La cruz como coartada: lo que de verdad fue la conquista





Cada 12 de octubre ocurre lo mismo. Las redes sociales se llenan de mensajes enfervorecidos que celebran “el proyecto civilizador” de España en América, exaltan la evangelización como la gran misión de la Monarquía Católica y describen la conquista como el inicio de una historia de unidad, justicia y progreso. En muchos de esos mensajes se repiten frases como “llevamos la fe y la civilización donde no existían” o “a diferencia de otros imperios, España protegió a los pueblos originarios bajo las mismas leyes”.

Esta narrativa no es nueva. Es heredera directa del romanticismo del siglo XIX y del nacionalcatolicismo del siglo XX, que convirtieron la colonización en mito providencial. Según este relato, España no fue un imperio entre otros, sino el instrumento elegido por Dios para evangelizar al mundo y fundar una civilización mestiza única.

El problema es que esa imagen épica poco tiene que ver con la realidad histórica. La empresa colonial española no fue una misión altruista ni un gesto espiritual desinteresado: fue, como todas las expansiones imperiales de su tiempo y las que vinieron después, una operación de apropiación de riqueza, poder y territorio. Lo que cambia —y esto es crucial— es el lenguaje con el que se justificó. Y en el siglo XV, ese lenguaje no podía ser otro que el religioso.


La religión como marco total del mundo preilustrado

Para entender la conquista hay que empezar por aquí: en el siglo XV la religión no era un ámbito separado de la política, la economía o el derecho. Era el marco conceptual que las contenía a todas. No existía la idea de un Estado secular, ni de una esfera política autónoma de lo divino. El poder se concebía como otorgado por Dios, las leyes derivaban de la voluntad divina y cualquier empresa —una guerra, un impuesto, una colonización— debía justificarse en términos religiosos.

Este hecho nos obliga a ser cuidadosos con un error común en el análisis histórico: el presentismo, es decir, juzgar el pasado con categorías y valores del presente. En un mundo preilustrado como el de finales del siglo XV, donde la religión era el lenguaje de legitimación universal, no tiene sentido preguntarse por qué se invocaba a Dios en un proyecto político o económico: simplemente no existía otra forma legítima de enunciarlo. La evangelización no era una “opción” entre varias posibles, sino el modo natural —y casi inevitable— de dar sentido a la acción colectiva.

Por eso, cuando los Reyes Católicos aceptan financiar el proyecto de Cristóbal Colón en 1492, lo hacen invocando la evangelización como uno de sus fines. No porque fueran misioneros ingenuos, sino porque el proyecto no podía expresarse de otra manera en el marco cultural, político y mental de su tiempo. El propio Colón lo escribe en su diario del primer viaje:

“Yo espero en Nuestro Señor que este viaje será el principio de la conversión de muchas gentes a nuestra santa fe católica.”

La cita es sincera… y al mismo tiempo estructural: en la Europa del siglo XV, ninguna empresa política podía formularse sin recurrir a esa justificación. La evangelización, en suma, no era el motor del proyecto, sino el idioma en el que debía ser dicho para ser posible. Era —por usar una metáfora contemporánea— la “música del ascensor” de la empresa, no su motor.

Basta mirar los documentos que realmente articularon el proyecto —las Capitulaciones de Santa Fe firmadas en abril de 1492— el panorama no es muy religioso. Allí no hay prácticamente mención a la evangelización. Lo que se estipula con precisión es que Colón recibiría el 10% de todas las riquezas halladas, los títulos de Almirante y Virrey hereditarios, y el derecho a participar en futuras expediciones comerciales. Es un contrato de reparto de poder y beneficios económicos. La evangelización tenía que estar en el discurso —era el idioma legitimador—, pero los acuerdos prácticos revelan dónde estaban las verdaderas prioridades.

Si la conversión hubiera sido la razón principal de la empresa, es razonable esperar que un documento tan decisivo como las Capitulaciones de Santa Fe lo reflejara con la misma precisión que las ambiciones económicas. En lugar de un mero contrato de reparto de riquezas, el texto habría incluido estipulaciones claras sobre la misión. Por ejemplo, se habría detallado el número de misioneros que debían acompañar la expedición, se habría asignado una parte de las ganancias para financiar la construcción de iglesias o conventos, o se habría establecido que los títulos y beneficios de Colón estarían condicionados al éxito de la evangelización y no solo al hallazgo de oro. El hecho de que no existan tales cláusulas y que el contrato sea un acuerdo puramente comercial, pone de manifiesto que la prioridad de la Corona y de Colón era material, no espiritual.

