Del crédito al casino: por qué la banca ya no financia lo que produce valor
Durante décadas, los bancos fueron el motor silencioso del crecimiento: transformaban el ahorro en inversión, financiaban empresas y acompañaban el ciclo productivo. Hoy, sin embargo, han dejado de ser engranajes de la economía real para convertirse en arquitectos de un sistema paralelo que crea dinero de la nada, especula con él y obtiene beneficios sin producir nada. Este artículo explica cómo se produjo esa transformación, por qué la banca se ha convertido en un actor rentista y cómo sus intereses compiten cada vez más con los de la sociedad que dice servir.
El capitalismo contemporáneo ha cambiado de naturaleza. La creación de riqueza ya no depende principalmente del trabajo, de la industria o de la innovación, sino del movimiento del dinero. La lógica de la acumulación se ha desplazado desde la fábrica hacia los balances financieros, desde la producción de bienes y servicios hacia la especulación con activos, la deuda y la captura de rentas. Este proceso —la financiarización— no es una anomalía temporal, sino el resultado de una transformación estructural que ha convertido al dinero en mercancía y a las finanzas en fin en sí mismas.
Pero este cambio profundo no ocurre de manera automática. Tiene arquitectos concretos, y ninguno ha sido más decisivo que el sistema bancario. Sin la capacidad de los bancos para crear crédito, multiplicar deuda, asignar recursos y condicionar políticas económicas, la financiarización no habría sido posible. La banca, nacida como intermediaria entre el ahorro y la inversión productiva, se ha convertido en el núcleo desde el que se dirige la economía global. Y entender cómo ha ocurrido esta transformación es clave para comprender por qué el capitalismo ha dejado de orientarse hacia la producción y cómo esta lógica se manifiesta hoy, de forma especialmente clara, en países como España.
1. Evolución histórica de la banca: de intermediaria productiva a motor de la financiarización
Durante más de un siglo, el negocio bancario fue inseparable de la economía real. Desde mediados del siglo XIX hasta las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los bancos desempeñaron un papel fundamental en el desarrollo industrial: movilizaban el ahorro privado, financiaban la construcción de fábricas e infraestructuras, respaldaban el comercio y canalizaban inversión hacia la agricultura o la minería. Su rentabilidad dependía directamente del crecimiento de la producción material.
Los estudios históricos sobre el sistema financiero de la posguerra reflejan bien esta simetría entre banca y economía real. Según las estimaciones de Thomas Philippon (The Great Reversal, 2019) y de Gerald Epstein (Financialization and the World Economy, 2005), entre dos tercios y tres cuartas partes de los ingresos de la banca estadounidense durante las décadas de 1950 y 1960 procedían de préstamos comerciales e industriales, es decir, de actividades directamente vinculadas a la producción. En Europa occidental, la situación era muy similar: el negocio bancario estaba centrado en financiar la expansión industrial, el comercio y las infraestructuras. Su rentabilidad dependía del ciclo económico: si la economía crecía, el crédito lo hacía con ella; si la industria se expandía, aumentaban también los beneficios bancarios.
Ese equilibrio empezó a resquebrajarse en torno a la década de 1970. Lo que siguió no fue un simple cambio táctico, sino una auténtica transformación estructural en el modelo de negocio. La causa inmediata fue la crisis de rentabilidad del capitalismo industrial, que golpeó simultáneamente a empresas y entidades financieras.
Tres factores explican ese giro:
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Caída de la rentabilidad productiva. Tras el ciclo expansivo de la posguerra, los márgenes industriales comenzaron a reducirse drásticamente. Los mercados maduros estaban saturados, el crecimiento del consumo se ralentizó y el aumento de los salarios redujo beneficios empresariales. Como consecuencia, el crédito destinado a la industria o al comercio ofrecía retornos cada vez más bajos.
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Aumento del riesgo e incertidumbre. La actividad productiva dependía de demasiadas variables difíciles de controlar: el precio del petróleo, los costes laborales, los ciclos de demanda, la inflación o las políticas fiscales. Los préstamos a la economía real requerían plazos largos, estaban expuestos a crisis recurrentes y su rentabilidad era incierta.
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Aparición de alternativas más rentables y estables. Mientras el crédito industrial perdía atractivo, surgieron oportunidades financieras que ofrecían márgenes más altos y plazos más cortos: deuda soberana con interés fijo, productos financieros con liquidez inmediata, inversiones especulativas desvinculadas del ciclo económico. Estas operaciones no dependían de fábricas, materias primas o mercados finales; dependían solo de capital disponible.
