Israel como reliquia colonial: del sueño sionista ashkenazí a la democracia estratificada
Israel sigue presentándose —y siendo presentado en muchos foros internacionales— como “la única democracia de Oriente Medio”. El eslogan funciona porque evoca un contraste cómodo: un oasis de pluralismo rodeado de autoritarismos. Pero cuando rascamos un poco, la imagen se resquebraja.
En una entrada anterior vimos que esa democracia es con apellidos: plena para los judíos, condicionada para los árabes. En esta nueva entrega damos un paso más: incluso dentro del propio mundo judío, esa democracia se fractura en categorías. No todos los judíos han gozado de la misma inclusión ni de los mismos derechos. El sionismo que dio forma al Estado de Israel nació con una impronta ashkenazí que definió quién representaba al “pueblo judío” y quién quedaba en los márgenes. Y esa huella sigue presente hoy..
Desde sus orígenes, el sionismo político no fue un proyecto que incluyera a todas las comunidades judías por igual. Al contrario, fue concebido y dirigido por una élite ashkenazí centroeuropea que se consideraba portadora de modernidad y civilización. El “pueblo judío” que Herzl imaginaba no era un mosaico plural de comunidades dispersas por el mundo, sino un modelo muy concreto: el judío europeo, secular, burgués y occidentalizado.
El sionismo que dio forma al Estado de Israel nació con una impronta ashkenazí que definió quién representaba al ‘pueblo judío’ y quién quedaba en los márgenes. Y esa huella sigue presente hoy, convirtiendo la supuesta democracia plena en un sistema atravesado por jerarquías internas.”
1. El sionismo como nacionalismo europeo
El sionismo político de Theodor Herzl no surgió en el vacío. Su arquitectura intelectual bebe de las mismas corrientes que inspiraron a los nacionalismos europeos del siglo XIX. El romanticismo völkisch alemán, con su idea de un pueblo (Volk) unido por sangre, lengua y destino, sirvió como modelo para pensar a los judíos como nación. Si los alemanes o italianos eran naciones con derecho a Estado, los judíos también debían serlo.
Herzl lo formula con claridad en Der Judenstaat (1896):
“Somos un pueblo, un solo pueblo. La enemistad de los pueblos entre los que vivimos nos mantiene unidos, y esa enemistad no cesará mientras no tengamos patria propia.”
La definición no se basa en la religión, sino en el esquema nacionalista europeo: un pueblo, un Estado. Sin embargo, al imaginar ese pueblo, Herzl no estaba pensando en la pluralidad de comunidades judías del mundo, sino en un modelo muy concreto: el judío ashkenazí occidental, secular, burgués y moderno.
Su desprecio hacia los judíos orientales o tradicionalistas queda patente en sus diarios. En una anotación de 1895 describe así a los judíos pobres de Viena:
“Cuando me vi entre ellos, me avergoncé de ser judío. […] Solo cuando los miraba desde la distancia me sentía orgulloso de pertenecer a un pueblo tan extraordinario. Pero vistos de cerca, estos miserables, sucios, andrajosos, me producían horror.” (Diarios, 1895).
En otro pasaje, incluso imagina la necesidad de una transformación forzada:
“Habrá que llevarlos a todos, pobres, sucios y miserables como están, y transformarlos en hombres nuevos.” (Diarios).
En este marco, los judíos del shtetl del Este europeo eran considerados atrasados, los mizrajíes y sefardíes “orientales” a los que había que civilizar, y comunidades como los judíos etíopes eran directamente invisibles en el horizonte de Herzl.
No era, en el fondo, una novedad. Se trataba de la misma visión paternalista y superior que los europeos proyectaban sobre los pueblos colonizados en África y Asia. La Francia republicana hablaba de su mission civilisatrice: la supuesta misión histórica de llevar cultura y progreso a quienes eran vistos como “primitivos”. En Inglaterra, el discurso del white man’s burden justificaba la expansión imperial como un deber moral de los europeos hacia los pueblos “atrasados”.
El sionismo de Herzl y de las élites ashkenazíes centroeuropeas adoptó ese mismo esquema, pero aplicado hacia dentro del propio judaísmo: ellos serían los portadores de modernidad, encargados de “civilizar” a los judíos orientales, religiosos o pobres. Así, lo que en el plano internacional era colonialismo, en el plano interno se transformaba en un colonialismo intra-judío.
