Putin, el moderado: lo que Occidente no entiende del poder en Rusia


Durante años, en Europa y Estados Unidos se ha repetido un mantra tan cómodo como falso: Vladímir Putin es la encarnación del autoritarismo ruso, el gran enemigo que mantiene a Occidente en vilo. Pero esa imagen simplificada oculta una realidad mucho más inquietante: Putin no es el extremo del sistema, sino su punto de equilibrio. A su alrededor opera un bloque ideológico amplio —militarista, mesiánico, imperial y radical— que empuja a Rusia hacia posiciones mucho más duras de las que el Kremlin asume públicamente. Y lo más preocupante es que, si algún día desapareciera, lo que podría venir después no sería un acercamiento a la democracia liberal, sino un poder más agresivo, menos pragmático y más peligroso.

En Europa y Estados Unidos se repite una idea como si fuera un hecho: Vladímir Putin es el rostro más radical del autoritarismo ruso, el “zar” que encarna la ambición imperial de Moscú, el enemigo que amenaza al orden internacional. Esa narrativa es útil porque simplifica: permite colocar a Rusia en el tablero geopolítico como la antítesis de Occidente. Pero esa comodidad tiene un precio muy alto: impide ver el país tal y como es.

Putin no es el extremo del sistema ruso. Es su punto de equilibrio. No representa el límite del radicalismo, sino su contención. Y si eso suena extraño es porque durante décadas se ha construido la imagen de un régimen que gira en torno a un solo hombre, cuando en realidad Putin es la cara visible de un bloque político mucho más amplio, ideológicamente más agresivo y, en muchos casos, mucho más peligroso que él mismo.

Comprenderlo no significa justificarlo. Significa entender que la política rusa no es la historia de un autócrata aislado, sino de un sistema de poder que él modera… no que él radicaliza.


Dentro del bloque: el sistema que Putin mantiene unido

Para entender por qué Putin es un moderado relativo hay que mirar dentro del propio sistema que sostiene su poder. El Kremlin no es un palacio solitario: es el centro de gravedad de una coalición ideológica formada por sectores del aparato de seguridad, ideólogos nacionalistas, tecnócratas estatistas, oligarcas patrióticos y una maquinaria mediática agresivamente militante. Cada uno tiene su agenda, y casi todos empujan en direcciones más radicales que la que marca Putin.

Militaristas pragmáticos: la guerra sin concesiones

Buena parte de los cuadros del FSB y del Estado Mayor defienden abiertamente la necesidad de una confrontación más amplia. Para ellos, Ucrania es solo el primer paso en una batalla existencial contra Occidente. El general retirado Leonid Ivashov, conocido por sus posiciones duras, afirmó en televisión que “si Rusia se detiene en Ucrania, Occidente la destruirá. La guerra debe continuar hasta que Europa recuerde quién manda en el continente”.

En medios alineados con el poder, la idea de que la guerra es inevitable se repite a diario. El popular presentador Vladímir Soloviov —una de las voces más escuchadas en la televisión estatal— declaró en 2023: “No estamos en guerra con Ucrania, estamos en guerra con la OTAN. Y si hace falta que Londres arda, que arda”. Este tipo de retórica no es marginal: forma parte del discurso mainstream dentro del bloque putinista.

Ideólogos civilizatorios: Rusia como cruzada espiritual

La guerra tampoco se explica solo en términos geopolíticos. En el discurso de los ideólogos ortodoxos, tiene un carácter mesiánico. Aleksandr Projánov, veterano periodista nacionalista y director del periódico Zavtra, escribió: “La operación especial no es una guerra por territorio. Es la restauración del mundo ruso, la reconstrucción de nuestra misión histórica. Ucrania no es un país extranjero: es una parte amputada de nuestro cuerpo sagrado”.

Esta retórica impregna el relato oficial. Rusia no estaría simplemente defendiendo intereses nacionales, sino cumpliendo un destino civilizatorio: reconstruir el espacio histórico del Imperio ruso y presentarse al mundo como alternativa moral frente a Occidente.

Eurasianistas: la ruptura con la globalización

Una de las corrientes más influyentes en la ideología del Kremlin es la eurasianista, heredera del pensamiento de Aleksandr Dugin. Desde esta perspectiva, Rusia no es un Estado-nación, sino un polo civilizatorio destinado a enfrentarse a la hegemonía liberal occidental. Dugin lo formuló de forma tajante: “Rusia no debe integrarse en el orden global; debe destruirlo y crear uno nuevo. El liberalismo es un cáncer que hay que extirpar”.

Aunque el propio Putin rara vez usa ese lenguaje, muchas de sus políticas —del desacoplamiento tecnológico al rediseño de las alianzas estratégicas— responden a esta lógica. Lo que en Occidente se interpreta como “agresión” es, para una parte del bloque que lo sostiene, el cumplimiento de un mandato histórico.

Nacionalistas parlamentarios: imperio como programa

Incluso en el Parlamento ruso, los discursos que piden una guerra total son habituales. Leonid Slutsky, líder del ultranacionalista LDPR, dijo en la Duma en 2023: “No debemos detenernos hasta que Kiev sea liberada, Varsovia tema y Berlín pida perdón”. En otra sesión, Andrei Lugovói —diputado del partido Rusia Unida— calificó como “traición” cualquier insinuación de negociar con el gobierno ucraniano.

