Democracia con toga: cómo la justicia franquista influyó la Transición y blindó la impunidad
Bajo la superficie del relato oficial de la Transición —pactos, consenso, reconciliación— se esconde un actor que rara vez ha ocupado el centro del debate: el poder judicial. Heredero directo del aparato franquista, sin depuración ni reforma profunda, fue mucho más que un árbitro de la legalidad. Con toga y martillo, fijó los límites del cambio, protegió los pilares del viejo orden y escribió, desde los tribunales, el guion silencioso de la nueva democracia.
En un trabajo anterior analizamos cómo, durante la Segunda República (1931–1936), el poder judicial español abandonó progresivamente cualquier pretensión de neutralidad institucional para convertirse en un actor político de primer orden: intervino selectivamente en la persecución penal, obstaculizó las reformas impulsadas por el poder legislativo y, en última instancia, operó como un instrumento de la contrarrevolución legal frente al proyecto democratizador republicano. Aquella experiencia evidenció que la llamada “división de poderes” puede funcionar en contextos de polarización no como un mecanismo de equilibrio, sino como un dispositivo legitimador del statu quo: en tales coyunturas, la toga no arbitra, sino que toma partido.
La historia, sin embargo, no concluyó con el colapso republicano en 1939. Décadas más tarde, en un escenario radicalmente diferente —la transición del régimen dictatorial franquista a un sistema parlamentario constitucional—, la judicatura volvió a desempeñar un papel político decisivo. Lejos de limitarse a garantizar el respeto a la legalidad formal, el poder judicial reprodujo patrones ya conocidos de continuidad institucional, resistencia al cambio y defensa activa del orden heredado, contribuyendo a configurar los contornos del nuevo sistema democrático.
Durante años, la Transición española ha sido presentada en el discurso oficial como un proceso ejemplar de transformación pacífica y consensuada desde una dictadura a un régimen democrático. No obstante, tras esa narrativa de pactos y acuerdos se encuentra un actor central que rara vez ha ocupado el foco de los análisis: el poder judicial. Su actuación fue mucho más allá del mero control de constitucionalidad o de la aplicación técnica del derecho. La judicatura protegió intereses estructurales del franquismo, delimitó los márgenes de actuación del nuevo sistema político y condicionó el alcance de las transformaciones sociales.
Este artículo examina cómo, entre 1975 y 1982, la justicia española no fue simplemente garante de la legalidad, sino un agente activo en la arquitectura del nuevo orden constitucional. Su intervención se desarrolló, además, desde una posición de profunda continuidad institucional: el aparato judicial que operaba al final de la dictadura —sin depuración sistemática, sin renovación sustancial de sus integrantes y sin revisión crítica de su papel durante el régimen anterior— fue, en lo esencial, el mismo que participó en la construcción del Estado democrático. Esa persistencia estructural marcó de forma decisiva el modo en que se definieron los cimientos jurídicos y políticos del sistema nacido de la Transición.
La toga sin ruptura: continuidad institucional y cultura judicial heredada
Cuando Francisco Franco falleció en noviembre de 1975, el poder judicial español constituía uno de los pilares más estables y funcionales del régimen autoritario. Durante casi cuatro décadas, instituciones como el Tribunal Supremo, el Ministerio Fiscal, las audiencias provinciales y los juzgados de instrucción habían actuado como garantes jurídicos del orden político franquista, asegurando la aplicación de las leyes represivas y el mantenimiento de la legalidad dictatorial.
El tránsito hacia el nuevo marco constitucional no supuso una ruptura sustancial con ese legado. No se llevó a cabo un proceso de depuración sistemática del personal judicial ni se emprendió una reforma profunda de sus estructuras. La aprobación de la Ley Orgánica del Poder Judicial en 1980 consolidó, en líneas generales, la arquitectura institucional heredada del franquismo, y la gran mayoría de quienes ejercían como jueces y magistrados antes de la muerte del dictador —más del 95 % según los estudios disponibles— continuaron desempeñando sus funciones tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978.