En definitiva, el “pueblo judío” que Herzl eleva a categoría de nación política no era un mosaico plural, sino la proyección de un modelo europeo sobre el conjunto. El sionismo se apropió de las formas del nacionalismo europeo y las aplicó al judaísmo, pero bajo el prisma de una élite ashkenazí occidentalizada que se consideraba portadora de civilización para los demás.
2. De la visión a la estructura social
La desigualdad no se quedó en el plano de las ideas. Con la creación del Estado en 1948, la jerarquía cultural heredada del sionismo ashkenazí se tradujo en políticas concretas que configuraron la sociedad israelí sobre bases desiguales. Lo que había comenzado como un imaginario paternalista se institucionalizó en un sistema donde unos judíos ocuparon la cúspide del poder y otros fueron empujados a la periferia.
Lengua: el hebreo como arma de homogeneización
La revitalización del hebreo, impulsada desde finales del XIX por Eliezer Ben Yehuda y consolidada por el Estado, se convirtió en un proyecto de ingeniería cultural. No solo fue el idioma oficial, sino también un mecanismo de exclusión:
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El yiddish, lengua materna de millones de judíos del Este europeo, fue estigmatizado como el idioma de un pasado vergonzante y de un pueblo “débil”. En los años 50 incluso hubo campañas oficiales contra su uso en espacios públicos.
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El ladino de los sefardíes y el árabe judeo-sefardí de las comunidades orientales fueron relegados a la intimidad familiar, sin reconocimiento en la educación ni en la administración.
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La política lingüística israelí reprodujo el patrón colonial: imponer una lengua de élite como signo de modernidad y relegar las demás al estatus de dialectos “impuros”.
Vivienda: colonización interior
Tras la llegada masiva de judíos mizrajíes y sefardíes en los años 50 y 60, el Estado aplicó una política de asentamiento desigual:
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Muchos fueron enviados a las llamadas “ciudades de desarrollo”, en periferias áridas del Néguev o la Galilea. Estas localidades tenían pocos servicios, escasas oportunidades de empleo y un rol explícito: poblar las “fronteras” y actuar como barrera demográfica frente a los árabes.
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Mientras tanto, los ashkenazíes ocuparon las principales ciudades (Tel Aviv, Jerusalén, Haifa), con mejor infraestructura y capital cultural.
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El mismo patrón que se observa en la colonización hacia los palestinos (expansión de asentamientos judíos y marginación árabe) se reproduce, en versión suavizada, hacia los judíos orientales: colonialismo externo y colonialismo interno se refuerzan mutuamente.
Educación: reproducción de las jerarquías
El sistema educativo israelí nació fragmentado, con itinerarios diferenciados:
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Escuelas “orientales” recibían menos financiación y currículos simplificados, orientados a oficios manuales o trabajos de baja cualificación.
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Universidades, institutos de élite, diplomacia y alta burocracia quedaron reservados en gran medida para la juventud ashkenazí.
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Este diseño no fue accidental: el Estado distribuyó capital cultural y social de manera desigual, asegurando que los orientales ocuparan las capas bajas de la pirámide social.
Cultura: la exclusión simbólica
Durante décadas, la música mizrají fue denigrada como “ruido árabe”, las literaturas sefardíes ignoradas en el canon nacional, y las prácticas religiosas tradicionales vistas como supersticiones. Solo a partir de los años 70–80, gracias a la presión social (y al mercado discográfico), la cultura mizrají empezó a ganar visibilidad.
La estructura es la misma que en cualquier colonia: una cultura hegemónica define qué tradiciones merecen ser “nacionales” y cuáles se quedan como “folklore”.
Élites políticas ashkenazíes: del cambio de nombre a la persistencia del poder
La hegemonía ashkenazí en Israel no fue solo cultural y social: también se plasmó en la cúspide del poder político. Desde 1948, los principales líderes del país han pertenecido en su gran mayoría a familias ashkenazíes de Europa central o del Este. Para reforzar la identidad nacional y cortar con el pasado diaspórico, muchos de ellos hebraizaron sus apellidos, en un gesto que era al mismo tiempo símbolo de ruptura y de supremacía cultural.
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David Ben Gurión, nacido como David Grün en Polonia, se convirtió en el primer ministro fundador y arquitecto del Estado.