El resultado fue un cambio gradual pero profundo en el modelo de negocio bancario. Diversos estudios coinciden en que, desde mediados del siglo XX, el peso del crédito tradicional en los ingresos bancarios comenzó a descender de forma sostenida. En Estados Unidos, lo que en los años cincuenta representaba entre dos tercios y tres cuartas partes de los beneficios —procedentes de préstamos comerciales e industriales— se redujo por debajo de la mitad en la década de 1990, a medida que crecían las actividades vinculadas a los mercados financieros. Para entonces, el sector había comprobado que podía obtener rendimientos más altos, más predecibles y con menor exposición a los riesgos del ciclo económico dedicando sus recursos a la compraventa de activos, la gestión de deuda o la creación de productos financieros complejos, en lugar de financiar directamente la economía productiva.
2. De la industria a los mercados: las decisiones y los mecanismos que hicieron posible la financiarización
El giro de la banca hacia el mundo financiero no fue automático. Requirió, por un lado, decisiones políticas e institucionales que alteraron radicalmente el marco del capitalismo mundial; y por otro, innovaciones en el propio negocio bancario que permitieron que el dinero se multiplicara sin depender directamente de la producción. La financiarización no fue un accidente espontáneo: fue el resultado de un conjunto de transformaciones deliberadas.
2.1. Decisiones que cambiaron las reglas del juego
La más decisiva de todas fue el abandono del patrón oro. En 1971, Richard Nixon puso fin a la convertibilidad del dólar en oro, lo que significó que las principales monedas dejaron de estar respaldadas por un activo físico. Hasta entonces, la cantidad de dinero que circulaba en el mundo estaba, al menos en teoría, limitada por las reservas de oro de los bancos centrales. A partir de ese momento, el dinero pasó a ser una promesa respaldada por la confianza en el Estado emisor y en su sistema financiero.
Este cambio aparentemente técnico tuvo consecuencias revolucionarias:
Eliminó los límites materiales a la expansión monetaria y crediticia. Antes del abandono del patrón oro, la cantidad de dinero estaba condicionada por las reservas de metal precioso de cada país. Tras 1971, esa restricción desapareció: Estados Unidos pudo financiar simultáneamente la guerra de Vietnam y el programa espacial sin preocuparse por su stock de oro, y otros gobiernos pudieron sostener políticas expansivas mucho más ambiciosas.
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Permitió a los bancos centrales inyectar liquidez de manera mucho más flexible. La respuesta de la Reserva Federal a la crisis financiera de 2008 es un ejemplo paradigmático: creó más de 4 billones de dólares en pocos años mediante programas de quantitative easing, algo impensable en un sistema anclado al oro.
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Facilitó un crecimiento casi ilimitado del crédito, al desvincular la oferta monetaria de cualquier restricción física. Desde los años setenta, la deuda global no ha dejado de crecer: si en 1980 representaba alrededor del 110 % del PIB mundial, hoy supera el 330 %. Esta expansión ha sido posible precisamente porque el dinero ya no está ligado a un recurso finito, sino a la voluntad política y a la capacidad de los mercados financieros de absorberlo..
La decisión de Estados Unidos no fue aislada. En los años siguientes, muchas economías avanzadas emprendieron una liberalización profunda de los flujos financieros. El Reino Unido desreguló su sistema bancario en los años ochenta bajo el gobierno de Thatcher (“Big Bang” de la City de Londres, 1986), Estados Unidos hizo lo propio con la derogación de leyes que separaban la banca comercial de la banca de inversión (como la Glass-Steagall Act, derogada en 1999), y el control de capitales transfronterizos se fue desmantelando en todo el mundo.
En paralelo, los bancos centrales adoptaron el papel de garantes de estabilidad sistémica. Su disposición a actuar como prestamistas de última instancia redujo el riesgo percibido por el sector financiero y alentó operaciones cada vez más complejas. El sistema se movía con más libertad, y esa libertad significaba más margen para crear dinero y multiplicar beneficios.
Uno de los efectos más profundos de esta ruptura fue el nacimiento del mercado de deuda moderna. Sin la restricción del oro, los Estados pudieron financiar déficits crecientes mediante la emisión de bonos, y los bancos encontraron en ellos un activo extremadamente atractivo: seguro, líquido y con rentabilidad estable. En pocas décadas, el mercado global de deuda pública se convirtió en la columna vertebral del sistema financiero, ofreciendo a las entidades un flujo constante de ingresos desvinculado de la producción real. La deuda soberana pasó a ser, no solo un instrumento de financiación estatal, sino también una de las principales fuentes de beneficio bancario y el activo sobre el que se construyeron innumerables productos derivados.
