De la paz social a la cuestión social (II)


En la primera entrega vimos que la democracia liberal nació como un club de propietarios: un espacio tan homogéneo que la estabilidad era casi automática. Pero esa paz no podía durar indefinidamente. La industrialización, el crecimiento de las ciudades y la aparición de una clase obrera numerosa y consciente cambiaron el escenario. Por primera vez entraron en escena sujetos con intereses materiales radicalmente distintos.


El nacimiento de una clase con voz

A mediados del siglo XIX, el capitalismo industrial había creado masas de asalariados sometidos a jornadas extenuantes y salarios de subsistencia. Estos hombres y mujeres, sin propiedad ni seguridad, estaban fuera de la ciudadanía política, pero comenzaron a organizarse.

  • Gran Bretaña: el cartismo reclamó desde la década de 1830 sufragio universal masculino y derechos laborales básicos; aunque derrotado, dejó huella profunda.

  • Francia: la revolución de 1848 proclamó el sufragio universal masculino y dio protagonismo a los obreros parisinos, pronto reprimidos por la burguesía republicana.

  • Alemania: las revoluciones de 1848 unieron inicialmente a burgueses y trabajadores, pero la alianza se quebró cuando las demandas sociales amenazaron la propiedad.

  • La Comuna de París (1871): mostró hasta qué punto el proletariado podía intentar gobernar por sí mismo y cuánto miedo despertaba en las élites liberales.

Marx y Engels leyeron estos episodios como la irrupción de un nuevo actor histórico: el proletariado como clase universal. Su advertencia de que el Estado liberal era “el comité que administra los negocios de la burguesía” se hacía tangible: los excluidos querían entrar, y no para mantener el viejo consenso, sino para transformarlo.


El sufragio deja de ser un privilegio exclusivo

Durante el siglo XIX, la presión social obligó a ampliar el voto:

  • Reform Acts británicas (1832, 1867, 1884) fueron abriendo el Parlamento a trabajadores cualificados.

  • Francia consolidó el sufragio masculino en 1848.

  • Estados Unidos eliminó requisitos censitarios, aunque mantuvo barreras raciales y de género.

  • España adoptó el sufragio universal masculino en 1890.

Pero las élites cedieron con condiciones.
John Stuart Mill, defensor de ampliar el voto, insistía en reservar un peso especial a los “más educados” (su propuesta de voto plural en Considerations on Representative Government, 1861).
El Tocqueville maduro temía la “tiranía de la mayoría” y defendía instituciones que amortiguaran el poder popular.

El ideal seguía siendo que el pueblo se ampliara bajo la tutela de propietarios y profesionales. Democratizar sí, pero sin permitir que las masas obreras controlaran el Estado.


Nace la “cuestión social”

Esta inclusión parcial hizo saltar por los aires la supuesta paz natural. Por primera vez el conflicto de clase se volvió problema político. Los obreros reclamaban jornada de ocho horas, seguridad, derecho a asociarse y a huelga. Las huelgas de 1880-1914 fueron masivas y a menudo violentas; los Estados respondieron combinando represión y concesiones.

Surge así la “cuestión social”: cómo integrar a las masas trabajadoras en un orden pensado para propietarios sin que colapse.

  • Conservadores como Bismarck inauguraron seguros sociales para desactivar la radicalización obrera.

  • Liberales reformistas apostaron por concesiones parciales para preservar el capitalismo industrial.

En Alemania, el Partido Socialdemócrata (SPD), con Karl Kautsky como referente teórico, adoptó una estrategia gradualista: reformas dentro del sistema y aplazamiento de la ruptura. Mientras anarquistas y comunistas defendían la confrontación directa, la socialdemocracia se volvió interlocutor fiable para el orden liberal: canalizó la fuerza obrera hacia la negociación institucional, desactivando la tentación insurreccional. A las puertas de 1914, el SPD era la mayor fuerza obrera de Europa… y también un dique contra la revolución.


Europa sacudida por la ola revolucionaria

La Primera Guerra Mundial hizo estallar esa frágil contención. El sacrificio masivo, el hambre y el colapso de viejos imperios generaron una ola revolucionaria paneuropea:

  • Consejos obreros en Alemania y Hungría.

  • Insurrecciones espartaquistas.

  • Huelgas generales en Italia y Gran Bretaña.

  • Soviets extendiéndose en Rusia.

La Revolución rusa de 1917 fue el punto culminante de un clima que amenazaba con derribar el orden liberal-capitalista.

Ante ese peligro real, las élites cedieron como nunca: sufragio universal (incluidas mujeres en algunos países), jornada de ocho horas, reconocimiento sindical, seguros de desempleo y enfermedad, pensiones básicas.
En Alemania, el SPD firmó el Acuerdo de Stinnes-Legien con la patronal, garantizando paz social a cambio de integración obrera en el sistema de Weimar. Algo similar ocurrió en otros países, donde gobiernos liberales y socialdemócratas intentaron neutralizar la agitación revolucionaria mediante derechos sociales y participación institucional.


Disciplinar al nuevo demos

La integración obrera no significó una paz sin coste. Desde los años veinte, las élites articularon mecanismos disciplinadores para limitar el alcance de la nueva ciudadanía social:

  • Austeridad fiscal y monetaria: obsesión por presupuestos equilibrados, retorno al patrón oro, control del gasto.

