Por qué el Nobel de la Paz ya no premia la paz


La concesión del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado ha sido recibida con júbilo en las capitales occidentales. La oposición venezolana la presenta como un reconocimiento a la lucha democrática frente a un régimen autoritario. Los grandes medios repiten la historia en bucle: una mujer valiente que se enfrenta a la “dictadura” de Nicolás Maduro y representa las aspiraciones de libertad de todo un pueblo. Pero basta apartar el barniz retórico para descubrir que este galardón no dice tanto sobre Venezuela como sobre Occidente y su manera de usar la democracia como herramienta geopolítica.

Porque lo verdaderamente revelador no es que Machado haya sido premiada, sino que las “María Corina Machado” de otros países ni siquiera existen para nosotros. Las activistas que desafían al poder en Arabia Saudí, Egipto o Emiratos Árabes Unidos, muchas de ellas encarceladas, torturadas o condenadas al silencio, no aparecen en portadas, no son nominadas al Nobel, no reciben visitas de delegaciones parlamentarias. Sus nombres no se pronuncian en discursos europeos ni norteamericanos. La diferencia no radica en el valor, ni en el sacrificio, ni en la justicia de su causa. Radica, simplemente, en la posición geopolítica de los regímenes a los que se enfrentan.


El premio como herramienta de poder

El Premio Nobel de la Paz ha sido, desde hace décadas, algo más que un reconocimiento moral: es también un instrumento de diplomacia simbólica. Su objetivo declarado es premiar la defensa de la paz y los derechos humanos, pero en la práctica el galardón opera como un acto de legitimación política. Condecorar a un disidente o a un movimiento no solo lo refuerza internamente: también lo sitúa en el tablero internacional como actor legítimo y presiona a su gobierno.

En este caso, premiar a Machado envía un mensaje inequívoco: el orden internacional reconoce como legítima a la oposición venezolana y delegitima al gobierno de Maduro. La operación es tan evidente que pasa inadvertida. La pregunta que rara vez se formula es por qué este mecanismo nunca se activa frente a regímenes aliados que vulneran derechos humanos de forma igual o más intensa. Por qué no hay premios para quienes denuncian la represión en Egipto, donde decenas de miles de presos políticos languidecen en cárceles sin juicio. Por qué no se premia a las activistas saudíes que, por reclamar derechos básicos, han sido azotadas y condenadas a décadas de prisión.

La respuesta es tan simple como incómoda: porque esos gobiernos son aliados estratégicos de Estados Unidos y Europa. Su autoritarismo, por brutal que sea, no amenaza el orden global. Y si no lo amenaza, no merece castigo simbólico.

Esta instrumentalización no es nueva. A lo largo de la historia, el Nobel de la Paz ha sido concedido en contextos que hoy invitan a la reflexión o, directamente, al sonrojo. Algunos ejemplos emblemáticos:

  • 🪖 Henry Kissinger (1973): galardonado junto al norvietnamita Le Duc Tho por los acuerdos de paz de Vietnam. Kissinger, arquitecto de la guerra secreta en Camboya y Laos, fue responsable de políticas que dejaron cientos de miles de civiles muertos. Incluso el propio Le Duc Tho rechazó el premio por considerarlo hipócrita.

  • 🤝 Yitzhak Rabin, Shimon Peres y Yasser Arafat (1994): premiados por los Acuerdos de Oslo, que prometían una paz que nunca llegó. Décadas después, el conflicto israelí-palestino sigue sin resolverse y con niveles de violencia incluso mayores.

  • 🇺🇸 Barack Obama (2009): recibió el Nobel apenas meses después de asumir la presidencia, “por sus esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional”. Durante su mandato, sin embargo, amplió el uso de drones, intervino en Libia y mantuvo operaciones militares en múltiples países.

  • ☮️ Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (2013): premiada en plena guerra de Siria, a pesar de que la destrucción de armas químicas sirvió de excusa para legitimar intervenciones selectivas mientras se ignoraban otras violaciones masivas de derechos humanos.

