La polarización: del conflicto real al espectáculo



Durante gran parte del siglo XX, la polarización política remitía a un antagonismo estructural: capitalismo frente a socialismo. La Guerra Fría organizaba el mundo en dos bloques enfrentados, y ese conflicto atravesaba partidos, sindicatos y políticas públicas. No era un recurso retórico: constituía la estructura misma de la política.

Con la caída del Telón de Acero, este antagonismo desapareció. Francis Fukuyama proclamó el fin de la historia (1992): el liberalismo político y el capitalismo de mercado se presentaban como horizonte único. Peter Mair lo describió más tarde como un vaciamiento de la política (Ruling the Void, 2013): partidos convergentes en torno al mismo marco neoliberal, convertidos en gestores técnicos de un capitalismo sin alternativa. Colin Crouch, en Post-Democracy (2004), insistía en esta idea: las instituciones democráticas permanecen, pero su contenido se reduce a procedimientos y marketing.

De la política de clase a la política del espectáculo

El derrumbe del antagonismo de clase como eje central de la política en las sociedades capitalistas opulentas abrió un vacío de sentido. Cuando las diferencias programáticas entre partidos se reducen a la gestión técnica de un mismo marco económico, lo que desaparece no es solo la alternativa ideológica, sino también la capacidad de movilizar emocionalmente a la ciudadanía.

Bernard Manin lo captó con claridad en Principios del gobierno representativo (1997): las democracias contemporáneas han mutado hacia lo que él llama “democracias de audiencia”. Ya no se articulan en torno a partidos de masas, militancia activa o identidades colectivas fuertes, sino en torno a una relación vertical entre líderes que comunican a través de medios masivos y ciudadanos convertidos en espectadores. El acto político deja de ser participación y pasa a ser consumo: se mira, se evalúa, se aplaude o se abuchea.

Este pasaje tiene consecuencias cruciales. Un ciudadano pasivo es un ciudadano que termina por no votar; y en sistemas donde la participación electoral legitima al régimen, la apatía se convierte en amenaza. Por eso, la política desideologizada necesita nuevas formas de dramatización.

Aquí encaja la intuición de Guy Debord en La sociedad del espectáculo (1967): en la modernidad avanzada, la política se convierte en representación escénica. Lo que importa no es la sustancia de las propuestas, sino su capacidad de aparecer, circular, provocar impacto. Lo político se reduce a imagen, escenificación y performance.

Pierre Bourdieu, en Sobre la televisión (1996), mostró con precisión cómo los medios de comunicación fuerzan este proceso. Su lógica de inmediatez y brevedad obliga a simplificar, dramatizar y polarizar el discurso político. Los tiempos largos del debate parlamentario o del trabajo programático quedan subordinados a la necesidad de un “golpe de efecto” mediático. La política se adapta así al ritmo del espectáculo televisivo primero, y de las redes sociales después: frases cortas, antagonismo claro, héroes y villanos.

En este marco, la polarización deja de ser expresión de un antagonismo material (clase contra capital) y pasa a ser recurso escenográfico: el elemento que da tensión narrativa a un guion en el que los contendientes deben aparecer irreconciliables para captar atención y movilizar a la audiencia..

La polarización como recurso narrativo

En las sociedades capitalistas opulentas, la polarización ha mutado. Ya no designa un antagonismo material entre sistemas, como ocurría durante la Guerra Fría, sino que se ha convertido en un dispositivo narrativo indispensable para sostener la política en un escenario sin alternativas. Como recuerda Chantal Mouffe en La paradoja democrática (2000), toda democracia necesita de un antagonismo para existir: cuando se elimina el conflicto de clase bajo el consenso neoliberal, este regresa deformado en forma de guerras culturales y de polarización afectiva. No se trata ya de proyectos históricos en pugna, sino de narrativas que dividen la sociedad en bandos irreconciliables y mantienen en tensión dramática a una ciudadanía que, de otro modo, caería en la apatía.

De ahí que la polarización opere hoy menos como reflejo de fracturas sociales profundas y más como un mecanismo de escenificación. Slavoj Žižek lo formuló con crudeza tras el 11-S: sin un enemigo sistémico externo, el capitalismo global necesita inventar enemigos internos o simbólicos para sostener su hegemonía (Bienvenidos al desierto de lo real, 2002). Inmigrantes, feministas, musulmanes o “globalistas” se convierten en figuras dramáticas que alimentan la ficción de un antagonismo vital. La política se teatraliza: hay héroes y villanos, pueblo y élites, patriotas y traidores.

Este desplazamiento encuentra su complemento en lo que Nancy Fraser ha denominado “neoliberalismo progresista” (The Old is Dying and the New Cannot be Born, 2019): un modelo que incorporó demandas culturales de reconocimiento (diversidad, derechos civiles) pero dejó intacta la arquitectura material de la desigualdad. El efecto fue doble. Por un lado, un progresismo que centra su discurso en identidades y símbolos; por otro, una reacción conservadora que traduce el malestar económico en clave cultural y lo convierte en combustible para la polarización.

Así, la polarización contemporánea no es tanto la expresión de un conflicto real entre proyectos alternativos, sino la narrativa que mantiene viva a la política en un contexto donde las diferencias ideológicas son mínimas. Es el guion que asegura emoción, conflicto y movilización, aunque los problemas de fondo —desigualdad, poder corporativo, crisis ecológica— permanezcan intocados..

Función política de la polarización-espectáculo

La espectacularización de la política no es un accidente, sino una estrategia funcional a las democracias capitalistas opulentas. La polarización, lejos de ser simple síntoma de división social, cumple un papel preciso en la maquinaria del sistema.