2.2. Los engranajes internos del negocio bancario
Estas transformaciones externas coincidieron con cambios profundos en el interior del sistema bancario, que dejaron obsoleta la imagen tradicional del banco como simple intermediario entre ahorradores y prestatarios. En el nuevo modelo, los bancos no se limitan a movilizar el capital existente: lo crean, lo multiplican y lo ponen a trabajar sobre sí mismo. Los mecanismos clave de esta nueva lógica son los siguientes:
a) Creación endógena de dinero
Cuando un banco concede un préstamo, no está entregando dinero previamente depositado por sus clientes. En realidad, está creando nuevo dinero en forma de apunte contable en la cuenta del prestatario. Diversos estudios —incluidos informes del Banco de Inglaterra (Money Creation in the Modern Economy, 2014) y del Banco Central Europeo— estiman que entre el 85 % y el 95 % del dinero en circulación en las economías avanzadas no lo emiten los bancos centrales, sino las propias entidades privadas mediante esta creación crediticia. Este mecanismo, conocido como creación endógena de dinero, permite expandir el balance del sistema financiero mucho más allá del ahorro previamente existente..
b) Reserva fraccionaria y multiplicador crediticio
Los bancos no necesitan disponer del 100 % de los depósitos que gestionan. Solo están obligados a mantener un pequeño porcentaje como reservas líquidas (históricamente en torno al 1-10 %, dependiendo del país y el periodo). Esto significa que pueden prestar varias veces el dinero que tienen en caja. Un depósito de 100 euros puede convertirse en préstamos por 900, generando beneficios sobre cantidades muy superiores al capital real disponible.
c) Titulización y venta de riesgo
Una vez concedido un préstamo, el banco no tiene por qué mantenerlo en su balance hasta su vencimiento. Puede empaquetarlo junto con otros créditos similares y venderlo en los mercados financieros como un activo negociable. Este proceso —la titulización— libera espacio en el balance y permite conceder nuevos préstamos sin aumentar el riesgo directo. Es un ciclo que se retroalimenta: más crédito genera más productos financieros, que a su vez permiten más crédito.
d) Apalancamiento financiero
Las entidades operan con ratios de apalancamiento muy superiores a su capital propio. En la práctica, pueden multiplicar el tamaño de sus operaciones decenas de veces respecto a sus fondos iniciales, lo que amplifica sus beneficios (aunque también sus pérdidas). Este apalancamiento convierte pequeñas cantidades de capital en grandes volúmenes de operaciones financieras.
e) Expansión hacia productos complejos
A partir de los años noventa, la banca extendió su negocio más allá del crédito tradicional: derivados, swaps, productos estructurados, trading algorítmico o gestión de activos se convirtieron en fuentes de ingresos crecientes. A diferencia de la financiación productiva, estos productos no requieren inversiones físicas ni dependen del ciclo industrial. Su rentabilidad es puramente financiera.
El efecto combinado de estas decisiones externas y mecanismos internos fue un cambio radical en el papel del sistema bancario. La banca dejó de ser un canal a través del cual fluía el ahorro hacia la inversión productiva para convertirse en un generador autónomo de capital financiero. El dinero dejó de representar bienes y servicios futuros para convertirse en un activo que se negocia, se multiplica y genera beneficios por sí mismo.
En otras palabras, el sistema dejó de ser un espejo de la economía real para convertirse en su propio motor. Y una vez que ese motor comenzó a girar, la economía mundial empezó a organizarse en torno a él.
3. La anatomía global del negocio bancario: de motor auxiliar a centro de poder
Las decisiones y mecanismos descritos en el epígrafe anterior no solo modificaron el funcionamiento del sistema financiero: desencadenaron una transformación estructural que cambió para siempre el papel de la banca. A partir de los años ochenta, el giro hacia la financiarización dejó de ser un proceso incipiente para convertirse en la lógica dominante del capitalismo global.
Varios factores confluyeron para acelerar este movimiento.
En primer lugar, la coartada ideológica. El auge del pensamiento neoliberal proporcionó una justificación intelectual a la supremacía del capital financiero. Autores como Milton Friedman y las políticas de Reagan y Thatcher situaron la estabilidad monetaria, la disciplina fiscal y la confianza de los mercados por encima de cualquier otra prioridad económica. Se consolidó la idea de que el papel del Estado debía limitarse a garantizar el buen funcionamiento de los mercados y proteger a los inversores. En ese marco, la banca dejó de ser un medio para financiar la producción y pasó a ser el indicador de la “salud” económica.