  • ✈️ Unión Europea (2012): reconocida por su papel en la paz continental, a pesar de sus políticas migratorias que han contribuido a miles de muertes en el Mediterráneo y de haber participado activamente en intervenciones militares en África y Medio Oriente.

Estos casos muestran que el Nobel de la Paz no es garantía de coherencia ética. A veces premia a responsables de guerras; otras, a procesos de paz que fracasan; otras, a instituciones que perpetúan desigualdades o violencias estructurales. Lo importante, una y otra vez, no es tanto la trayectoria del galardonado como el mensaje geopolítico que su elección transmite en cada momento histórico.


La manipulación del lenguaje: dictaduras a medida

La misma lógica opera con el lenguaje. La etiqueta “dictadura” se aplica con una ligereza que la vacía de contenido. Se llama dictadura al gobierno de Venezuela pese a que en el país hay elecciones periódicas, partidos opositores legales, gobiernos regionales en manos de la oposición y medios de comunicación críticos. Se repite esa palabra con insistencia, incluso cuando líderes opositores, como la propia Machado, gozan de una visibilidad mediática diaria impensable en las dictaduras del siglo XX.

En la Chile de Pinochet, en la Argentina de Videla o en la España franquista, la oposición no solo no salía en televisión: era encarcelada, torturada o desaparecida. En Venezuela, en cambio, puede ganar alcaldías, controlar estados federales e incluso, como ocurrió en 2015, obtener mayoría parlamentaria. Puede presentarse a elecciones, movilizar a sus bases y tener presencia pública constante.

Si miramos la realidad institucional sin filtros ideológicos, el sistema político venezolano presenta elementos que serían incompatibles con una dictadura clásica, entre ellos:

  • 🗳️ Elecciones periódicas con participación opositora, incluso cuando se denuncian irregularidades o desequilibrios.

  • 🏛️ Representación parlamentaria de la oposición, que ha llegado a controlar la Asamblea Nacional (2015-2020).

  • 🌐 Gobiernos regionales y alcaldías en manos opositoras, incluidas ciudades clave como Maracaibo o Baruta.

  • 📰 Medios de comunicación críticos que operan legalmente, como El Nacional, La Patilla, Efecto Cocuyo o Tal Cual.

  • 📣 Alta visibilidad pública de líderes opositores, con capacidad de convocar manifestaciones, campañas y presencia mediática constante.

  • 🏙️ Espacios de organización civil y asociaciones independientes que, pese a presiones, siguen funcionando en el país.

¿Es esto democracia plena? No. Pero tampoco es la dictadura que el discurso simplificador quiere hacer creer.

La inflación del término “dictadura” no es accidental. Tiene una función política: deslegitimar a ciertos gobiernos para aislarlos y justificar sanciones, mientras se absuelve a otros con comportamientos similares. Así, la palabra deja de describir un régimen cerrado y represivo para convertirse en un sinónimo de “enemigo político”. Un país puede tener censura, presos políticos o elecciones amañadas, pero si es aliado de Occidente se lo llamará “régimen fuerte”, “autoritarismo competitivo” o “transición democrática”. La semántica se vuelve selectiva.


La trampa del modelo ideal

Hay un mecanismo aún más sofisticado en este juego: comparar a los demás con un modelo ideal de democracia liberal que ni siquiera Occidente cumple. Este recurso retórico es extremadamente eficaz, porque convierte a cualquier régimen no alineado en “defectuoso” por definición. La comparación no se hace con la realidad concreta de las democracias liberales —con sus contradicciones, déficits y crisis—, sino con una versión imaginaria y normativa que nunca ha existido plenamente.