El contraste es aún más evidente si se compara el contenido de las Capitulaciones con una bula papal de la época. Por ejemplo, la bula Inter Caetera de 1493, emitida por el papa Alejandro VI, concede a los Reyes Católicos la autoridad sobre las nuevas tierras, pero de una forma muy distinta. El documento no habla de porcentajes de ganancias ni de títulos hereditarios. En su lugar, el Papa impone una condición esencial: la Corona tiene la obligación explícita de evangelizar a los pueblos indígenas, "atraerlos a la fe católica" y "propagarlos por el mundo entero". La bula es, en esencia, un mandato espiritual que valida la empresa, mientras que las Capitulaciones son el contrato de negocios que la hizo posible. El contraste entre ambos documentos no deja lugar a dudas: la religión era la justificación, no el motor.

Esta divergencia entre los documentos es reveladora: la Bula Inter Caetera representa el marco legitimador indispensable —la gramática religiosa sin la cual el proyecto carecería de sentido en el orden simbólico de la época—, mientras que las Capitulaciones de Santa Fe detallan las claves del motor material de la empresa. El contraste no podría ser más elocuente: un mandato papal impone  la obligación de evangelizar para que exista legitimidad, mientras que el acuerdo fundacional estipula porcentajes de riqueza a repartir, titulos hereditarios y derechos comerciales. Las Capitulaciones fueron primero y on un contrato de negocios.

España y Portugal: dos coronas, un mismo proyecto

Conviene también desterrar otro mito: España no fue excepcional en su “misión civilizadora”. Portugal estaba haciendo exactamente lo mismo desde décadas antes.

Desde comienzos del siglo XV, impulsados por el infante Enrique el Navegante, los portugueses habían explorado la costa africana, ocupado Ceuta (1415), avanzado hacia el golfo de Guinea y buscado el camino marítimo hacia la India bordeando África. Sus objetivos eran claros: acceder directamente al oro, al marfil, a los esclavos y, sobre todo, a las especias del Índico.

La dimensión religiosa también estuvo presente desde el principio. Las bulas papales Dum Diversas (1452) y Romanus Pontifex (1455) otorgaban a Portugal derechos sobre las tierras que descubriera “con la misión de extender la fe cristiana”. Y el propio Vasco da Gama resumió la lógica de su expedición a la India con una frase que se haría célebre:

“Hemos venido a buscar cristianos y especias.”

El orden de las palabras no es casual: la religión abre la puerta, pero el objetivo es el comercio.

España, tras completar la conquista de Granada en 1492, se incorporó a la carrera atlántica con los mismos fines: romper el monopolio portugués, acceder directamente a las riquezas orientales, expandir su poder geopolítico y competir en la escena internacional. La evangelización acompañó el proceso, pero fue siempre un medio de expresión, no un fin en sí mismo.

En nombre de Dios: la religión como gramática del poder

Vista desde nuestro presente secularizado, la omnipresencia de la religión en los discursos políticos y económicos del pasado puede parecer un signo de fanatismo, de irracionalidad o de una motivación puramente espiritual. Pero esa percepción es un anacronismo. Lo que en realidad estamos viendo no es la causa, sino el lenguaje. En los siglos XV y XVI la religión no era un ámbito separado de la política o la economía, sino el código compartido con el que se expresaban todas las empresas de poder.

Hablar “en nombre de Dios” era la forma natural de justificar decisiones de Estado, proyectos comerciales, campañas militares o exploraciones imperiales. No porque todas ellas fueran impulsadas exclusivamente por el fervor espiritual, sino porque no había otra manera legítima de presentarlas. Esa distinción es crucial para no caer en presentismo. Cuando leemos los textos fundacionales de la expansión portuguesa, los discursos de los monarcas o las bulas papales que acompañaron las travesías atlánticas, corremos el riesgo de tomarlos literalmente y pensar que la evangelización fue el objetivo principal.