En segundo lugar, la transformación geopolítica. La caída de la Unión Soviética en 1991 eliminó el principal competidor ideológico del capitalismo occidental y con él buena parte de los límites políticos a la liberalización financiera. Las economías emergentes fueron empujadas a abrir sus mercados de capital, privatizar bancos públicos y adaptar sus políticas monetarias a las expectativas de los inversores internacionales. La globalización del sistema financiero fue tan rápida que, en apenas dos décadas, la circulación de capital superó en volumen al comercio mundial de bienes.
En tercer lugar, la revolución tecnológica. El desarrollo de las tecnologías digitales permitió operar en los mercados financieros a velocidades antes inimaginables. Las transacciones que en los años sesenta requerían días se ejecutaban ahora en milisegundos. El auge del trading algorítmico, las plataformas electrónicas y la banca en línea multiplicó la liquidez, redujo costes y abrió el camino a una especulación continua. La banca podía generar beneficios sin moverse del parqué, a una escala global y en tiempo real.
Este triple impulso —ideológico, geopolítico y tecnológico— consolidó un modelo en el que el capital financiero ya no acompaña al proceso productivo, sino que lo condiciona. La rentabilidad dejó de depender de la inversión y la innovación, y pasó a estar determinada por la capacidad de mover, transformar y rentabilizar flujos financieros.
3.1. La nueva estructura del negocio bancario
Los datos actuales ofrecen una imagen muy distinta de la que caracterizaba a la banca de mediados del siglo XX.
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Peso de las actividades financieras. Diversos estudios —entre ellos, informes de la Autoridad Bancaria Europea (EBA) y análisis académicos como los de Gerald Epstein (Financialization and the World Economy, 2005) o Thomas Philippon (The Great Reversal, 2019)— coinciden en señalar que en los grandes bancos internacionales el crédito tradicional a empresas productivas representa hoy menos de una cuarta parte de sus ingresos totales. En contraste, entre el 60 % y el 70 % procede de actividades puramente financieras, como comisiones por servicios, compraventa de activos, trading con derivados, gestión de patrimonios o productos estructurados negociados en los mercados. Esta distribución ilustra hasta qué punto la rentabilidad bancaria actual depende de operaciones desvinculadas de la economía real.
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Participación en deuda soberana. El mercado global de bonos supera ya los 135 billones de dólares, equivalente a más del 120 % del PIB mundial. Buena parte de esos títulos está en manos de bancos y fondos vinculados a ellos, que obtienen ingresos constantes de intereses sin riesgo productivo.
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Derivados financieros. El volumen nocional de derivados OTC (productos puramente financieros sin relación directa con la economía real) supera las 12 veces el PIB mundial, con más de 600 billones de dólares en circulación según el BIS.
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Tamaño y concentración. Las 30 mayores entidades del mundo —los llamados bancos sistémicos globales (Global Systemically Important Banks, G-SIBs), según la clasificación del Financial Stability Board— gestionan conjuntamente activos por valor de unos 47 a 50 billones de dólares, equivalentes a aproximadamente el 45 – 50 % del PIB mundial en 2023. Esta concentración otorga a un reducido grupo de instituciones un peso sistémico sin precedentes y les permite influir de forma decisiva en los flujos financieros globales.
Además, la distribución de beneficios ilustra el cambio de prioridades. Desde comienzos de siglo, los grandes bancos destinan sistemáticamente entre el 40 % y el 60 % de sus ganancias a dividendos y recompras de acciones, reduciendo la parte que se reinvierte en crédito productivo o innovación financiera real. El capital no se orienta a financiar nuevas industrias, sino a reforzar el valor de los propios activos bancarios.
3.2. La nueva relación entre banca y economía
Este nuevo modelo tiene implicaciones profundas. La banca ya no depende de la salud de la economía productiva para prosperar; de hecho, en muchos casos obtiene sus mayores beneficios en contextos de estancamiento. Su función ya no consiste en facilitar inversión, sino en gestionar deuda, arbitrar riesgos y capturar rentas. Las políticas públicas, las decisiones empresariales e incluso las estrategias de desarrollo nacional se diseñan cada vez más en función de la “confianza de los mercados” y las exigencias del capital financiero.
