Querido empresario franquista: los españoles sí trabajan (el problema es otro)
El presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, ha declarado recientemente que “los españoles no quieren trabajar”. Una frase que suena más propia de un empresario franquista de hace medio siglo, de esos que aparecen en las cacerías de La escopeta nacional, persiguiendo a la Barbara Rey de turno con más torpeza babosa que acierto, que de quien preside hoy la principal patronal de un país moderno (aunque se trate de España).
Y por si esto no fuera poco, Garamendi se permite además el lujo depravado de comparar al trabajador español con un deportista de élite. Un alarde retórico más propio del muro de LinkedIn que de un análisis económico serio: el empleado convertido en atleta de alto rendimiento que debe “dar el máximo” cada día, con la obvia diferencia de que aquí no hay sueldos millonarios ni contratos blindados, sino la justificación —casi siempre implícita— para una explotación inmisericorde que muchos de esos mismos empresarios defienden sin sonrojo.
Trabajamos —y mucho
La idea de que en España la gente “no quiere trabajar” se desmorona ante los datos objetivos.
1. Horas extra: esfuerzo invisible y, a menudo, gratuito
Según la Encuesta de Población Activa (INE, 2024), los trabajadores españoles realizan cada semana alrededor de seis millones de horas extraordinarias.
Lo más llamativo es que casi la mitad de esas horas no se retribuyen: se trabajan sin remuneración y, a menudo, sin cotizar. Esto supone cerca de tres millones de horas regaladas cada semana al tejido productivo.
En términos anuales equivale a más de 150 millones de horas de trabajo gratuitas, algo difícil de conciliar con la narrativa de que los empleados “no se implican”.
2. Comparativa internacional: trabajamos más que países líderes en productividad
El número medio de horas trabajadas por ocupado en España ronda las 1.686 horas anuales (OCDE, 2023).
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Alemania se sitúa en torno a 1.340 horas/año.
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Países Bajos, 1.440 horas/año.
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Dinamarca, 1.390 horas/año.
Estos países son, paradójicamente, referentes en productividad y competitividad, pero trabajan bastantes menos horas. Si el problema español fuese simplemente “falta de ganas de trabajar”, el cuadro sería justo el inverso.
3. Absentismo: ni excepcional ni alarmante
El absentismo total en España (que incluye bajas médicas y ausencias justificadas) ronda el 6,7 % según datos de Randstad Research y la Seguridad Social.
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Francia: ~7,1 %
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Italia: ~6,8 %
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Alemania: ~6,2 %
Estamos, por tanto, en la media europea, lejos de ser un país con tasas anómalas de ausencias.
4. Un patrón de compromiso laboral infravalorado
Además de trabajar muchas horas y registrar absentismo estándar, la población ocupada en España soporta una elevada precariedad (contratos temporales, jornadas parciales involuntarias) y, aun así, mantiene niveles de dedicación notables.
El discurso de que “no se quiere trabajar” ignora que buena parte de la fuerza laboral acepta empleos con salarios bajos y condiciones inestables y aun así produce y trabaja más horas que en economías avanzadas con mayor protección y productividad.
Productividad: el comodín para culpar al trabajador
Las declaraciones de Garamendi no son una ocurrencia aislada: forman parte de un relato empresarial recurrente. Cuando los datos desmontan la idea de que “los españoles no quieren trabajar” —horas extra masivas, absentismo en la media europea, largas jornadas—, el discurso pivota hacia otro argumento: “vale, trabajan, pero son poco productivos”. Así, la productividad se convierte en un comodín perfecto para seguir culpando al empleado.
El truco es sencillo: se eleva al empresario a la categoría de visionario sacrificado que lucha en un entorno hostil y se retrata al trabajador como un lastre improductivo, casi un personaje de Vizcaíno Casas: perezoso, indisciplinado, incapaz de estar “a la altura”. De este modo se construye un chivo expiatorio conveniente, que desvía la atención de los factores que de verdad explican el estancamiento productivo.