En realidad, el impulso misionero coexistía —y a menudo era secundario— junto a objetivos estratégicos muy concretos: abrir rutas hacia Asia, disputar el control del comercio de especias, acceder a materias primas o asegurar posiciones frente a potencias rivales. La apelación a la fe era el marco que convertía esas ambiciones en causas justas, no su causa en sí misma. Por eso, deberíamos entender esa religiosidad también desde el punto de vista retórico y un reflejo de las estructuras mentales de la época. Lo mismo que hoy todo se hace “en nombre de la democracia”, “de la seguridad” o “de los derechos humanos”, entonces todo se hacía “en nombre de Dios”.

Era la lengua franca del poder, la gramática con la que se enunciaban fines que podían ser económicos, políticos o imperiales. No hay nada excepcional en que España y Portugal vistieran sus empresas con ropaje religioso; lo verdaderamente sorprendente habría sido que no lo hicieran. Y entenderlo así no resta importancia al factor religioso: al contrario, permite ver cómo su poder de legitimación fue esencial para construir la arquitectura simbólica que, en pocas décadas, haría posible el fenómeno colonial.

Lo que no existía aún: el imperialismo moderno

Junto al lugar que ocupa la religión, otra confusión mas frecuente en el debate mediático actual consiste en juzgar la conquista con categorías posteriores, como si pudiera compararse directamente con el colonialismo del siglo XIX. A menudo se dice que “España no fue imperialista” —y desde ciertos sectores nacionalcatólicos se presenta esa supuesta diferencia como una señal de superioridad moral o histórica frente a los colonialismos británico y francés—. Pero esa comparación es profundamente engañosa. El imperialismo como doctrina política y económica sencillamente no existía todavía.

En 1492 el mundo no conocía el capitalismo industrial, ni el derecho internacional moderno, ni las teorías que justificarían la expansión europea bajo el lenguaje del progreso, la civilización o el desarrollo. El sistema global funcionaba bajo una lógica mercantilista: el objetivo era acumular metales preciosos, controlar rutas comerciales y monopolizar mercados.

En ese contexto, la legitimación no podía ser jurídica ni científica, porque esas categorías todavía no habían nacido. El mundo no se había secularizado gracias al proceso ilustrado y la legitimación era teológica. Por eso los textos hablaban de la “voluntad de Dios”, de “expandir la fe” o de “liberar a los paganos del error”. Y aquí está el punto clave: la diferencia con el imperialismo posterior no es de intención, sino de lenguaje.

Este hecho conecta directamente con lo que hemos visto antes: la religión era el idioma político en el que se expresaban todas las empresas de poder. No porque los objetivos fueran espirituales, sino porque no había otra forma legítima de decirlos. Así como en el siglo XIX las potencias imperiales hablarán de progreso o modernización, en el XV se hablaba de evangelización o redención. Pero el fondo era el mismo: apropiarse de recursos, someter poblaciones y reordenar el mundo conforme a los intereses del centro de poder.

Cuando ciertos discursos contemporáneos afirman que la expansión española fue “distinta” o “más noble” porque “no fue capitalista”, olvidan este contexto fundamental: el mundo aún no se había secularizado. Las categorías políticas, jurídicas y económicas que articularían el colonialismo moderno todavía no existían.

España y Portugal no fueron más espirituales que Inglaterra o Francia: fueron anteriores. Actuaron en una etapa histórica en la que la religión era la única gramática legítima para el poder y la conquista era el único medio concebible de expansión.

En otras palabras, la diferencia no fue moral, sino cronológica. Lo que la Monarquía Hispánica protagonizó en el siglo XVI fue la primera fase de un mismo proceso global de acumulación violenta de riqueza. La cruz fue su coartada porque no podía haber otra. Dos siglos después, el derecho internacional, la economía política y el discurso del progreso ocuparían ese lugar.


5. Francia, Inglaterra y Holanda: la misma lógica con otras palabras

Una buena prueba de todo lo anterior es lo que ocurre con los procesos de expansión posteriores. Antes de la Ilustración —cuando el mundo seguía siendo profundamente religioso en sus categorías políticas— las potencias europeas que se incorporaron más tarde a la expansión colonial recurrieron al mismo lenguaje sacralizado para justificar sus empresas. El vocabulario cambiaba de matices según el contexto confesional, pero la estructura era idéntica: la conquista y el comercio se presentaban “en nombre de Dios”.

