La economía va bien. La democracia, no tanto.
os mercados.
El poder ha cambiado de dirección: ya no asciende desde las urnas, sino que desciende desde los mercados financieros.
La financiarización como nuevo régimen político
Durante el siglo XX, el Estado era el espacio donde la economía se subordinaba a la política.
Tras la financiarización, ocurre lo contrario: la política se subordina a la economía.
El presupuesto nacional se convierte en un mensaje para los mercados; el déficit, en un termómetro de credibilidad; la estabilidad, en un dogma.
Los gobiernos han asumido que su supervivencia depende de la confianza inversora.
De ahí que la política económica se mida no por su capacidad de transformar la vida social, sino por su habilidad para no inquietar al capital.
Se gobierna, literalmente, para la macroeconomía: una entidad abstracta que exige calma fiscal, previsibilidad y disciplina.
Pero detrás de cada indicador macroeconómico hay un gestor de fondos tomando decisiones.
La confianza del mercado no es un sentimiento difuso: es la suma de miles de operadores que compran o venden deuda, que trasladan capitales, que apuestan por o contra un país.
Cuando un ministro habla de "mejorar los indicadores", está hablándole a BlackRock, a JP Morgan, a los analistas de Fitch y Moody's.
Gobernar para la macro es, literalmente, gobernar para esas decisiones.
El resultado es un Estado que ya no reparte riqueza, sino tranquilidad financiera.
La cadena de mando invertida
La financiarización no solo cambió el modo de acumular capital; cambió la naturaleza misma del poder y su dirección.
Antes, la secuencia era:
Ciudadanos → votan → gobierno → diseña política económica → afecta a los mercados.
Ahora es:
Mercados → exigen señales → gobierno → diseña política económica → justifica ante ciudadanos.
La soberanía ya no reside en los parlamentos, sino en los flujos de crédito.
El mercado de deuda ha sustituido a la ciudadanía como interlocutor privilegiado del Estado.
Un gobierno puede desatender a su población, pero no puede molestar a sus acreedores.
De ellos depende su margen de maniobra, su acceso a financiación, su propia continuidad.
Por eso los indicadores financieros —prima de riesgo, tipo de interés, rating— se han convertido en el verdadero programa político.
Cada mañana, antes de que los ciudadanos desayunen, los mercados ya han votado: han movido capitales, ajustado precios, enviado señales.
Y los gobiernos actúan en consecuencia.
Un ministro anuncia un recorte “por la situación de los mercados”.
Un presidente aplaza una medida social “para no alterar las expectativas”.
La política se vuelve reactiva: ya no conduce, obedece.
Ya no propone, responde.
Ya no gobierna, gestiona.
La democracia, reducida a gestión de expectativas, pierde su tiempo propio: ya no legisla para el futuro, sino para la próxima revisión de Fitch o Moody’s.
La macro como moral
El lenguaje macroeconómico ha sustituido a la ética pública.
Donde antes se hablaba de justicia, hoy se habla de sostenibilidad fiscal; donde había igualdad, hay competitividad.
El déficit se ha convertido en pecado y el superávit, en virtud.
Esta moral contable legitima un modelo en el que el crecimiento ya no se mide por el bienestar social, sino por la confianza financiera.
Mientras los balances mejoran, los salarios se estancan; mientras baja la deuda, sube la pobreza.
Y sin embargo, el relato oficial insiste en que todo va bien, porque los indicadores van bien.
La macroeconomía se ha vuelto una religión sin creyentes, sostenida por la fe en que la prosperidad de los mercados acabará, algún día, llegando a las calles.
Pero los milagros no cotizan en bolsa.
El divorcio entre la macro y la micro
Ese día nunca llega.
La economía real vive en otro tiempo y en otro espacio: el de los salarios, el alquiler, el precio de los alimentos.
Pero la macro no mira hacia abajo; se alimenta de otra lógica.
En la economía financiarizada, los beneficios se acumulan en los circuitos del crédito, no en los del trabajo.
El dinero no necesita circular por la sociedad para crecer: basta con que se multiplique en los balances.
Por eso los países pueden mostrar indicadores espléndidos y al mismo tiempo sociedades agotadas.
El crecimiento se ha vuelto un fenómeno estadístico: ocurre en los informes, no en la vida.