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Golda Meir, nacida como Golda Mabovitch en Kiev y emigrada a Estados Unidos, hebraizó su apellido al instalarse en Palestina, convirtiéndose en primera ministra en 1969.
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Moshe Sharett, segundo primer ministro, nació como Moshe Shertok en Jersón (Imperio ruso), y adaptó su nombre al hebreo.
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Shimon Peres, nacido como Szymon Perski en Bielorrusia, se transformó en uno de los grandes símbolos del laborismo israelí.
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Benjamín Netanyahu, cuyo apellido original familiar era Mileikowsky (de Lituania), lo cambió su padre, Benzion, por “Netanyahu”, hebraizando así la identidad familiar.
Este proceso de hebraización no era meramente estético. Representaba la imposición de un canon cultural: los nombres europeos eran vistos como impropios, débiles, marcados por la diáspora; los nombres hebreos proyectaban la imagen del “nuevo judío”, fuerte y enraizado en la tierra.
Más allá de los símbolos, la persistencia de las élites ashkenazíes es evidente: durante décadas dominaron los grandes partidos (Mapai, luego el laborismo y más tarde el Likud), las universidades, los medios y el Tribunal Supremo. Incluso cuando los mizrajíes se convirtieron en mayoría demográfica y lograron mayor representación electoral, la cúspide del poder siguió siendo —y sigue siendo en gran medida— ashkenazí.
La historia de Israel no se entiende sin este dato: la democracia israelí fue diseñada y gobernada desde su origen por una élite ashkenazí, que supo consolidar su supremacía cultural bajo la apariencia de una nación unificada.
3. Supremacismo intra-judío
No se trata de racismo biológico, como el antisemitismo europeo, sino de un supremacismo cultural y clasista: una élite ashkenazí que se atribuía la misión paternalista y colonial de modernizar y tutelar al resto. El resultado fue una sociedad profundamente desigual incluso dentro de la categoría “judío”. Esa desigualdad no se limitó a prejuicios sociales; en muchos casos se tradujo en prácticas estatales, políticas oficiales e incluso normas jurídicas que, de hecho, generaron judíos de primera y judíos de segunda.
Judíos etíopes: discriminación racial abierta
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En los años 80 y 90, con las operaciones Moisés y Salomón, decenas de miles de judíos etíopes fueron trasladados a Israel. Allí sufrieron un trato que rozaba el racismo institucional:
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Sangre destruida: en 1996 se descubrió que el Ministerio de Sanidad había ordenado destruir sistemáticamente todas las donaciones de sangre de etíopes por “temor al sida”, pese a no existir justificación médica.
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Esterilizaciones encubiertas: en 2013 salió a la luz que a mujeres etíopes se les administraba inyecciones de Depo-Provera sin pleno consentimiento, lo que redujo drásticamente la natalidad de esta comunidad.
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Escolarización segregada: durante años, niños etíopes fueron colocados en escuelas separadas o en aulas especiales, con currículos reducidos.
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Estos episodios no son meros excesos aislados: revelan que, en la práctica, el Estado trató a los etíopes como una población “sospechosa”, casi extranjerizada, pese a haber llegado en virtud de la Ley del Retorno.
Judíos rusos: identidad cuestionada
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Tras la caída de la URSS, más de un millón de inmigrantes llegaron desde Rusia y Ucrania. Aunque fueron admitidos por la Ley del Retorno, muchos no eran reconocidos como judíos “plenos” según la halajá (ley religiosa), lo que tuvo consecuencias legales:
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Matrimonios: Israel no reconoce matrimonios civiles; dependen de la autoridad rabínica. Miles de rusos no pueden casarse en Israel porque no son considerados judíos por los rabinos ortodoxos.
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Entierros: lo mismo ocurre en cementerios judíos, donde hay secciones separadas o exclusiones directas.
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En la práctica, esto creó una ciudadanía parcial: admitidos como judíos para inmigrar, pero no plenamente reconocidos para ejercer derechos básicos como formar familia o ser enterrados en igualdad.
Judíos mizrajíes: protesta y exclusión estructural
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En los años 50–60, relegados a ciudades de desarrollo periféricas y a empleos de baja cualificación, los mizrajíes vivieron lo que se ha descrito como un “colonialismo interno”.