Este clima discursivo no es la excepción: es el ambiente cotidiano del sistema. Y en él, Putin representa la figura que modera tensiones, no la que las genera.


La válvula de seguridad: Putin como gestor del radicalismo

Lo que emerge de este panorama es una imagen muy distinta de la habitual. Putin no gobierna sobre un país apático, sino sobre un sistema que demanda constantemente más dureza, más guerra y más ruptura. Su función —y parte de la explicación de su longevidad política— es actuar como válvula de seguridad: contener las fuerzas centrífugas, mantener unido el bloque y dosificar el conflicto.

Esa moderación relativa se ve en decisiones clave:

  • Ha evitado decretar una movilización total pese a la presión militar.

  • Se ha negado a utilizar armas nucleares tácticas, pese a los llamamientos de comentaristas y diputados.

  • Ha mantenido relaciones comerciales con Europa a través de terceros países, incluso mientras la retórica oficial pedía romper con Occidente.

Putin no hace esto por convicción democrática, sino por cálculo. Sabe que el exceso podría desestabilizar su poder. Su pragmatismo no es debilidad: es supervivencia.


Fuera del sistema: el radicalismo sin freno

Si dentro del bloque que sostiene al Kremlin el tono ya es abiertamente extremista, fuera de él el panorama es aún más duro. El ejemplo más conocido es Igor Girkin (Strelkov), exoficial del FSB y comandante en el Donbás en 2014. Arrestado en 2023 por “extremismo”, Girkin pasó meses denunciando a Putin como “blando” y “traidor”:

“Putin ha perdido la guerra porque se niega a ganarla. La única salida es la movilización total, la ocupación completa de Ucrania y el uso del arsenal nuclear si es necesario”, escribió en su canal de Telegram.

Otros “milbloggers” influyentes han llegado aún más lejos, criticando al Kremlin por “tibieza criminal” al no atacar directamente infraestructuras de la OTAN en Polonia o Alemania. Estos actores no tienen el poder del Estado, pero sí una audiencia masiva, y empujan constantemente el discurso hacia posiciones extremistas.


El error occidental: confundir el rostro con el sistema

Desde fuera, todo esto suele quedar difuminado. La simplificación mediática convierte a Putin en sinónimo de Rusia, y a Rusia en sinónimo de Putin. Se habla de “derrocar al dictador” como si con ello se resolviera el problema. Pero esa lógica parte de una premisa falsa: que el radicalismo ruso está concentrado en un hombre, cuando en realidad es estructural al sistema político.

A ello se suma un mecanismo más profundo: la propaganda occidental necesita figuras que funcionen como polos negativos de atracción. Putin no solo es un adversario, es el personaje ideal para encarnar el “otro” frente al cual las democracias liberales se definen y cohesionan. Reducir la complejidad de Rusia a la figura de un villano reconocible es una forma de simplificar el relato geopolítico y de ofrecer al público una narrativa moral clara: hay un culpable, un rostro, un enemigo.

Pero esa simplificación tiene un precio. Si Putin desapareciera mañana, no hay ninguna garantía de que lo sustituyera un líder más dialogante. La dinámica más probable sería la contraria: que el poder cayera en manos de una facción más radical, más ideológica o más agresiva. Lo que en Occidente se interpreta como “el problema” —Putin— puede ser, paradójicamente, el elemento más estable de un sistema profundamente inestable.


Conclusión: entender la Rusia real

Rusia no es “otra democracia autoritaria” ni una autocracia clásica centrada en un solo hombre. Es un régimen construido sobre un consenso radical que combina ambiciones imperiales, mesianismo civilizatorio, soberanismo económico y militarismo expansionista. En ese contexto, Putin no es el extremista: es el mediador, el garante del equilibrio, el rostro presentable de una ideología mucho más cruda.

Comprender esto no implica aceptar ni justificar sus acciones. Significa reconocer que los marcos con los que Occidente interpreta a Rusia son, en gran medida, ilusiones tranquilizadoras. Porque el verdadero desafío no es el hombre en el Kremlin, sino el sistema que lo rodea. Y ese sistema, con o sin Putin, seguirá ahí.

Pero también obliga a mirar con realismo el escenario geopolítico. Rusia no ha tenido que defenderse únicamente de las “hordas del Este”: a lo largo de su historia ha resistido repetidamente las presiones, invasiones y cercos procedentes del Oeste. Desde Napoleón hasta Hitler, su imaginario estratégico está marcado por la amenaza existencial occidental. La política de expansión de la OTAN hasta las puertas mismas de su territorio no podía tener, en ese marco mental e histórico, una respuesta distinta a la que hemos visto. Pretender lo contrario es ignorar una constante básica de la geopolítica rusa.

Creer que se puede agitar impunemente el avispero nuclear más grande del planeta sin consecuencias es una peligrosa ilusión. Y que esa ilusión haya guiado decisiones estratégicas en capitales europeas y en Washington solo demuestra hasta qué punto las élites políticas occidentales se han desconectado de la historia y de la realidad. Si hay una lección que extraer de todo esto, es que la política exterior hacia Rusia necesita menos moralismo y más conocimiento profundo de su lógica histórica. Porque si no se entiende esa lógica, se seguirán tomando decisiones que no pacifican el mundo: lo acercan al abismo.

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