Como ha señalado Joaquín Urías en La justicia del franquismo (2021), esa continuidad no fue únicamente administrativa o orgánica, sino también ideológica. La cultura jurídica dominante, fuertemente orientada hacia la defensa del orden, la unidad nacional y la autoridad del Estado, sobrevivió al cambio de régimen y fue transferida prácticamente intacta al nuevo sistema democrático. Muchos de los jueces que en el pasado habían aplicado leyes represivas contra la disidencia política pasaron ahora a interpretar derechos fundamentales, pero lo hicieron desde un horizonte cultural que apenas se había modificado.
La proclamación constitucional del principio de independencia judicial representó un avance normativo indiscutible, pero convivió con un cuerpo judicial fuertemente corporativo, resistente al cambio y con una orientación mayoritariamente conservadora. La ausencia de un proceso de renovación generacional y la pervivencia de prácticas, valores y concepciones jurídicas propias del franquismo condicionaron profundamente el modo en que la justicia participó en la construcción del nuevo Estado constitucional.
A posteriori: la justicia como garante de la impunidad
La continuidad institucional del poder judicial tras la muerte de Franco no constituyó únicamente un fenómeno administrativo o corporativo: tuvo consecuencias profundas y duraderas en la forma en que la justicia actuó durante el proceso de Transición. La permanencia de los cuadros judiciales, la conservación de las estructuras heredadas y la persistencia de la cultura jurídica forjada bajo el franquismo se tradujeron en decisiones jurisprudenciales que reflejaban con claridad esa orientación ideológica conservadora.
Las resoluciones judiciales de la época evidencian que el poder judicial no se concebía a sí mismo como un árbitro neutral entre actores políticos en conflicto, sino como un garante del orden político y social heredado. Las sentencias no fueron simples actos técnicos de aplicación del derecho: funcionaron como instrumentos activos para preservar determinados equilibrios institucionales y limitar el alcance de la transformación democrática.
Esa orientación ideológica se manifestó en tres ámbitos fundamentales. En primer lugar, en la gestión del pasado, a través de la consolidación de la impunidad y la interpretación extensiva de las leyes de amnistía. En segundo lugar, en el tratamiento desigual de la violencia política, que fue objeto de una represión selectiva según su origen ideológico. Y, en tercer lugar, en la definición de los límites del castigo penal, estableciendo con claridad quién debía ser objeto de persecución judicial y quién podía quedar al margen del reproche legal.
La amnistía como doctrina
Uno de los ámbitos en los que se observa con mayor nitidez cómo el poder judicial desempeñó un papel político durante la Transición es la aplicación de la Ley 46/1977, de Amnistía. Su aprobación, en octubre de 1977, fue presentada como un gesto histórico de reconciliación nacional y como un paso necesario dentro del proceso de democratización. La exposición de motivos de la norma lo expresaba con claridad:
“El proceso político de democratización de España exige la amnistía como paso indispensable para la convivencia pacífica y la reconciliación nacional.”
El texto añadía que la ley respondía al “anhelo profundo de la sociedad española de cerrar definitivamente un pasado doloroso y abrir las puertas a un futuro de libertad”.
Durante el debate parlamentario, tanto el Gobierno presidido por Adolfo Suárez como las principales fuerzas de la oposición coincidieron en que el objetivo de la amnistía era reparar a quienes habían sufrido represión por motivos políticos y restituir sus derechos. El ministro de Justicia, Landelino Lavilla, definió la norma como “el instrumento jurídico para cerrar un ciclo de represión política” y “restablecer el honor y la libertad de quienes lucharon por la democracia”.
El artículo 1 de la ley materializó esta intención al conceder amnistía:
Los dos primeros apartados reflejan con nitidez el objetivo declarado de la ley: liberar a los presos políticos, anular las condenas por delitos de opinión y rehabilitar a las víctimas de la represión franquista. Sin embargo, el apartado c) introdujo una ambigüedad decisiva. Su finalidad original era amnistiar a agentes condenados por conductas de menor gravedad —como detenciones ilegales o abusos en el marco de manifestaciones— en el contexto final del régimen. No obstante, su redacción amplia (“delitos cometidos contra el ejercicio de los derechos”) permitió que el poder judicial reinterpretara su alcance de forma expansiva.
