El capitalismo necesita desposeer: Marx, Polanyi y la miseria que regresa en cada crisis
Cuando pensamos en el capitalismo solemos imaginar un sistema basado en la innovación, el intercambio y la competencia. Sin embargo, tanto Karl Marx como Karl Polanyi nos recuerdan algo menos cómodo: el capitalismo no nace de la libertad de los mercados, sino de la desposesión.
¿Desde dónde piensan Marx y Polanyi?
La crítica que hacen Marx y Polanyi no surge del aire: ambos pensadores escriben desde la experiencia concreta de un mundo en transformación y desde una posición incómoda frente a las ortodoxias de su tiempo.
Karl Marx (1818–1883) pensó desde la Europa industrial del siglo XIX. Testigo de la miseria obrera en Manchester y Londres, comprendió que la riqueza capitalista no era producto de la libertad, sino del despojo y la explotación sistemática. Su análisis de la acumulación originaria se basa en mostrar lo que la economía política clásica —Smith, Ricardo— ocultaba: que el capitalismo se fundó en violencia, expropiación y esclavitud. Marx escribe desde el exilio, perseguido políticamente, y su pensamiento se convierte en arma de la clase obrera para comprender y transformar su situación.
Karl Polanyi (1886–1964), en cambio, escribe un siglo después, en plena crisis del liberalismo económico. Vivió las guerras mundiales, el fascismo y el colapso de la sociedad de mercado que había definido el siglo XIX. Su libro La gran transformación (1944) es una respuesta directa al mito del mercado autorregulado: muestra que la mercantilización de tierra, trabajo y dinero no trae libertad, sino destrucción social.
Polanyi piensa desde el destierro (húngaro de origen judío, refugiado en Viena, después exiliado en Inglaterra y en EE.UU.), siempre en los márgenes de la academia. Y es considerado un “maldito” del pensamiento económico por una razón de fondo: negó la autonomía de lo económico. Para él, la economía es siempre una variable dependiente de lo social, incrustada en instituciones, culturas y relaciones humanas. Que el mercado se presente como algo “natural” y superior a lo social no es un hecho, sino una construcción violenta. Con esta tesis, Polanyi rompía con toda la tradición dominante de la economía clásica y neoclásica, que justamente se legitima al erigirse en ciencia separada de lo social.
En ambos casos, se trata de pensadores que escriben desde la intemperie —en lo político, en lo social y en lo académico— y que coinciden en algo esencial: mostrar que el capitalismo se funda en la desposesión y la miseria de las mayorías. Su valor radica precisamente en haber visto lo que los discursos dominantes ocultaban, y en haber dado palabras para nombrar la experiencia de quienes quedaron al margen de la historia oficial.
El arranque violento
Marx lo llamó acumulación originaria. El capitalismo necesitó expulsar a millones de campesinos europeos de sus tierras comunales, destruir sus formas de vida y forzarlos a vender su fuerza de trabajo como única manera de sobrevivir. Ese proceso estuvo acompañado del saqueo colonial, la esclavitud atlántica y la extracción masiva de recursos en Asia, África y América.
Pero ¿en qué consistió exactamente esa desposesión? En Europa se tradujo en leyes de cercamiento, que abolieron derechos consuetudinarios sobre bosques y pastos comunales; en la criminalización de la pobreza y el vagabundeo, que obligaba a trabajar bajo amenaza de cárcel o castigo; en la abolición de gremios y privilegios locales, que dejaba al trabajador sin protección corporativa; y en una política fiscal y militar que drenaba recursos campesinos para nutrir a la naciente burguesía comercial e industrial. Todo esto no fue espontáneo: fue un entramado deliberado de normas jurídicas, coerción estatal y violencia física.
Polanyi, en La gran transformación, explicó lo mismo con otro lenguaje: tierra, trabajo y dinero —que nunca habían sido mercancías— fueron convertidos en lo que llamó “mercancías ficticias”. No había nada natural en ello: fue el resultado de un conjunto sistemático de acciones estatales: legislación que permitía comprar y vender la tierra, leyes fabriles que moldeaban la jornada laboral, bancos centrales y sistemas monetarios que fijaban el valor del dinero. En cada caso, lo que se presentaba como un proceso “económico” era en realidad una decisión política de mercantilización.