  • Represión selectiva: leyes de excepción y uso del ejército contra huelgas radicales (Emergency Powers Act británica, 1920; decretos de Weimar, art. 48).

  • Cooptación sindical: institucionalización de la negociación colectiva dentro de límites aceptables.

  • Cultura del orden y del trabajo: exaltación de responsabilidad individual y amenaza del caos si se va “demasiado lejos”.

  • Anticomunismo militante: persecución de partidos que buscaban romper el marco capitalista.

El orden público se convirtió en categoría central para restringir huelgas, manifestaciones y ocupaciones. Como resumió el jurista francés Léon Duguit en 1927: “la libertad de reunión y de huelga no son absolutas; cesan allí donde la perturbación del orden público amenaza la seguridad de la colectividad”.
Interrumpir el funcionamiento normal de la economía o de los servicios básicos empezó a verse como justificación para restringir derechos.

Pero esta ingeniería disciplinaria resultó insuficiente cuando el capitalismo entró en crisis profunda tras 1929.
El crack de Wall Street y la Gran Depresión hundieron la rentabilidad y dispararon el paro masivo, erosionando la legitimidad de los regímenes liberales. Ante el miedo a la revolución —con la URSS como alternativa tangible y partidos comunistas organizados—, amplios sectores de las élites recurrieron a soluciones más radicales:
regímenes fascistas y autoritarios que prometían restaurar el orden social mediante violencia abierta, represión sindical total y movilización nacionalista.

  • Italia adoptó el fascismo de Mussolini como dique frente a huelgas y ocupaciones de fábricas.

  • Alemania vio cómo la crisis económica y el temor a la revolución obrera allanaron el ascenso de Hitler.

  • En Europa central y oriental proliferaron dictaduras conservadoras con fuerte componente anticomunista.

El fascismo fue así un salto cualitativo en la gestión del conflicto social: ya no bastaba con limitar derechos y cooptar sindicatos; se buscó aplastar toda organización obrera y sustituir el pacto social incipiente por un orden autoritario basado en nacionalismo, corporativismo y violencia estatal.

Esta deriva autoritaria, nacida del miedo a la revolución y de la incapacidad liberal para recomponer legitimidad en crisis, prepara el terreno para entender el siguiente momento de la serie:

tras la Segunda Guerra Mundial, las democracias liberales comprenderán que ni la represión selectiva ni el fascismo han garantizado estabilidad duradera y se verán obligadas a inventar un nuevo pacto social de posguerra, sustentado en bienestar y prosperidad compartida.


Una síntesis frágil

El ideal de paz natural entre iguales —tesis fundacional de la democracia liberal— se había roto. La irrupción obrera fue su antítesis: obligó a ampliar el demos, reconocer derechos laborales y crear un Estado social incipiente para evitar la ruptura del capitalismo.

De esa tensión nació un nuevo consenso frágil:

  • Democracia que sobrevive pero ya no descansa en un acuerdo automático entre propietarios.

  • Necesidad de gestionar el conflicto: sindicatos, legislación laboral, políticas sociales.

  • Paz social como equilibrio entre integración material y disciplina.

Pensadores como T. H. Marshall verán que la ciudadanía debe incluir dimensión social para estabilizar el sistema; Karl Polanyi describirá este proceso como un doble movimiento: el mercado desregulado provoca desposesión y las masas exigen protección.
Los partidos socialdemócratas y sindicatos pasaron de amenaza a piezas de gobierno, colaborando con el sistema para mantener el orden a cambio de derechos y mejoras materiales.

Pero esta síntesis era precaria: nacida bajo la presión de la amenaza revolucionaria y rodeada de barreras disciplinarias que limitaban la igualdad real.
La Revolución rusa cristalizó en un Estado alternativo que ofrecía un modelo socialista tangible y actuaba como polo de atracción para sectores radicalizados.
A pesar de la labor pactista de la socialdemocracia, en todas las sociedades liberales persistió una “quinta columna” comunista y un miedo constante a que el malestar derivara en ruptura sistémica.

Ese miedo se disparó tras la crisis de 1929. El desplome económico deslegitimó a los regímenes liberales y llevó a amplios sectores de las élites a apostar por soluciones más autoritarias para contener la cuestión social: fascismo en Italia, nazismo en Alemania, dictaduras conservadoras en Europa central y oriental.
Fue el intento más radical de restaurar orden capitalista frente a una clase obrera movilizada y un socialismo con alternativa real. Pero aquella vía autoritaria terminó en catástrofe: guerra total y destrucción masiva.

Por eso, la paz social del periodo de entreguerras fue un pacto forzado y frágil: concesiones calculadas combinadas con aparatos de control y, cuando estos resultaron insuficientes, el recurso a regímenes fascistas. Ni la represión selectiva ni el autoritarismo lograron una estabilidad duradera: solo aplazaron el conflicto y prepararon el terreno para la búsqueda de un nuevo acuerdo tras 1945.

Ese será el punto de partida de la siguiente entrega: el intento de consolidar una paz social más estable mediante el gran pacto redistributivo del siglo XX, que buscó neutralizar la alternativa comunista integrando plenamente a la clase trabajadora en la prosperidad capitalista.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Pasión o sumisión: lo que el fútbol argentino enseña al Atleti

Mis conversaciones con Chat GPT