Fue precisamente en esa reinterpretación donde la amnistía se transformó en lo que Javier Chinchón Álvarez ha calificado como una “ley de punto final” de facto (La impunidad en la Transición española, 2010). Los tribunales extendieron la aplicación del artículo 1.c a crímenes de Estado de mayor entidad, incluyendo torturas sistemáticas, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y consejos de guerra sumarísimos. Como consecuencia, muchos responsables de graves violaciones de derechos humanos quedaron protegidos por la misma norma concebida para reparar a sus víctimas.
La jurisprudencia posterior confirmó este patrón. En 1981, la Audiencia Nacional archivó una querella por torturas interpuesta contra antiguos miembros de la Brigada Político-Social, al considerar que los hechos estaban cubiertos por la amnistía. En 1986, el Tribunal Supremo empleó el mismo razonamiento en un caso relativo a ejecuciones sumarias de militantes antifranquistas. Ya en 2007, el alto tribunal rechazó la aplicación del principio de justicia universal a los crímenes del franquismo, argumentando que habían sido objeto de amnistía “conforme al consenso político de la Transición”.
La doctrina consolidada por el poder judicial también tuvo repercusión internacional. Cuando tribunales extranjeros intentaron investigar los crímenes del franquismo —como en la causa abierta por la jueza argentina María Servini a partir de 2010—, tanto el Tribunal Supremo como el Tribunal Constitucional negaron de forma sistemática la cooperación judicial, reafirmando la vigencia de la amnistía como barrera infranqueable frente a cualquier intento de rendición de cuentas.
En síntesis, la intención original del legislador fue reparar el daño causado a la oposición democrática y cerrar el ciclo represivo del franquismo. Sin embargo, la judicatura transformó esa herramienta en un instrumento destinado a garantizar la impunidad de los perpetradores. Esa reinterpretación no fue un simple accidente técnico, sino una decisión política revestida de legalidad, que evidenció hasta qué punto el poder judicial estaba dispuesto a actuar como garante del orden heredado.
La Ley de Amnistía de 1977, concebida como una herramienta de reconciliación, terminó por convertirse en un auténtico escudo jurídico frente a la rendición de cuentas. Tal y como subraya Chinchón Álvarez (La impunidad en la Transición española, 2010), la interpretación judicial de la norma consolidó un marco de impunidad que ha obstaculizado la aplicación del derecho internacional en materia de derechos humanos y bloqueado los procedimientos impulsados desde otras jurisdicciones, como el promovido por la jueza Servini en Argentina.
La violencia no pesa igual: la doble vara judicial ante la calle
La Transición española estuvo marcada por un alto nivel de conflictividad política y social. Entre 1975 y 1982 se sucedieron manifestaciones obreras y estudiantiles, protestas callejeras, ocupaciones, acciones armadas de grupos de extrema izquierda —como el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) o los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO)—, así como atentados perpetrados por organizaciones ultraderechistas y grupos parapoliciales con conexiones con el aparato estatal. En este contexto, el poder judicial no actuó como un árbitro neutral entre violencias, sino que aplicó una lógica represiva claramente asimétrica: la respuesta fue mucho más severa frente a la violencia o la disidencia procedente de la izquierda que frente a la ejercida desde la derecha.
1. Terrorismo y represión desde la izquierda
La actividad armada del FRAP y de los GRAPO fue perseguida desde el primer momento con el máximo rigor penal. Los tribunales aplicaron de manera estricta la legislación antiterrorista, impusieron largas penas de prisión y recurrieron a tipos penales amplios —como “asociación ilícita”, “subversión del orden constitucional” o “colaboración con banda armada”— incluso en casos donde la participación de los acusados era secundaria o tangencial.