La crítica a Venezuela por irregularidades electorales, por ejemplo, suele omitir que en países de la propia Unión Europea han existido casos de compra de votos, manipulación mediática y clientelismo institucionalizado. Moldavia y Rumanía han sido señaladas por organismos internacionales por prácticas electorales opacas y control partidista del aparato estatal; Hungría y Polonia han vulnerado sistemáticamente la independencia judicial sin perder su condición de “democracias europeas”. En las repúblicas bálticas, cientos de miles de rusoparlantes nacidos en el país siguen siendo ciudadanos de segunda categoría, sin plenos derechos políticos por razones étnicas y lingüísticas.

Pero la incongruencia va más allá de Occidente. Aliados cercanos de las potencias occidentales incurren en abusos mucho más graves sin recibir la etiqueta de “dictadura” ni sanciones internacionales. Arabia Saudí sigue siendo una monarquía absoluta sin partidos políticos ni elecciones. Egipto mantiene a decenas de miles de presos políticos tras juicios sumarios. Israel ha ocupado territorios y negado derechos políticos básicos a millones de palestinos durante décadas. Turquía encarcela periodistas y opositores por delitos de opinión mientras negocia su adhesión a la Unión Europea y sigue siendo un miembro crucial de la OTAN. Ninguno de estos casos se presenta como un “fracaso democrático” incompatible con la pertenencia al club de las naciones respetables.

La conclusión es clara: la democracia liberal se presenta como un estándar objetivo, pero funciona en realidad como una frontera política. Quien está dentro de ese círculo —aunque viole principios fundamentales como la separación de poderes, la igualdad ante la ley o el pluralismo político— sigue siendo considerado legítimo y democrático. Quien está fuera será condenado incluso si respeta parte de esos principios.

Este doble rasero no es un accidente, sino el núcleo mismo del sistema: la “democracia” deja de ser un conjunto de valores universales para convertirse en un dispositivo de poder blando (soft power), un arma simbólica en la disputa por el sentido y la legitimidad. En el terreno internacional, no se trata solo de describir realidades políticas, sino de imponer narrativas, moldear percepciones globales, justificar alianzas y deslegitimar adversarios. Así, el lenguaje de la democracia deja de ser una brújula ética y se convierte en un instrumento estratégico de dominación.


La invisibilidad selectiva de la disidencia

Volvemos así al punto de partida: solo conocemos a las disidentes de los enemigos. Las demás —igual de valientes, igual de comprometidas— ni siquiera existen en el relato. Nadie conoce el nombre de Loujain al-Hathloul, encarcelada y torturada en Arabia Saudí por liderar la campaña que consiguió que las mujeres pudieran conducir. Casi nadie ha oído hablar de Esraa Abdel Fattah, periodista y activista egipcia que pasó más de un año en prisión preventiva por exigir reformas democráticas. Pocos saben quién es Abdulhadi al-Khawaja, fundador del Centro de Derechos Humanos de Baréin, condenado a cadena perpetua por organizar protestas pacíficas en 2011.

El silencio se repite en todas partes: Raif Badawi, bloguero saudí condenado a diez años de cárcel y mil latigazos por “insultar al islam”; Alaa Abdel Fattah, figura emblemática de la Primavera Árabe en Egipto, hoy cumpliendo 25 años de prisión tras juicios opacos; Nabeel Rajab, también bahreiní, encarcelado por denunciar violaciones de derechos humanos; Khadija Ismayilova, periodista azerí que reveló la corrupción del régimen de Ilham Aliyev y fue condenada a prisión por “evasión fiscal”.

Todos ellos encarnan el mismo coraje, la misma convicción y el mismo compromiso con la libertad que se celebran en figuras como María Corina Machado. Pero no hay portadas en los diarios occidentales para ellos. No hay campañas de solidaridad internacional que lleven su nombre. No hay premios Nobel ni visitas de embajadores.

La invisibilidad no es accidental. La visibilidad es un recurso de poder, y Occidente la distribuye de forma estratégica. La heroína democrática necesita un villano reconocible. Una disidente en un país aliado no sirve a la narrativa: descoloca, incomoda, cuestiona el orden. Por eso, simplemente, no existe.