La micro como rehén
El divorcio no es neutral: la economía real se sacrifica explícitamente en nombre de la macro.
- Subir las tasas de interés para “controlar la inflación” —contentar a los mercados— destruye el consumo y paraliza la inversión productiva.
- Recortar el gasto público para “mejorar el déficit” —calmar a los acreedores— desmantela servicios básicos y erosiona el tejido social.
- Devaluar la moneda para “ganar competitividad” —señal a exportadores e inversores— empobrece a los asalariados de la noche a la mañana.
Cada una de estas medidas se presenta como técnicamente inevitable, como si no hubiera alternativa.
Pero lo que se oculta es la elección política subyacente: se elige la estabilidad financiera por encima de la estabilidad social.
Se elige la confianza de los fondos de inversión por encima de la confianza de los votantes.
La macro no ignora la micro: la usa como sacrificio ritual para renovar su crédito ante los dioses del mercado.
El tiempo del capital y el tiempo de la vida
El conflicto no es solo económico, sino temporal.
El capital financiero vive en segundos; la vida humana, en tiempo lento.
Los mercados reaccionan a cada declaración, a cada cifra, a cada décima del déficit.
Los ciudadanos, en cambio, necesitan estabilidad, previsión, horizonte.
Esa asincronía destruye la política: los gobiernos actúan en el tiempo del mercado, no en el de la sociedad.
Planifican para los inversores, no para los hijos de sus votantes.
El presente se llena de decisiones que garantizan confianza financiera a cambio de futuro social.
Así, los gobiernos planifican con el reloj del mercado y olvidan el calendario de la historia.
Argentina: el laboratorio de la macro
Si la financiarización es teoría, Argentina es su demostración empírica.
Allí, la financiarización no es tendencia: es sistema.
El país vive pendiente del riesgo país, del tipo de cambio, de los desembolsos del FMI.
La política económica no busca desarrollo, busca respiración: evitar el colapso, mantener abierto el crédito.
Cada ajuste fiscal, cada congelación salarial, cada promesa de austeridad se formula para un interlocutor externo: los acreedores.
Tomemos un caso concreto: en diciembre de 2023, el gobierno argentino anuncia un recorte drástico de subsidios energéticos.
La medida se presenta un lunes por la mañana. Antes del mediodía, el riesgo país cae 150 puntos.
Los medios financieros celebran: “Argentina envía señales al mercado”.
El FMI aplaude la “responsabilidad fiscal”.
Los analistas de Wall Street mejoran sus proyecciones.
Dos meses después, las tarifas de luz y gas se multiplican por tres.
Las familias recortan consumo. Los pequeños comercios cierran.
La inflación devora lo que queda de los salarios.
Pero los balances fiscales mejoran. Los inversores respiran. La macro sonríe.
Primero se miró la pantalla de Bloomberg. Después, la calle.
El orden importa: así se gobierna para la macro.
Argentina no gobierna para sus ciudadanos, sino para la macro.
Y la macro, a su vez, gobierna para los mercados.
El círculo se cierra: los votantes ya no deciden el rumbo económico de su país; lo hacen los índices de confianza financiera.
“El pueblo vota cada cuatro años; los mercados, cada mañana.
Y su voto pesa más.”
Epílogo: el país que obedece
Lo que ocurre en Argentina no es una anomalía; es un anticipo.
Todos los Estados endeudados transitan por la misma senda: la sustitución de la soberanía democrática por la soberanía del crédito.
Los gobiernos se justifican con gráficos, no con resultados sociales.
Las sociedades, acostumbradas a obedecer los imperativos de la macro, dejan de creer en la política.
Pero ¿hasta cuándo puede sostenerse un sistema en el que los números prosperan y la gente no?
¿Cuánto tiempo más antes de que el divorcio entre la macro y la vida se vuelva políticamente insostenible?
¿Qué ocurre cuando los ciudadanos comprenden que sus votos no pesan tanto como los flujos de capital?
Por ahora, la macroeconomía manda y la microeconomía sobrevive.
Los pueblos aprenden, tal vez demasiado tarde, la lección más amarga del capitalismo financiero:
que se puede crecer sin vivir
y gobernar sin gobernar.
Pero ningún sistema sobrevive mucho tiempo cuando solo los números prosperan.

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