Paralelamente, numerosas protestas obreras, ocupaciones pacíficas y movilizaciones estudiantiles fueron criminalizadas bajo figuras como “sedición” o “alteración del orden público”, con condenas que a menudo excedían la gravedad objetiva de los hechos. En ocasiones, simples discursos políticos o la difusión de panfletos fueron tipificados como “apología del terrorismo”, lo que muestra que la represión judicial no se dirigió exclusivamente contra la violencia armada, sino también contra formas de disidencia política organizada.
2. La indulgencia con la violencia de extrema derecha
El contraste con la actuación judicial ante la violencia procedente de grupos ultraderechistas fue marcado. Organizaciones parapoliciales como los Guerrilleros de Cristo Rey, el Batallón Vasco Español o la Triple A perpetraron decenas de atentados, asesinatos selectivos y agresiones, y sin embargo la mayoría de sus responsables no llegaron a ser juzgados. La indulgencia judicial —manifestada en investigaciones superficiales, condenas leves o incluso impunidad— fue la norma.
Uno de los casos más emblemáticos fue el atentado contra el despacho de abogados laboralistas de Atocha (24 de enero de 1977), en el que cinco juristas vinculados al Partido Comunista de España (PCE) y a Comisiones Obreras fueron asesinados por un comando ultraderechista. Aunque los autores materiales fueron condenados, la instrucción judicial no profundizó en las conexiones con estructuras policiales ni en el entramado de apoyo del que se beneficiaron.
Otro ejemplo significativo fue el caso Montejurra (9 de mayo de 1976), cuando un enfrentamiento entre facciones carlistas terminó con el asesinato de dos militantes progresistas a manos de activistas ultraderechistas con vínculos con los servicios de inteligencia franquistas. A pesar de la evidencia existente, las condenas fueron mínimas y varios implicados quedaron absueltos.
También resultaron paradigmáticos los asesinatos de Arturo Ruiz y Mari Luz Nájera, ocurridos en Madrid en enero de 1977 durante manifestaciones proamnistía. En el primer caso, el autor —vinculado a organizaciones parapoliciales— huyó de España con la ayuda de redes franquistas y nunca fue juzgado. En el segundo, el proceso judicial estuvo marcado por graves irregularidades y concluyó en sobreseimiento.
3. Consecuencias políticas de la asimetría judicial
Este doble rasero no fue ni casual ni anecdótico. Al criminalizar con severidad la violencia y la protesta procedentes de la izquierda mientras se minimizaba o ignoraba la violencia de extrema derecha, la judicatura contribuyó a moldear el nuevo espacio político en formación. Por un lado, las sentencias proyectaron la imagen de la izquierda radical —y en ocasiones del movimiento obrero en su conjunto— como una amenaza existencial para la estabilidad del régimen democrático. Por otro, la violencia reaccionaria fue tratada de facto como una defensa del orden en un contexto de cambio político acelerado.
El resultado fue un escenario judicial profundamente asimétrico. Mientras los movimientos transformadores eran reprimidos con el peso máximo de la ley, las fuerzas que defendían el statu quo operaban con amplios márgenes de impunidad. En lugar de constituir un muro entre violencias simétricas, la toga funcionó como un instrumento activo en la consolidación de un orden político que penalizaba el cambio y toleraba la reacción.
Preventivo: criminalización de la disidencia y control del nuevo espacio político
La judicatura no se limitó a castigar hechos consumados. También intervino para moldear el nuevo espacio democrático antes de que este se consolidara, estableciendo qué formas de acción política serían toleradas y cuáles serían excluidas. En ese terreno, el poder judicial desempeñó una función decisiva: trazó las fronteras de lo políticamente posible en la nueva democracia.
El viejo aparato con nuevos nombres
La disolución del Tribunal de Orden Público (TOP) en enero de 1977 fue presentada como un hito del proceso de democratización. Sin embargo, la creación de la Audiencia Nacional trasladó gran parte de sus funciones al nuevo marco constitucional. Muchos de sus magistrados procedían directamente del TOP —entre ellos Manuel García Castellón o Ricardo Varón Cobos— y la lógica de excepción continuó intacta.