La banalización consumada de la democracia

No se trata ya de un riesgo hipotético: es una realidad consolidada. Al convertir la democracia en una herramienta geopolítica y en un dispositivo de legitimación selectiva, Occidente no solo ha perdido credibilidad: ha vaciado de contenido los conceptos que durante décadas sirvieron como mediación común para entendernos políticamente.

Términos fundamentales como dictadura, derechos humanos u oposición democrática han dejado de tener un valor descriptivo, objetivo y compartido. Dictadura ya no designa un régimen sin libertades políticas, sino simplemente a un gobierno que desafía el orden establecido. Derechos humanos ya no se entienden como principios universales aplicables a todos los Estados, sino como una lista de exigencias selectivas dirigidas contra unos y silenciadas frente a otros. Oposición democrática ya no describe un compromiso con la libertad y la pluralidad, sino que se reduce a oposición útil: aquella que sirve para debilitar a los adversarios estratégicos.

Pero esta mutación semántica tiene además un efecto especialmente corrosivo: banaliza la memoria del pasado de lucha política. Cuando se presenta como heroína democrática a quien participa en elecciones, tiene acceso diario a los medios de comunicación, puede convocar manifestaciones públicas y recibe respaldo diplomático de potencias extranjeras, se falsea el significado histórico de lo que fue realmente ser opositor bajo una dictadura.

Los opositores a Franco en la España de los años cincuenta y sesenta —como Marcelino Camacho o Julián Grimau— sabían que cualquier reunión clandestina podía terminar en tortura o fusilamiento. Los disidentes soviéticos como Aleksandr Solzhenitsyn o Natan Sharansky pasaron años en el Gulag por escribir un libro o fundar un grupo de lectura. En Chile, figuras como Orlando Letelier fueron asesinadas por la policía secreta en el exilio, mientras que en Argentina miles de militantes sindicales, estudiantes y activistas desaparecieron sin dejar rastro. En las dictaduras del Cono Sur, ser oposición significaba vivir en la clandestinidad, cambiar de domicilio cada semana, arriesgar a la familia y, muchas veces, morir sin juicio ni noticia.

Nada de esto tiene que ver con el contexto de figuras políticas contemporáneas que —por injustas que sean las condiciones— participan de elecciones, dirigen partidos legalizados, gobiernan regiones, conceden entrevistas y reciben premios internacionales. Equiparar ambas situaciones no solo es intelectualmente deshonesto, sino también históricamente ofensivo: convierte en equivalentes experiencias políticas radicalmente diferentes y devalúa el sacrificio real de quienes lucharon contra dictaduras auténticas.

El lenguaje político, que alguna vez funcionó como un terreno común de significados, se ha convertido en un campo de batalla simbólico. Las palabras ya no median entre posiciones enfrentadas, sino que se usan como proyectiles en una guerra cultural y geopolítica que divide, polariza y fractura a las sociedades. En nombre de la democracia, se ha erosionado la posibilidad misma de un discurso democrático coherente. En nombre de la universalidad, se ha consolidado el doble rasero. En nombre de la libertad, se ha reducido el horizonte político a una lucha de bandos irreconciliables.

Un premio cada vez más alejado de sus principios

Si se toman en serio las palabras que Alfred Nobel escribió en su testamento en 1895, el Premio Nobel de la Paz debería concederse a “la persona que haya realizado el mayor o mejor trabajo por la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos permanentes y la celebración y promoción de congresos de paz”. En otras palabras, su objetivo original era reconocer a quienes trabajaran por la superación del conflicto bélico, la cooperación internacional y la paz efectiva.

Sin embargo, basta con repasar la lista de galardonados de las últimas décadas para comprobar que ese propósito se ha ido diluyendo hasta casi desaparecer. El premio ya no se concede, en la mayoría de los casos, por reducir ejércitos, mediar en guerras o lograr acuerdos de paz, sino por razones mucho más ambiguas: promover valores liberales, impulsar la democracia, defender los derechos humanos o simplemente liderar gobiernos alineados con la visión geopolítica dominante. Son causas legítimas, sin duda, pero distintas de aquellas que el galardón fue concebido para reconocer.