En apenas medio siglo, el sistema ha pasado de ser un intermediario al servicio del crecimiento a convertirse en el núcleo que define sus condiciones. Si en los años cincuenta el crédito seguía a la producción, hoy es la producción la que se ajusta a la lógica del crédito. El mundo no crece para financiar proyectos; se endeuda para sostener un sistema financiero que ya no necesita producir para multiplicarse.
4. De intermediarios a rentistas: la nueva naturaleza del negocio bancario
La consecuencia final de este proceso es que la banca ha dejado de comportarse como un actor productivo para convertirse en un agente rentista. En economía política, el rentismo se define como la obtención de ingresos no a través de la creación de valor nuevo, sino mediante la apropiación de rentas generadas por otros: alquileres, intereses, comisiones, especulación o monopolios sobre recursos estratégicos. Esa lógica, que durante siglos estuvo asociada a la propiedad de la tierra o al control de recursos naturales, es hoy el corazón del sistema financiero.
Los bancos encajan plenamente en esta definición. Sus beneficios ya no dependen de la inversión en actividades productivas ni de la financiación de proyectos empresariales que generen empleo o innovación. Proceden, sobre todo, de operaciones que capturan parte del valor creado en otros ámbitos de la economía: intereses sobre la deuda pública emitida por los Estados, comisiones por la gestión del ahorro privado, beneficios derivados de la compraventa de activos financieros o plusvalías obtenidas al especular con precios y expectativas. Incluso cuando prestan dinero a empresas o familias, el retorno no proviene del éxito del proyecto financiado, sino del flujo de pagos futuros garantizado por contrato.
Este modelo altera la lógica del capitalismo. En lugar de compartir riesgos con el sector productivo, la banca los traslada al conjunto de la sociedad. Su rentabilidad está garantizada con independencia del ciclo económico: los Estados pagan su deuda incluso en recesión, las comisiones bancarias se cobran aunque el crédito no fluya, y los rescates públicos socializan las pérdidas cuando la especulación se convierte en crisis. El sistema se asegura de ganar incluso cuando el resto pierde.
La transformación tiene además un efecto acumulativo. Cuanto más se expande la economía financiera, mayor es la dependencia de la economía real respecto a ella. Las empresas necesitan crédito para sobrevivir, los Estados deben emitir deuda para financiarse, las familias dependen del sistema bancario para acceder a vivienda o consumo. La banca no crea el valor que circula en estas transacciones, pero se apropia de una fracción constante cada vez que el dinero cambia de manos.
Por eso, hablar hoy de banca es hablar de rentismo: un modelo económico en el que la intermediación se ha convertido en extracción, la financiación en dependencia y la creación de riqueza en una oportunidad para capturar rentas. La función social del crédito —movilizar recursos para producir más y mejor— ha sido sustituida por un negocio que prospera no a pesar de la economía real, sino precisamente gracias a su fragilidad estructural.
5. La ficción de la función social: crédito insuficiente y dependencia estructural
A pesar de la transformación profunda que ha vivido el sistema bancario en las últimas décadas, la narrativa dominante apenas ha cambiado. La banca sigue presentándose a sí misma —y es presentada por gobiernos y reguladores— como un actor esencial para el bienestar colectivo: el engranaje que conecta el ahorro con la inversión, financia empresas, facilita el acceso a la vivienda, impulsa la innovación y sostiene el crecimiento. Esa función social no es falsa, pero hoy es más una coartada ideológica que una descripción fiel de la realidad.
En términos cuantitativos, esa función representa hoy una parte claramente minoritaria del negocio bancario. Diversos estudios —incluidos informes de la OCDE, del Banco de Pagos Internacionales (BIS) y de la Autoridad Bancaria Europea (EBA)— estiman que, en las grandes economías desarrolladas, aproximadamente entre el 20 % y el 25 % de los activos bancarios están vinculados a la financiación directa de empresas productivas. En cambio, entre el 60 % y el 70 % se destina a operaciones financieras puras —como la compra de deuda soberana, el trading con derivados, la gestión de patrimonios o los préstamos al consumo— que poco o nada tienen que ver con la creación de valor real. Incluso el crédito hipotecario, que suele presentarse como un motor social, responde sobre todo a la lógica de la especulación inmobiliaria más que a un proyecto de cohesión económica..