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La respuesta llegó en los años 70 con el movimiento de las Panteras Negras israelíes, fundado en Jerusalén por jóvenes marroquíes. Inspirados por los movimientos afroamericanos, denunciaban la discriminación estructural: peores viviendas, educación deficiente, estigmatización cultural.
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Aunque no lograron transformar el sistema, sí pusieron en evidencia que Israel reproducía una jerarquía interna en la que los mizrajíes eran ciudadanos de segunda.
Legislación y marcos institucionales
A diferencia de la discriminación hacia los árabes, que está codificada en leyes como la Ley del Estado-nación (2018), la desigualdad intra-judía no suele estar enunciada en normas explícitas. Sin embargo, se consolida por tres vías:
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Aplicación diferenciada de leyes generales: la Ley del Retorno abre las puertas a todos, pero la halajá rabínica limita en la práctica el matrimonio y otros derechos a muchos rusos y etíopes.
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Políticas de asentamiento: los planes urbanísticos estatales destinaron sistemáticamente a los mizrajíes a periferias empobrecidas, sin alternativas reales.
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Prácticas administrativas y educativas: asignación desigual de recursos, segregación escolar encubierta y menor acceso a becas y universidades.
4. Persistencia de las jerarquías hoy
Podría pensarse que estas desigualdades quedaron atrás, como un fenómeno propio de los años fundacionales del Estado. Sin embargo, los datos y los hechos muestran lo contrario: la huella de la misión civilizadora ashkenazí sigue presente en la sociedad israelí contemporánea.
Mizrajíes y sefardíes: integración incompleta
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Constituyen hoy alrededor de la mitad de la población judía de Israel. Han ganado visibilidad política —el Likud de Netanyahu ha sabido apoyarse en su voto—, pero las brechas persisten:
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Menor acceso a educación superior y empleos de alta cualificación.
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Mayores tasas de pobreza y paro en comparación con los ashkenazíes.
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Estigmatización cultural todavía activa: la música y literatura mizrají, aunque hoy son parte del mainstream, tardaron décadas en ser reconocidas como parte de la “nación”.
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Judíos etíopes: racismo estructural
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Siguen siendo el grupo más discriminado dentro del judaísmo israelí.
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Protestas masivas en 2015 y 2019 contra la brutalidad policial tras el asesinato de jóvenes etíopes.
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Altos niveles de desempleo y pobreza.
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Persisten rumores y prejuicios sobre su “autenticidad judía”, pese a haber sido reconocidos por la halajá.
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Judíos rusos: ciudadanía incompleta
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Aunque numéricamente son un bloque muy importante (más de un millón), muchos todavía viven con la contradicción legal:
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Admitidos como judíos por la Ley del Retorno, pero no reconocidos como tales por los rabinos ortodoxos.
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Miles de parejas se ven obligadas a casarse en el extranjero porque en Israel no pueden hacerlo.
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Se han formado partidos propios (Israel Beitenu) que expresan esa incomodidad con el sistema.
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Brechas socioeconómicas visibles
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Informes recientes del Equality Index (ONG Sikkuy) muestran que los mizrajíes y etíopes siguen recibiendo menos inversión en educación y servicios públicos.
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Las universidades, el Tribunal Supremo y los grandes medios siguen dominados por élites ashkenazíes.
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La pirámide social no ha desaparecido: se ha naturalizado.
Colonialismo hacia fuera y hacia dentro
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El paralelismo es evidente: mientras Israel mantiene una política colonial frente a los palestinos (ocupación, asentamientos, dobles sistemas legales), reproduce internamente un modelo jerárquico entre judíos.
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En ambos casos, la lógica es la misma: una élite que se arroga el derecho de definir quién encarna la nación y quién ocupa un lugar subordinado.
5. Superioridad cultural frente a los árabes
La misma misión civilizadora paternalista y colonial que las élites ashkenazíes aplicaron hacia otros judíos se proyectó, con más fuerza aún, sobre la población árabe palestina. Desde los orígenes del sionismo, el árabe fue descrito como atrasado, improductivo e incapaz de desarrollar la tierra, en contraste con el “judío nuevo”, moderno y occidental.
El árabe como improductivo
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En los primeros textos sionistas se repite la idea de que Palestina era una tierra “vacía” o “mal cultivada” que solo florecería con la llegada de los judíos europeos.