Los ejemplos son elocuentes:

  • 🪖 Henry Kissinger (1973): premiado por los acuerdos de paz en Vietnam mientras era responsable directo de bombardeos masivos en Camboya y Laos y de golpes de Estado en América Latina. Su papel en la guerra contradecía frontalmente el espíritu del premio.

  • ✈️ Barack Obama (2009): recibió el Nobel apenas unos meses después de asumir la presidencia de Estados Unidos, pese a no haber reducido conflictos ni promovido congresos de paz. Durante su mandato, expandió las operaciones militares con drones y mantuvo guerras activas.

  • 🪧 Unión Europea (2012): condecorada por “consolidar la paz en el continente”, a pesar de haber participado en intervenciones militares y de aplicar políticas migratorias que han causado miles de muertes en el Mediterráneo.

  • 🤝 Yitzhak Rabin, Shimon Peres y Yasser Arafat (1994): premiados por los Acuerdos de Oslo, un proceso de paz que no solo fracasó, sino que dejó un conflicto aún más enquistado.

  • ☮️ Liu Xiaobo (2010): homenajeado por su lucha por la democracia en China, aunque su labor —por valiosa que fuera— no tuvo relación directa con la reducción de conflictos armados ni con la fraternidad internacional que Nobel concebía.

Estos casos muestran que la deriva del premio no es excepcional sino estructural. El Nobel de la Paz ha pasado de reconocer hechos concretos —ceses de hostilidades, acuerdos de desarme, mediaciones exitosas— a recompensar trayectorias políticas o simbólicas que, en muchos casos, no han contribuido directamente a la paz, e incluso han estado asociadas a la prolongación de conflictos.

Esta tendencia plantea una pregunta incómoda: si la mayoría de los premiados no cumple ya con los criterios fundacionales del galardón, ¿qué significado conserva este premio? Más que medir el avance de la paz mundial, parece medir el grado de afinidad con un orden internacional específico y con la visión liberal de la política global. Y en ese desplazamiento de sentido, el Nobel ha ido perdiendo progresivamente su autoridad moral y su función como referente ético universal.


Conclusión: lo que revela el Nobel

El Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado dice mucho menos sobre Venezuela de lo que parece. Dice mucho más sobre cómo funciona el poder global, cómo se construye la legitimidad y cómo se manipula el lenguaje. Dice mucho más sobre nosotros que sobre ella.

Porque el problema no es que Machado haya sido reconocida. El problema es que las “María Corina Machado” de Arabia Saudí, Egipto, Turquía o Emiratos no tienen nombre, rostro ni voz en nuestro imaginario político. No las conocemos, no las premiamos, no las consideramos símbolos universales de libertad. Y esa indiferencia revela con más claridad que cualquier discurso lo que realmente significa hoy la palabra “democracia” en boca de las potencias occidentales: no un principio, sino un instrumento.

Cuando la democracia se convierte en un arma selectiva, y el reconocimiento en un acto de geopolítica, el Premio Nobel de la Paz deja de ser una brújula ética y se transforma en un espejo incómodo. En ese espejo no aparecen los tiranos del mundo, sino nuestros propios sesgos. Nos muestra hasta qué punto hemos permitido que conceptos como libertad, derechos humanos u oposición democrática se vacíen de contenido y se utilicen como piezas en un tablero estratégico. Y nos obliga a reconocer que el problema no está solo en Caracas ni en los gobiernos a los que señalamos desde lejos: está también en nosotros, en nuestra disposición a aceptar que un premio nacido para honrar la fraternidad y la paz se utilice hoy como herramienta de legitimación selectiva.

La paradoja final es que, al premiar a quienes encajan en su narrativa y olvidar a quienes la incomodan, el Nobel revela más del orden que lo concede que del mundo que pretende cambiar. Ya no ilumina el camino ético de la política internacional: refleja las sombras de sus contradicciones.

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