Minsk, la trampa que convenció a Rusia de que solo la fuerza cuenta
En 2014, la caída del presidente Víktor Yanukóvich tras el Maidán abrió una fractura profunda en Ucrania. Yanukóvich, originario de Donetsk, había representado durante años los intereses de la región oriental: la gran industria carbonífera y metalúrgica, los vínculos económicos con Rusia y una identidad cultural marcadamente rusoparlante. Su destitución y huida a Moscú dejaron al Donbass sin su principal garante político en Kiev.
Lo que vino después no fueron simples percepciones, sino hechos concretos que alimentaron la reacción de la región:
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Idioma: el 23 de febrero de 2014, la Rada anuló la Ley de Lenguas Regionales de 2012, que permitía al ruso tener estatus cooficial en territorios donde era lengua mayoritaria. Aunque la medida no llegó a aplicarse por veto presidencial, el gesto fue interpretado como un ataque directo a los derechos culturales del este.
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Economía: la orientación inmediata hacia un acuerdo de asociación con la UE amenazaba con romper los lazos comerciales con Rusia, principal destino de la industria del Donbass. Para la región, esto suponía un golpe potencialmente letal a su tejido económico.
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Política: la desaparición de Yanukóvich del escenario dejó a las élites locales sin representación real en Kiev.
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Nacionalismo: la presencia en el nuevo gobierno de partidos y grupos de corte nacionalista (Svoboda, Sector Derecho) alimentó el temor a políticas de marginación contra las comunidades rusoparlantes.
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Seguridad: el inicio de la “operación antiterrorista” de Kiev contra los focos rebeldes fue visto como el uso del ejército contra la propia población del este.
En ese contexto estalló la revuelta del Donbass. En mayo de 2014 se organizaron referéndums de independencia en Donetsk y Lugansk. Kiev y la comunidad internacional los declararon ilegítimos, pero para los separatistas se convirtieron en la base de su legitimidad política. A partir de ahí, la guerra civil en el este se transformó rápidamente en un conflicto híbrido, con apoyo militar, logístico y político desde Rusia.
Las derrotas ucranianas en 2014 y principios de 2015 llevaron a Kiev a la mesa de negociación. Así nacieron los acuerdos de Minsk I y II, presentados como la vía para detener la guerra. En teoría, ofrecían una salida equilibrada: alto el fuego, retirada de armamento pesado, amnistía y elecciones locales bajo supervisión internacional. Pero había un punto central: Ucrania debía reformar su Constitución para otorgar un estatus especial a Donetsk y Lugansk. Ese era, para Rusia y los separatistas, el núcleo del acuerdo. Y no se trataba de una descentralización cualquiera, sino de una forma de legitimar y consolidar políticamente los referéndums de 2014.
Conviene subrayar que Donetsk y Lugansk ya eran enclaves prorrusos de facto desde 2014: controlados por autoridades separatistas, sostenidos por Moscú y con fronteras abiertas al suministro ruso. Lo que Minsk buscaba no era crearlos, sino institucionalizar ese estatus dentro de Ucrania. El “estatus especial” exigido implicaba que Kiev reconociera en su propia Constitución la existencia de esas regiones con amplias competencias: fuerzas de seguridad propias, sistema judicial autónomo y vínculos económicos con Rusia. En otras palabras, convertir lo que era una ocupación de facto en un protectorado prorruso con legitimidad legal dentro del Estado ucraniano.
A cambio de ese reconocimiento, Rusia y las milicias separatistas asumían compromisos en el texto de Minsk II:
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Alto el fuego inmediato y bilateral.
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Retirada de armamento pesado de ambos bandos bajo supervisión de la OSCE.
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Acceso humanitario seguro a las zonas de conflicto.
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Intercambio de prisioneros en la fórmula de “todos por todos”.
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Salida de combatientes extranjeros y mercenarios del territorio ucraniano.
Sin embargo, el punto más delicado quedaba en la secuencia: Ucrania solo recuperaría el control completo de la frontera con Rusia al final del proceso, una vez consolidado el estatus especial y celebradas elecciones locales. Es decir, durante toda la implementación, Moscú conservaría la llave del Donbass.
El problema es que Kiev nunca cumplió. Tras firmar, comenzó a alegar que antes debían resolverse cuestiones de seguridad: recuperar el control de la frontera, retirar las tropas extranjeras, desarmar a las milicias. Pero esas condiciones ya existían cuando se firmó Minsk II y, sin embargo, no se incluyeron en el texto. Ucrania firmó unos compromisos que después reinterpretó, vaciando de contenido la promesa original.
Con el paso de los años, la verdad salió a la luz. Merkel reconoció que Minsk fue solo “un intento de dar tiempo a Ucrania”. Hollande confirmó que “sirvió para ganar tiempo”. El propio Poroshenko, presidente de Ucrania en aquel momento, admitió que el objetivo era “reconstruir nuestras fuerzas armadas”. Es decir: no se firmó para lograr la paz, sino para congelar la guerra y preparar el siguiente capítulo.
Desde Moscú, el mensaje quedó claro: Europa y Kiev habían actuado de mala fe. Y lo cierto es que, visto con perspectiva, la jugada se basaba en un doble error europeo. Por un lado, creer que se podía engañar a Rusia sin consecuencias. Por otro, suponer que, con un puñado de años de entrenamiento y armas, el ejército ucraniano bastaría para disuadir a Moscú. La historia demostró lo contrario. Para el Kremlin, además, Minsk no fue un caso aislado: se sumaba a un patrón de engaños anteriores, como la promesa de que la OTAN no se expandiría hacia el Este. Así, la firma de acuerdos que luego no se cumplen se convirtió en la prueba definitiva de que Occidente vuelve a engañar, esta vez a Ucrania, repitiendo el mismo esquema de falsas garantías.
Minsk permitió que la guerra se congelara durante casi siete años, pero no evitó lo inevitable. En 2022, Rusia invadió Ucrania a gran escala. Para el Kremlin, aquello no fue una sorpresa, sino la confirmación de que los acuerdos habían sido un fraude y de que Occidente solo había ganado tiempo para armar a Kiev. Para Europa, en cambio, el resultado fue el peor posible: la estrategia diseñada para contener el conflicto terminó alimentando una guerra devastadora en su propio continente.
Minsk fue, al fin y al cabo, un engaño. Pero un engaño que se apoyaba en un cálculo equivocado: la subestimación de Rusia. Por eso, los europeos no deberían sorprenderse hoy de que Moscú desconfíe de cada una de sus promesas: la historia reciente les ha enseñado a esperar siempre un nuevo engaño.
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