La Audiencia Nacional heredó competencias clave en materia de terrorismo, orden público y “delitos contra la seguridad del Estado”. Desde sus primeros años de actividad, utilizó estas competencias para procesar a activistas políticos y sindicales que no estaban implicados en acciones violentas. Por ejemplo, en 1978 instruyó un sumario contra varios dirigentes de la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL) por “asociación ilícita” y “alteración del orden”, a pesar de que sus reivindicaciones se centraban en la mejora de las condiciones penitenciarias. En 1979, abrió diligencias contra miembros de Comisiones Obreras acusados de “conspiración” tras organizar una huelga en el sector metalúrgico madrileño.
Estos casos muestran que la Audiencia Nacional no solo actuaba contra la violencia armada, sino también contra formas de disidencia social o política que cuestionaban la autoridad del Estado. El mensaje era claro: ciertas expresiones del conflicto político seguían siendo consideradas amenazas y no ejercicios legítimos del pluralismo.
Protestar era peligroso
Durante los primeros años de la democracia, la represión judicial de la movilización social fue intensa y selectiva. Huelgas, ocupaciones y manifestaciones pacíficas fueron criminalizadas bajo figuras heredadas del franquismo como “alteración del orden público” o “resistencia a la autoridad”.
Estas decisiones tuvieron un efecto disuasorio sobre la acción colectiva: judicializaron el conflicto social y convirtieron el ejercicio de derechos fundamentales —reunión, huelga, expresión— en potenciales delitos.
Ideas peligrosas
La represión preventiva no se limitó a la acción callejera. También alcanzó al ámbito de las ideas. Durante la Transición, el poder judicial desempeñó un papel activo en la delimitación del discurso político permitido, especialmente en territorios con fuerte movilización nacionalista.
En 1979, por ejemplo, un tribunal condenó al periodista vasco José Luis Elexpe por “apología del terrorismo” tras publicar un artículo en el que cuestionaba la estrategia antiterrorista del Estado y pedía negociar con ETA. En 1980, el escritor catalán Francesc Ferrer i Gironès fue procesado por “injurias al Estado” por declaraciones a favor de la autodeterminación. En 1981, varios miembros de Herri Batasuna fueron condenados por “asociación ilícita” pese a que su actividad se desarrollaba dentro de los márgenes legales.
En todos estos casos, las resoluciones judiciales tuvieron un denominador común: el discurso que cuestionaba la unidad del Estado, defendía la autodeterminación o proponía salidas políticas al conflicto vasco fue considerado ilegítimo y punible. Así, el poder judicial no solo sancionó conductas, sino que moldeó el espacio simbólico del debate democrático.
Un efecto disciplinador
La criminalización de la protesta, la persecución de discursos disidentes y la continuidad funcional del antiguo aparato judicial cumplieron un objetivo político claro: disciplinar la sociedad civil en un momento de transición incierta. El mensaje era inequívoco: el nuevo régimen democrático tenía límites, y cruzarlos podía tener consecuencias penales.
Al actuar de esta forma, la judicatura contribuyó decisivamente a contener el potencial transformador de la movilización social y a canalizar el cambio político por vías controladas. La toga no solo castigaba lo ya ocurrido; también prevenía lo que podía llegar a ocurrir, moldeando la democracia desde sus cimientos.
Estructural: el veto judicial a la transformación democrática
Más allá del castigo a posteriori y del control preventivo, la judicatura intervino en un nivel más profundo y duradero: el diseño mismo del nuevo orden político. A través de su jurisprudencia, el poder judicial —y especialmente el Tribunal Constitucional— actuó como un freno estructural a las transformaciones impulsadas por el legislador y por los movimientos sociales. Esta intervención no fue puntual ni coyuntural: configuró el marco político de la nueva democracia durante décadas.
Interpretación conservadora de la Constitución
Desde sus primeros fallos, el Tribunal Constitucional (TC) adoptó una lectura restrictiva de los principios fundamentales de la Constitución de 1978, especialmente en lo relativo a la unidad del Estado y a la organización territorial.