El concepto de mercancías ficticias es central en Polanyi. Se trata de bienes que sustentan la vida social pero que no han sido producidos para la venta. La tierra es el medio natural de existencia, el trabajo es la actividad humana misma y el dinero es un instrumento de intercambio y confianza colectiva. Convertirlos en mercancías significa someterlos a la lógica del mercado, como si fueran objetos fabricados para comprarse y venderse libremente. Esta ficción es destructiva: tratar a la tierra como mercancía conduce a la degradación ambiental; tratar al trabajo como mercancía lleva a la explotación y precarización; tratar al dinero como mercancía genera inestabilidad financiera y crisis recurrentes.
Por eso Polanyi insiste en que estas mercantilizaciones son “ficticias”: porque encubren una violencia estructural que obliga a lo social a adaptarse a las exigencias del mercado.
Una lógica que no termina
La diferencia entre Marx y Polanyi es de énfasis. Para Marx, la acumulación originaria es un momento histórico fundacional. Para Polanyi, es un mecanismo que se repite cada vez que el mercado se expande. En otras palabras, el capitalismo no solo necesitó una desposesión inicial para nacer, sino que requiere nuevas rondas de desposesión para mantenerse vivo.
En la Europa del siglo XIX: la industrialización significó la mercantilización del trabajo. Los cuerpos y el tiempo de los trabajadores se sometieron a la disciplina fabril, con jornadas interminables, explotación infantil y una estricta vigilancia del reloj. No fue simplemente un cambio tecnológico, sino la transformación de la vida misma en fuerza de trabajo medible y vendible.
En las colonias: la expansión imperial destruyó economías locales e impuso monocultivos orientados al mercado mundial. Aldeas que antes producían para su subsistencia quedaron atrapadas en circuitos de exportación (algodón, azúcar, caucho), generando hambrunas recurrentes y dependencia crónica. La desposesión aquí fue simultáneamente económica y cultural.
En el neoliberalismo de los años 80 y 90: el mismo patrón se repitió bajo nuevas formas. La ola de privatizaciones convirtió bienes públicos —agua, electricidad, salud, educación— en mercancías. Lo que antes se concebía como derechos sociales pasó a depender de la capacidad de pago, empujando a millones a la marginalidad.
En la actualidad: el proceso continúa con la apropiación de datos personales, del conocimiento colectivo y de los ecosistemas como nuevos “recursos” explotables. Plataformas digitales convierten cada interacción en mercancía; corporaciones biotecnológicas privatizan semillas y patentes; la financiarización de la vivienda expulsa a las mayorías de las ciudades. Cada nueva frontera de acumulación exige arrancar a las comunidades de lo que garantizaba su vida, repitiendo así el mecanismo polanyiano de mercantilización.
Colonialismo y desposesión recurrente
El análisis de Polanyi permite enlazar la idea de desposesión recurrente con la experiencia colonial. Lo que en Europa ocurrió con la proletarización y los cercamientos, en las colonias se reprodujo con la misma lógica: destrucción de economías locales, imposición de monocultivos orientados al mercado mundial, y subordinación de comunidades enteras a circuitos de exportación.
Este paralelismo no es casual: los mismos mecanismos que arrancaron a los campesinos europeos de sus tierras se aplicaron, con otras formas, a los pueblos colonizados. En Inglaterra, los cercamientos obligaron a miles a emigrar a las ciudades industriales; en la India, las políticas coloniales británicas forzaron a los campesinos a producir algodón y opio para la exportación, provocando hambrunas devastadoras. En América, tierras comunales indígenas fueron expropiadas para plantar azúcar y café destinados al mercado europeo. En África, las autoridades coloniales impusieron impuestos en efectivo que solo podían pagarse trabajando en plantaciones o minas, forzando así a la población a entrar en la economía monetaria.
Se trata siempre del mismo patrón: cada vez que el capitalismo necesita expandirse, fuerza a nuevas poblaciones a abandonar sus modos de vida tradicionales, quebrando sus instituciones y sometiéndolas a la lógica de la mercancía. Para Polanyi, este mecanismo es cíclico: lo que se ensayó en Europa se repite luego en los territorios coloniales y, más tarde, en cada frontera de mercantilización, desde los bienes públicos hasta los datos digitales.
Miseria como aculturación
El resultado de estos procesos, tanto en Europa como en el mundo colonial, es la miseria. Para Polanyi, la miseria no consiste únicamente en el empobrecimiento material. Lo decisivo es la destrucción de los modos tradicionales de subsistencia. Cuando una comunidad pierde su acceso a la tierra, a sus costumbres de reciprocidad, a su control sobre los ritmos del trabajo, lo que desaparece es también una cultura de vida que daba sentido y dignidad a la existencia.