Esta disociación tiene consecuencias profundas. La primera es el absurdo de los rescates financieros. Los bancos son salvados con recursos públicos —como ocurrió tras la crisis de 2008, cuando el coste neto del rescate en España superó los 60.000 millones de euros— bajo el argumento de que su colapso paralizaría el crédito a familias y empresas. Sin embargo, esa inyección de capital rara vez se traduce en un aumento significativo de la financiación productiva. Los balances se saneaban, los beneficios volvían a crecer… pero el flujo de crédito seguía sin alcanzar a quienes lo necesitaban.
La segunda consecuencia es una escasez crónica de financiación que frena el desarrollo económico y social. El crédito disponible no se corresponde con las necesidades estratégicas de las sociedades contemporáneas: transición energética, reindustrialización, digitalización, investigación científica o vivienda asequible. Las pequeñas y medianas empresas —que generan más del 60 % del empleo en Europa— siguen enfrentándose a enormes dificultades para acceder a financiación a largo plazo. Los proyectos de alto valor añadido y riesgo tecnológico encuentran puertas cerradas porque no prometen retornos inmediatos. Y las grandes inversiones necesarias para transformar el modelo productivo dependen más de fondos públicos o de instituciones multilaterales que del sistema bancario privado.
Nada de esto es coyuntural. No es una consecuencia pasajera de tipos de interés altos o de fases de ciclo económico. Es un rasgo estructural del modelo financiero contemporáneo. El negocio bancario actual no está diseñado para financiar aquello que las sociedades necesitan, sino aquello que garantiza rentabilidad a corto plazo. Su función social no ha desaparecido, pero ha quedado reducida a una fracción residual que se invoca para legitimar un poder económico y político desproporcionado.
El resultado es una paradoja inquietante: el sistema financiero más sofisticado de la historia convive con déficits crónicos de crédito para las actividades que determinan el futuro colectivo. Y la sociedad, en lugar de condicionar el funcionamiento de la banca a sus necesidades, se ve obligada a adaptar sus aspiraciones a los límites que el sistema impone.
Conclusión – El circuito cerrado del dinero
La evolución histórica del sistema bancario, las decisiones políticas que eliminaron sus límites tradicionales y los mecanismos internos que multiplicaron su capacidad de generar crédito han dado lugar a una economía financiera con vida propia. Lo que comenzó como una función auxiliar —movilizar el ahorro para financiar el crecimiento productivo— ha terminado por transformarse en un circuito cerrado de creación y circulación de dinero, en gran medida independiente del mundo material al que originalmente servía.
Ese circuito no necesita fábricas, ni materias primas, ni trabajadores para expandirse. Se alimenta de dinero fraccionario, creado por los propios bancos a través de la concesión de crédito, y lo multiplica mediante operaciones que existen casi exclusivamente en el plano contable: derivados, titulizaciones, arbitrajes, apalancamientos o recompras de activos. El resultado es una economía virtual que se reproduce a sí misma, capaz de crecer incluso cuando la producción se estanca o el comercio mundial se contrae.
Lejos de integrarse con la economía real, este universo financiero tiende a competir con ella. Los recursos que podrían financiar innovación, transición energética o desarrollo industrial se desvían hacia productos especulativos de rentabilidad inmediata. Las políticas públicas se diseñan no para maximizar el bienestar colectivo, sino para “tranquilizar a los mercados”. Y las empresas no buscan tanto producir mejor como satisfacer las expectativas de los inversores. En lugar de actuar como lubricante del sistema económico, las finanzas se han convertido en un poder autónomo que condiciona sus reglas y prioridades.
La paradoja es profunda. Cuanto más crece la economía financiera, más vulnerable se vuelve la economía real de la que depende en última instancia. El dinero que circula dentro de ese circuito cerrado no cultiva alimentos, no produce energía, no construye infraestructuras. Solo puede extraer rentas del trabajo, de los recursos naturales y de la actividad productiva que ocurren fuera de él. Y en esa dependencia —oculta tras cifras astronómicas y gráficos ascendentes— se encuentra la fragilidad de todo el sistema: un coloso virtual que puede multiplicarse indefinidamente sobre sí mismo, pero que no puede existir sin aquello que no controla.
Por eso, el reto central de nuestro tiempo no es eliminar la economía financiera, sino reconectarla con la economía real. No basta con regular sus excesos: hay que redefinir su función, condicionar su expansión al cumplimiento de objetivos sociales y volver a situar el crédito al servicio de la producción y el bienestar colectivo. Mientras el dinero siga moviéndose en un circuito cerrado al margen de las necesidades materiales de las sociedades, la contradicción entre ambos mundos seguirá creciendo. Y con ella, el riesgo de que el sistema que hoy parece invulnerable termine devorando su propia base.
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