Uno de los casos paradigmáticos fue la STC 25/1981, en la que el TC anuló artículos clave de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA) impulsada por UCD y PSOE tras el 23-F. Si bien la sentencia rechazó el intento de recentralización, lo hizo reafirmando que la unidad del Estado debía prevalecer sobre cualquier interpretación expansiva del principio de autonomía. Este criterio marcó la pauta para décadas de jurisprudencia restrictiva: en decisiones posteriores, como la STC 4/1981 sobre el Estatuto de Autonomía de Andalucía o la STC 76/1983 sobre la Ley de Normalización Lingüística en Cataluña, el TC estableció límites estrictos a las competencias autonómicas y reforzó el principio de soberanía única del Estado.
Este patrón se mantuvo en el tiempo. El ejemplo más representativo fue la STC 31/2010 sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, en la que el TC recortó elementos esenciales del texto aprobado por el Parlamento catalán y refrendado en referéndum. Aunque posterior al periodo 1975–1982, esta sentencia ilustra la continuidad de una doctrina que tiene sus raíces en los primeros años de la Transición: la prioridad estructural del Estado unitario sobre el desarrollo autonómico.
Protección de la monarquía y de la propiedad
Otro ámbito en el que la judicatura operó como garante del pacto transicional fue la protección de la monarquía parlamentaria. El Tribunal Constitucional consolidó muy pronto la inviolabilidad del rey y la imposibilidad de someter a control judicial sus actos. La STC 98/1983, por ejemplo, confirmó que las decisiones emanadas del monarca en el marco de sus funciones constitucionales no eran susceptibles de revisión judicial. Esta interpretación blindó a la Corona como uno de los pilares intocables del sistema.
En paralelo, el poder judicial protegió con celo la propiedad privada y los intereses empresariales frente a cualquier intento de transformación socioeconómica. La STC 111/1983, sobre la Ley de Expropiación Forzosa en Extremadura, limitó drásticamente el alcance de la reforma agraria impulsada por la Junta autonómica, al considerar inconstitucional la expropiación de grandes latifundios sin indemnización inmediata. Este fallo, junto con otros posteriores sobre políticas de suelo o vivienda, consagró un principio interpretativo que privilegiaba el derecho de propiedad sobre el interés social.
Algo similar ocurrió en el terreno laboral. Aunque la Constitución de 1978 reconocía el derecho a la huelga y a la negociación colectiva, la jurisprudencia del Tribunal Supremo y del TC adoptó un enfoque restrictivo. La STC 11/1981 definió límites estrictos al derecho de huelga en servicios esenciales, mientras que múltiples sentencias posteriores avalaron despidos disciplinarios por participación en paros no autorizados, debilitando el poder sindical en el nuevo marco democrático.
Obstáculos a la memoria y la reparación
El papel estructural del poder judicial en la defensa del orden transicional también se hizo evidente en la gestión del pasado. Las sentencias que bloquearon exhumaciones, impidieron investigaciones y negaron la aplicación del derecho internacional a los crímenes del franquismo fueron la expresión más visible de un pacto de silencio institucionalizado desde los años de la Transición.
Aunque muchas de estas decisiones son posteriores al periodo analizado, su lógica jurídica fue gestada en esos primeros años. Por ejemplo, en 1982, la Audiencia Nacional rechazó abrir causa por las ejecuciones sumarias del final del franquismo, al considerar que estaban cubiertas por la Ley de Amnistía. Décadas después, en 2008, el Tribunal Supremo anuló las diligencias abiertas por el juez Baltasar Garzón sobre desapariciones forzadas, argumentando que tales crímenes no podían investigarse por estar “amnistiados” y “prescritos”. El Tribunal Constitucional respaldó esta doctrina en 2012, negando la aplicación del principio de imprescriptibilidad a los crímenes contra la humanidad cometidos entre 1936 y 1975.
Estas decisiones demuestran que la función estructural de la justicia no fue solo mantener el orden presente, sino también controlar la relación del nuevo régimen con su pasado. El derecho fue utilizado para sellar el pacto fundacional de la democracia española: mirar hacia adelante sin revisar judicialmente el legado represivo del franquismo.