En Europa, el campesinado medieval disponía de usos comunales que garantizaban un mínimo de seguridad: acceso a bosques, pastos, huertos y derechos consuetudinarios. La proletarización rompió ese tejido y obligó a millones a sobrevivir únicamente vendiendo su fuerza de trabajo en condiciones que no controlaban. El resultado no fue progreso inmediato, sino degradación humana: hacinamiento en barrios obreros, inseguridad laboral y pérdida de horizontes vitales.
En las colonias, el fenómeno fue aún más radical. Pueblos que habían vivido de la agricultura de subsistencia, la pesca, la caza o sistemas comunitarios de redistribución fueron empujados a producir cultivos comerciales para el mercado mundial. La desposesión de sus tierras y de sus formas de organización social los sumió en una dependencia absoluta de salarios ínfimos, trabajo forzado o endeudamiento.
Y aquí aparece un segundo nivel de degradación: la imposición de un modo de vida extraño. Tanto al proletariado europeo como a los pueblos colonizados se les exigió adaptarse a una cultura ajena, marcada por la disciplina del reloj, la lógica del salario, la subordinación a jerarquías impersonales y la aceptación de valores que no eran los suyos. Lo que en apariencia era “progreso” significó en realidad una doble ruptura: pérdida de lo propio e imposición de lo ajeno.
Es precisamente en ese momento cuando comienza la larga lucha de los desposeídos. Obligados a la marginalidad o a la resistencia abierta, estos grupos no dejaron de enfrentarse al orden que pretendía integrarlos bajo una idea impuesta de “paz social”. Una paz que, en realidad, significaba silencio, sumisión y aceptación de la miseria como destino. Frente a ello, las huelgas obreras, las rebeliones campesinas, las revueltas coloniales y los movimientos sociales del siglo XIX y XX son expresiones de esa tensión permanente entre la violencia de la mercantilización y la necesidad de recuperar dignidad y autonomía.
El capitalismo necesita desposeer
La conclusión es dura, pero inevitable:
El capitalismo nace de la desposesión. Sin cercamientos y expropiación, no hubiera existido proletariado ni acumulación de capital. Desde los inicios, la violencia estructural fue el motor que puso en marcha el sistema.
El capitalismo se mantiene desposeyendo. Cada crisis abre nuevos espacios de privatización y mercantilización: la vivienda, la salud, el agua, incluso nuestros datos digitales. Lo que antes era un derecho o un bien común, se convierte en recurso explotable.
La lógica es clara: cada vez que el capitalismo encuentra un límite a su crecimiento, lo supera ampliando la frontera de lo que puede ser convertido en mercancía. Si en el siglo XIX fue el trabajo industrial y la tierra campesina, en el siglo XX fueron los servicios públicos y los recursos naturales, y en el siglo XXI son los datos, el conocimiento y la propia vida biológica.
En este sentido, lo que Marx vio como violencia fundacional y Polanyi como un experimento político anómalo, hoy lo reconocemos como una lógica permanente y expansiva: el capitalismo necesita crear continuamente nuevas formas de desposesión para seguir existiendo. Cada etapa histórica confirma esta dinámica, mostrando que el despojo no es un accidente del sistema, sino su condición de posibilidad.
Conclusiones
Los desposeídos son los depositarios de una tradición de desdicha y enfrentamiento. Marx explicó esta dinámica a través de la dialéctica y del conflicto de clases, mostrando que la historia del capitalismo es también la historia de la lucha entre quienes acumulan y quienes son despojados. Polanyi, por su parte, describió cómo esa violencia fundacional reaparece de forma cíclica cada vez que el mercado busca nuevas fronteras.
La democracia liberal de las sociedades capitalistas opulentas ha conseguido disimular esta tensión durante ciertos periodos de estabilidad, presentando una imagen de consenso y prosperidad compartida. Pero cuando las cosas se ponen difíciles, la fractura vuelve a hacerse visible: la lógica de la desposesión reaparece con toda su crudeza.
La metáfora es clara: nunca hay suficientes botes de salvamento para los mismos. En cada crisis, las élites se aseguran su supervivencia mientras la mayoría queda expuesta a la intemperie. Por eso las luchas actuales no son episodios aislados, sino parte de una larga cadena de resistencias frente a un sistema que, para sostenerse, siempre vuelve a empezar por lo mismo: arrancar a las mayorías lo que garantiza su vida, para convertirlo en mercancía.
Discrepa con conciencia y vive con orgullo tu condición.
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