Porque la productividad —el valor creado por cada hora trabajada— no es un reflejo exclusivo del sudor individual. Se trata de un fenómeno complejo, multivariante, que quizá en una madrugada de putas y whisky se pueda simplificar a medida, pero que, en realidad. depende sobre todo de cómo se organizan las empresas y de las decisiones de inversión que toman sus dueños y directivos:
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Innovación y digitalización: España invierte solo un 1,4 % del PIB en I+D frente al 2,3 % de la UE.
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Tamaño empresarial: el 95 % de las empresas son microempresas, con escasa capacidad de innovar y optimizar procesos.
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Gestión conservadora: se compite abaratando costes laborales en vez de generar productos y servicios de mayor valor añadido.
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Capital humano infravalorado: salarios bajos y formación insuficiente minan el desarrollo profesional y la retención del talento.
Cuando se mira con rigor, culpar al trabajador es un atajo narrativo que evita hablar de un modelo empresarial que reinventa poco, invierte menos y sobrevive gracias a salarios moderados y márgenes rápidos. Es más cómodo decir “la gente no rinde” que preguntarse por qué tantas compañías han preferido no modernizarse..
Beneficios empresariales altos, reinversión baja
Cuando se deja de culpar al trabajador y se observa con algo de honestidad el modelo empresarial español, el cuadro es incómodo: los beneficios han crecido, pero la modernización se ha quedado en la foto del PowerPoint.
Durante la última década, las cuentas han ido bien para muchos:
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Banca: ROE por encima del 10 % en varios ejercicios mientras se cerraban oficinas, se externalizaban servicios y se despedía plantilla.
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Energía: Iberdrola y Endesa firmaron beneficios récord (más de 3.000 millones anuales) en plena crisis de precios… pero la inversión productiva nacional no dio un salto proporcional.
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Gran distribución: Inditex bate récord tras récord y Mercadona consolida márgenes históricos; la lluvia de dividendos fluye, pero los salarios y la inversión transformadora siguen contenidos.
Aun con esas cifras, la reinvención productiva brilla por su ausencia. La formación bruta de capital fijo privado apenas ronda el 11 % del PIB —tres puntos menos que Alemania o Países Bajos—. En I+D empresarial nos quedamos en torno al 0,7 % del PIB, la mitad que la media europea y muy lejos de economías que compiten por valor y no por costes. El Banco de España lleva años alertando del déficit de capital intangible (tecnología, patentes, organización avanzada, marca, formación), y la Comisión Europea repite el diagnóstico: invertimos poco para mejorar la productividad.
El patrón es cristalino:
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Márgenes altos o bajos, pero siempre a costa de salarios contenidos y subcontratación.
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Apuestas mínimas por innovación: se moderniza lo justo para salir en el folleto anual y tranquilizar a los accionistas.
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Corto plazo sobre largo plazo: el dividendo manda; el riesgo de transformar procesos o sectores se evita.
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Pequeñez estructural: un tejido de microempresas (95 % con menos de 10 empleados) que compite como puede recortando costes y no invirtiendo.
Mientras tanto, parte del empresariado cultiva una épica de esfuerzo personal digna de LinkedIn motivacional: se presenta como el visionario que “arriesga su patrimonio” frente a unos trabajadores “poco productivos”. Pero los datos son tercos: los márgenes crecen, la inversión real no. El trabajador es el chivo expiatorio ideal; el empresario aparece como héroe cuando en realidad buena parte de la élite empresarial prefiere el palco del Bernabéu y el dividendo inmediato a la innovación que exige riesgo y visión.
El Banco de España y Bruselas lo llevan advirtiendo: sin un salto serio en inversión productiva e intangible, España seguirá atrapada en el bajo valor añadido. No es la pereza del trabajador; es el conformismo de un modelo empresarial cómodo con ganar mucho sin cambiar nada.