A través de esta jurisprudencia, el poder judicial no se limitó a aplicar la ley: diseñó los contornos del nuevo régimen democrático. Su intervención tuvo tres efectos estructurales: consolidó la primacía del Estado central sobre el poder autonómico, blindó los pilares institucionales del pacto transicional —la monarquía y la propiedad privada— y garantizó que el pasado no se convirtiera en un terreno de disputa judicial.
En ese sentido, la toga no fue un mero instrumento técnico del Estado de derecho, sino un arquitecto activo del nuevo orden político, asegurándose de que la democracia española naciera con límites bien definidos.
Conclusión: más allá del relato
La Transición española no fue únicamente un pacto político entre élites ni un proceso lineal de apertura democrática. Fue también —y sobre todo— una operación jurídica profundamente condicionada por la actuación del poder judicial. Lejos de limitarse a aplicar leyes o garantizar derechos, la judicatura desempeñó un papel activo en la definición del nuevo régimen: moldeó sus fronteras, protegió sus pilares y fijó los límites de lo posible.
En el plano a posteriori, la justicia fue el principal instrumento de la impunidad. Transformó una ley concebida para reparar a las víctimas en un mecanismo de protección de los perpetradores, reinterpretó la amnistía como una “ley de punto final” y aplicó una lógica represiva asimétrica que castigó con dureza la violencia de izquierdas mientras toleraba —cuando no encubría— la de extrema derecha. De este modo, se aseguró de que el pasado no se convirtiera en amenaza para el nuevo orden.
En el terreno preventivo, el poder judicial actuó como filtro del futuro. Perseguió la protesta social y la organización sindical, criminalizó ideas disidentes, mantuvo la lógica de los tribunales de excepción bajo nuevas formas institucionales —como la Audiencia Nacional— y delimitó el espacio de debate político, especialmente en el terreno del nacionalismo periférico. Su mensaje fue inequívoco: la democracia era posible, pero dentro de unos márgenes estrechamente definidos.
Finalmente, en el nivel estructural, la toga se convirtió en arquitecta del sistema. A través de su jurisprudencia, reforzó la primacía del Estado sobre la autonomía territorial, blindó la monarquía y el derecho de propiedad, debilitó la capacidad transformadora del derecho laboral y selló el pacto de silencio sobre el pasado franquista. Cada una de estas decisiones no fue solo jurídica, sino profundamente política: contribuyeron a diseñar un orden democrático estable, pero también limitado.
En conjunto, estas tres dimensiones dibujan un patrón nítido: el poder judicial no fue un espectador pasivo del proceso de transición, sino uno de sus protagonistas silenciosos. En momentos de crisis y transformación —como muestran no solo los casos español y republicano, sino también los de Weimar, Chile o Argentina—, la justicia deja de ser un árbitro neutral y se convierte en un actor que milita en defensa de un determinado proyecto social y político.
Reconocer este hecho no implica negar los avances democráticos logrados desde 1978. Significa, más bien, comprender que esos avances se construyeron sobre un pacto que incluyó la renuncia a determinadas rupturas: la revisión del pasado represivo, la democratización profunda de las instituciones judiciales, la transformación estructural de la propiedad o la apertura plena del espacio político. La democracia española nació con límites —y muchos de ellos fueron trazados con toga y martillo..
Bibliografía mínima
Chinchón Álvarez, Javier. La impunidad en la Transición española. Madrid: Catarata, 2010.
Espinosa Maestre, Francisco (ed.). Contra el olvido. Historia y memoria de la represión franquista. Barcelona: Crítica, 2006.
Garcés, Joan. Soberanos e intervenidos. Madrid: Siglo XXI, 1996.
Martín Pallín, José Antonio. La justicia y la transición política. Madrid: Trotta, 2008.
Urías, Joaquín. La justicia del franquismo. El Tribunal Supremo y la dictadura. Barcelona: Crítica, 2021.
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