugan, trabajan, consumen y regresan a casa sin cuestionar el engranaje. El buen ciudadano paga impuestos, cumple normas, acepta la competitividad como ley natural y canaliza su malestar a través de quejas formales o campañas digitales inofensivas. La vida social se representa como una gran máquina eficiente que requiere piezas responsables, no interrupciones.
En ese marco, el conflicto aparece como algo arcaico o patológico. Quien rompe la normalidad es un “antisistema”, un radical que amenaza el bienestar común. Esta visión de paz perpetua es cómoda para el poder: neutraliza la memoria de que las libertades actuales nacieron de huelgas, bloqueos, boicots y, en ocasiones, insurrecciones.
La cultura oficial mantiene vivo solo un recuerdo domesticado: se celebran aniversarios, se levantan estatuas, se organizan exposiciones sobre el movimiento obrero o el sufragio femenino. Pero se desactiva su significado político presente. Recordar que la democracia fue conquistada enfrentando privilegios resulta incómodo en un orden que se proclama definitivo.
Sobre este imaginario se apoyan mecanismos legales y mediáticos que contienen la disidencia real. La cultura dominante acepta solo expresiones de descontento que no alteren el flujo económico ni el ritmo productivo: marchas autorizadas, campañas en redes, actos simbólicos. En cambio, cuando los movimientos interrumpen el funcionamiento normal —bloquean carreteras, paralizan la producción, ocupan espacios de poder o cortan cadenas de suministro— se les etiqueta como extremistas, antisistema o incluso terroristas, aunque sus demandas busquen derechos básicos o enfrenten violencias estructurales.
Las leyes de orden público y “antiterroristas” se han ido ampliando para abarcar desde la ocupación pacífica de infraestructuras hasta la desobediencia civil masiva. Las figuras de “alteración del orden económico”, “sabotaje”, “delito contra servicios esenciales” o “radicalización violenta” sirven para aislar y castigar cualquier interrupción significativa. Así se preserva la ficción de una sociedad pacificada donde todo conflicto sería ilegítimo.
El resultado es un orden que vive de luchas pasadas pero niega el derecho a continuar luchando. Se pide aplaudir a Rosa Parks pero no imitar su desobediencia; honrar a las sufragistas pero no romper la normalidad; conmemorar la lucha obrera pero penalizar cualquier huelga que afecte a la economía digitalizada. Se celebra la valentía de ayer para exigir sumisión hoy.
Democracia sin disenso: un riesgo real
Una democracia que se cree acabada convierte el conflicto en tabú. Jacques Rancière recuerda que la política comienza cuando quienes “no cuentan” hacen oír su voz y desestabilizan el reparto establecido de lo sensible. Si cerramos ese espacio, lo que queda no es paz: es un orden petrificado que excluye a quienes no encajan en la gran máquina tecnocrática.
Los sistemas sociales, como señalan las teorías de sistemas (Niklas Luhmann, Gregory Bateson), tienden a autopreservarse: se autorreproducen, viven en un presente funcional donde cada pieza cumple su tarea y la continuidad se presenta como natural. Para mantenerse, olvidan su propia historia y neutralizan el recuerdo del desorden que les dio origen. Este olvido no es casual: es un mecanismo de estabilidad que convierte la conflictividad pasada en mito domesticado y reprime cualquier posibilidad de nueva ruptura. Pero ningún sistema escapa del tiempo: la entropía social reaparece cuando se niega el conflicto que lo renueva.
Recordar que los derechos nacieron del conflicto no es glorificar la violencia indiscriminada: es reconocer que la justicia social siempre se conquistó interrumpiendo la comodidad de los privilegiados. Quienes hoy exigen silencio y orden habrían condenado a Rosa Parks, a las sufragistas o a los obreros que arrancaron el salario digno y el derecho a huelga.
El relato de paz social quiere que olvidemos esa genealogía incómoda. Pero la historia no ha terminado y las desigualdades tampoco. Mientras existan, habrá protesta y, cuando se cierran todas las vías pacíficas, surgirá resistencia. Demonizar cualquier interrupción del orden es renunciar a la memoria viva de la democracia y aceptar que se convierta en simple administración de una máquina que se cree eterna, pero que al negar el conflicto solo acelera su propia entropía.
No todas las violencias son iguales. Hay violencias amparadas por el sentido de justicia de los que sufren las injusticias.
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