Lo que hacen bien los demás... empresarios
El espejo está ahí y resulta incómodo mirarlo. Alemania, Dinamarca o los Países Bajos no son más productivos porque sus trabajadores “quieran trabajar” más —de hecho, trabajan menos horas al año que nosotros—. Su ventaja no está en la “disciplina nórdica” ni en el “carácter alemán”, sino en algo mucho más tangible: las empresas reinvierten beneficios en innovación, digitalización, formación y procesos eficientes.
En Alemania, la industria manufacturera destina a I+D un volumen que triplica el español (I+D empresarial ≈ 2,1 % del PIB frente al 0,7 % en España); la formación profesional dual asegura un flujo constante de talento cualificado. Dinamarca invierte cerca del 3 % del PIB en I+D y ha digitalizado servicios y pymes para competir por calidad y no por salarios bajos. Países Bajos combina infraestructura logística avanzada con una inversión privada en innovación casi el doble que la española.
Pero no hace falta mirar tan al norte para incomodarnos:
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Italia (país mediterráneo con burocracia crónica, envejecimiento y dualidad laboral) dedica a I+D empresarial 1,0 % del PIB, un 40 % más que España. Además, su formación bruta de capital fijo privado ronda el 12,8 % del PIB, frente al 11,1 % español (Eurostat 2023).
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Portugal, partiendo de un nivel de renta menor, ha superado ya a España en inversión en capital intangible y en crecimiento de productividad: entre 2015 y 2023 su productividad laboral creció +6,3 %, frente al +2,1 % español. También ha elevado el gasto privado en I+D hasta el 0,9 % del PIB, cuando España sigue estancada en el 0,7 %.
Es decir, no basta con escudarse en el tópico de “somos del sur”. Otros países mediterráneos, con economías complejas y problemas similares, están apostando más fuerte por modernizar su tejido productivo que nosotros.
España, en cambio, ha consolidado un modelo cómodo pero miope: beneficios rápidos, costes laborales bajos, externalización y escasa apuesta por transformar procesos o sectores. La épica empresarial se cuenta en clave de riesgo y sacrificio, pero los datos son tozudos: no se asume el riesgo que de verdad cambia el rumbo de una economía.
Si queremos una productividad comparable a la de los países líderes —del norte y también del sur—, no basta con pedir a los trabajadores que se esfuercen más. Hay que invertir, innovar y organizar mejor. Sin eso, seguiremos atrapados en un círculo de salarios bajos, beneficios fáciles y modernización de escaparate
Cambiar el relato para cambiar el modelo
Culpar al trabajador puede ser políticamente cómodo, pero es económicamente falso y bloquea el verdadero debate: cómo incentivar la inversión empresarial, el crecimiento del tamaño de las compañías y la innovación.
En España llevamos décadas abrazando un enfoque sistémico y tecnocrático que diagnostica todos los males productivos como un problema de “actitud laboral”, mientras se reduce la participación de los salarios en la renta nacional y se elude cuestionar el modelo empresarial. Es un relato funcional para justificar bajos sueldos y subcontratación, pero es también un monumental autoengaño: hacerse trampas al solitario cuando lo que se quiere —al menos en teoría— es verdadero crecimiento y riqueza sostenible.
Si de verdad queremos una economía competitiva y próspera, necesitamos políticas y una cultura empresarial que favorezcan:
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Reinvención de procesos productivos y digitales.
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Apuesta por capital humano cualificado y bien pagado.
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Financiación e incentivos para crecer y competir en sectores de mayor valor añadido.
Mientras el discurso dominante siga siendo que el problema es la “falta de ganas de trabajar”, seguiremos atrapados en un círculo de salarios bajos, empresas pequeñas, productividad estancada y beneficios fáciles, sin dar el salto que otros países —del norte y también del sur— ya están afrontando.
Porque no hay país rico con trabajadores pobres.
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