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Menachem Ussishkin, uno de los líderes del Fondo Nacional Judío, escribió:
“Los árabes no saben trabajar la tierra, no saben aprovecharla; nosotros, con nuestro conocimiento, la convertiremos en un jardín.” (Citado en Gershon Shafir, Land, Labor and the Origins of the Israeli-Palestinian Conflict, 1989).
El árabe como inexistente
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Golda Meir, primera ministra (1969–1974), afirmó en una célebre entrevista:
“No existe el pueblo palestino. No es que nosotros hayamos venido y los hayamos echado y tomado su país. Ellos no existían.” (Sunday Times, 1969).
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Esta frase condensa la lógica colonial: negar la identidad del otro para justificar su exclusión.
El árabe como prescindible
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Moshe Dayan, general y ministro de Defensa, reconocía el carácter de despojo de la colonización, pero lo justificaba con crudeza:
“Debemos decir a los árabes: no tenemos solución. Seguiremos viviendo como un pueblo armado, viendo a los árabes como ladrones nocturnos. Debemos expulsarlos y tomar su lugar.” (Discurso en la Technion, Haifa, 1956).
El árabe como amenaza demográfica
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Ben Gurión, arquitecto del Estado, veía a los palestinos que permanecieron en 1948 como un “problema” dentro de las fronteras:
“Si fuéramos una minoría aquí, los árabes no nos habrían dado la mitad que nosotros les damos a ellos. No debemos engañarnos: nunca nos aceptarán como iguales.” (Citado en Shabtai Teveth, Ben Gurion and the Palestinian Arabs, 1985).
La lógica del desierto florecido
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El eslogan “hacer florecer el desierto” fue una de las narrativas centrales: Palestina era descrita como estéril hasta la llegada de los colonos judíos.
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En realidad, se trataba de un recurso retórico para invisibilizar a los campesinos árabes y justificar la apropiación de sus tierras. Como ha señalado Edward Said, esta es una variante del orientalismo: la tierra y sus habitantes descritos como atrasados, esperando a ser transformados por el colonizador.
De las palabras a las leyes
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Esta visión cultural se institucionalizó en el marco legal:
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Ley del Retorno (1950): ciudadanía automática para cualquier judío del mundo.
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Ley de Ciudadanía (1952): negó el derecho de regreso a los palestinos expulsados en 1948, incluso a quienes tenían propiedades documentadas.
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Así, el imaginario de superioridad cultural se tradujo en un sistema jurídico que consagra el privilegio de unos y la exclusión de otros.
5. Conclusión: pluralidad negada
Hablar de Israel como “la única democracia de Oriente Medio” no solo ignora la desigualdad estructural entre judíos y árabes. También invisibiliza las jerarquías internas dentro del propio judaísmo israelí. La democracia israelí se ha construido sobre una base desigual: una élite ashkenazí que se situó como vanguardia y relegó a otros judíos a posiciones subordinadas.
Así, el relato democrático proyecta una imagen de unidad que nunca existió. Ni todos los ciudadanos disfrutan de los mismos derechos, ni siquiera todos los judíos son tratados como iguales. Israel no es un bloque democrático frente a un entorno autoritario, sino un Estado donde la democracia funciona en capas: plena para unos, parcial para otros, frágil o condicional para muchos más.
Por eso, insistir en la fórmula de “la única democracia de Oriente Medio” es, en el mejor de los casos, un espejismo. En el peor, es un discurso legitimador que encubre las fracturas de un sistema desigual y jerárquico. El sionismo no fue un proyecto para todos los judíos, sino para un modelo particular de judío: el ashkenazí occidentalizado. Ese sesgo originario dejó una huella que aún hoy se refleja en desigualdades estructurales.
En definitiva, Israel no solo distingue entre ciudadanos judíos y árabes. También jerarquiza dentro de los judíos mismos, creando categorías internas de ciudadanía. Lo que se proyecta como una democracia para todo un pueblo es, en realidad, un sistema estratificado que reproduce privilegios y exclusiones.
Y en esta lógica se revela su carácter histórico: Israel no es una anomalía, sino una reliquia de la época colonial. Como en los imperios europeos, se construyó sobre una misión civilizadora que establecía quién merecía derechos plenos y quién debía ser tutelado, marginado o directamente excluido. En un mundo que dejó atrás el colonialismo formal, Israel conserva esa impronta en su propia estructura política y social. La “única democracia de Oriente Medio” es, en realidad, el último Estado colonial en funcionamiento.
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