En primer lugar, sirve para movilizar. Cuando las diferencias programáticas entre partidos se reducen a la gestión técnica de un mismo marco económico, el riesgo es la apatía: ciudadanos que dejan de ver sentido en votar porque “todos son iguales”. Colin Hay lo expresó con claridad en Why We Hate Politics (2007): la desafección contemporánea no se debe a un exceso de conflicto, sino a su ausencia sustantiva. De ahí que la política necesite generar antagonismos que devuelvan emoción al juego democrático. La polarización convierte las elecciones en un drama: hay bandos, enemigos, gestos de confrontación que transforman la decisión de votar en un acto identitario. Lo que está en juego ya no es solo una política fiscal, sino “quiénes somos” frente a “ellos”. Así, la polarización mantiene la participación viva en sistemas donde, sin dramatización, la abstención podría convertirse en norma.

En segundo lugar, la polarización opera como mecanismo de ocultamiento. En lugar de discutir las grandes cuestiones estructurales —la concentración de poder corporativo, el aumento de la desigualdad o la crisis ecológica—, desplaza el foco hacia batallas culturales de alta rentabilidad mediática. Los debates sobre inmigración, símbolos nacionales o controversias morales funcionan como cortinas de humo: generan titulares, indignación y enfrentamiento, pero dejan intactos los consensos de fondo. Aquí se cumple lo que Nancy Fraser denuncia como “neoliberalismo progresista”: un modelo que tolera enfrentamientos culturales siempre que no cuestionen la arquitectura material de la acumulación. La polarización, en este sentido, actúa como válvula de escape: canaliza energías políticas hacia conflictos simbólicos mientras preserva los intereses estructurales intocables.

De este modo, la polarización-espectáculo cumple una doble función complementaria: mantiene a los ciudadanos movilizados para legitimar el sistema y, al mismo tiempo, evita que esa movilización se convierta en amenaza al consenso económico que lo sostiene. El resultado es una política intensamente ruidosa en la superficie, pero sorprendentemente inmóvil en su base material.

Lo que se oculta: la política que no desapareció

El mecanismo de la polarización-espectáculo cumple su función porque desplaza la atención hacia conflictos simbólicos y culturales, ocultando así el terreno donde los antagonismos reales siguen actuando. Tras la caída del Telón de Acero, se instaló la idea de que la política de clase había muerto, de que ya no existían explotadores y explotados, sino ciudadanos libres en sociedades de consumo opulentas. Sin embargo, esa narrativa fue un espejismo.

Las clases sociales no desaparecieron: se transformaron. La financiarización de la economía, la precarización laboral y la concentración del capital han agudizado la distancia entre quienes controlan los recursos y quienes venden su fuerza de trabajo. Thomas Piketty lo ha documentado con claridad (Capital in the Twenty-First Century, 2014): las desigualdades de renta y patrimonio en las democracias occidentales no solo persisten, sino que han crecido hasta niveles comparables a los del siglo XIX. La supuesta “sociedad sin clases” era, en realidad, una sociedad donde las clases se hacían invisibles en el discurso político.

Lo mismo ocurre con la explotación. Aunque ya no se presente en la retórica política de forma abierta, sigue siendo el motor de la acumulación. El neoliberalismo no abolió el conflicto de clase: lo externalizó, desplazando cadenas de producción a países con mano de obra barata, fragmentando sindicatos y desmantelando derechos laborales en nombre de la competitividad. Como señala David Harvey (A Brief History of Neoliberalism, 2005), el proyecto neoliberal consistió precisamente en restaurar el poder de las élites económicas bajo una retórica de libertad y eficiencia.

Lo que se mata tras la caída del Telón de Acero no es, por tanto, la política de clase en sí, sino su visibilidad pública como antagonismo legítimo. El consenso neoliberal logró borrar del imaginario colectivo la idea de que la sociedad está atravesada por conflictos estructurales. A cambio, ofreció la ilusión de un mundo reconciliado, donde la política ya no trataba de explotación o redistribución, sino de gestión técnica y reconocimiento cultural.

Detrás de la pantalla del espectáculo, sin embargo, esa política de clase sigue existiendo. El antagonismo entre capital y trabajo persiste bajo formas nuevas: precarización frente a acumulación, periferias frente a centros financieros, trabajadores invisibles frente a consumidores hiperconectados. Lo que la polarización-espectáculo oculta no es una realidad muerta, sino un conflicto vivo que late bajo el espejismo de las sociedades capitalistas opulentas.

Conclusión: la paradoja contemporánea

El resultado es una paradoja estructural de nuestras democracias capitalistas opulentas: cuanto mayor es el consenso real en torno al modelo económico, más intensa se vuelve la polarización simbólica. La política se presenta como un espectáculo de confrontación permanente que dramatiza antagonismos culturales mientras silencia los conflictos materiales.

La polarización actual no expresa ya el choque de proyectos históricos, sino que funciona como dramaturgia necesaria para sostener la política como experiencia pública. Es el recurso que permite movilizar votantes, generar emoción y mantener la ilusión de alternativa allí donde las diferencias ideológicas son mínimas. Pero esa ilusión tiene un costo: oculta lo que persiste bajo el decorado —la desigualdad creciente, la concentración del poder corporativo, la explotación laboral globalizada—, es decir, la política de clase que nunca desapareció, pero que fue expulsada del centro del escenario tras la caída del Telón de Acero.

De este modo, la paradoja contemporánea no es solo que se dramatice más cuanto más consenso hay, sino que cuanto más intensamente se despliega la polarización-espectáculo, más invisibles se vuelven los antagonismos reales. La política sobrevive como teatro, pero al precio de volverse incapaz de imaginar —y disputar— alternativas al orden establecido.

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