  • Inglaterra justificó la colonización de América del Norte con argumentos religiosos. Los puritanos que fundaron Massachusetts hablaban de construir “una ciudad sobre la colina” que sirviera de ejemplo al mundo, y en las cartas reales que autorizaban las colonias se insistía en la necesidad de “propagar el Evangelio entre los paganos”. Al mismo tiempo, el objetivo era inequívoco: explotar recursos agrícolas, controlar el comercio atlántico y expandir el poder inglés.
  • Holanda fundó la Compañía de las Indias Orientales (1602) con fines puramente comerciales, pero incluso en sus estatutos se mencionaba la misión de “expandir la verdadera religión reformada”. Su prioridad era el control del comercio de especias, pero necesitaba legitimarlo ante sus ciudadanos y sus rivales en el lenguaje religioso que seguía siendo la gramática del poder.
  • Francia hablaba de “misión civilizadora” en África y Asia y de “difusión de la cultura francesa”, pero sus objetivos eran idénticos: mercados, materias primas y prestigio geopolítico. En Canadá, los misioneros jesuitas acompañaron a los colonos para “salvar almas”, mientras las compañías comerciales explotaban recursos naturales.

La historia es clara: todas las potencias coloniales, sin excepción, usaron la ideología dominante de su tiempo para justificar proyectos de dominación material. España no fue distinta. Fue, simplemente, la primera.


6. Lepanto y el mito: cómo se construye una épica

Este mecanismo —convertir hechos complejos en relatos heroicos— no es exclusivo del 12 de octubre. También se ve cada 7 de octubre, cuando se conmemora la Batalla de Lepanto. Las redes se llenan de mensajes que presentan la victoria de 1571 como el momento en que España “salvó a Europa del islam” y se invoca a Felipe II como “defensor de la Cristiandad”.

La realidad, sin embargo, fue otra. Lepanto fue una victoria naval con gran impacto moral, pero su efecto estratégico fue limitado. El Imperio otomano logró su objetivo principal —conquistar Chipre y asegurar el Levante— y reconstruyó su flota en menos de un año. Como escribió el gran visir Sokollu Mehmed Paşa a los embajadores venecianos:

“Con vuestra victoria habéis cortado sólo la barba de nuestro soberano; él os ha cortado el brazo con Chipre.”

Sin embargo, la propaganda católica y monárquica convirtió esa victoria parcial en una epopeya providencial. El papa Pío V proclamó que había sido obra de la Virgen del Rosario, y Felipe II la presentó como prueba de la misión sagrada de España. Siglos después, el nacionalcatolicismo franquista la retomó como símbolo de la “España eterna”, muro de la Cristiandad frente al islam.

Lo mismo ocurre con el 12 de octubre: una empresa de expansión impulsada por el afán de riqueza y poder se transforma, en el relato posterior, en una misión espiritual y civilizadora. La historia se convierte en mito identitario.

Arqueología del mito: cómo se construyó la narrativa providencial de la conquista

La imagen épica y unitaria con la que hoy se recuerda la conquista de América —una empresa movida por la fe, guiada por un designio divino y orientada a la redención espiritual de los pueblos paganos— no es un reflejo fiel de cómo fue entendida en su tiempo. Es el resultado de un largo proceso de reinterpretación, selección y simplificación histórica que, capa tras capa, ha sedimentado un relato identitario. Comprender esa transformación es fundamental para desmontar el mito.

En los siglos XVI y XVII, la conquista no tuvo un significado único. Fue objeto de intensos debates y lecturas contrapuestas. Hubo cronistas que la interpretaron en clave providencialista, como López de Gómara, quien escribió que “Dios quiso que el mundo fuese conocido y predicado, y escogió a España para tan grande empresa”. También José de Acosta veía en la conversión de los pueblos americanos la confirmación del plan divino.

Pero no todos pensaban igual. Bartolomé de las Casas denunció la violencia y la explotación como una traición a la fe que se decía propagar. Francisco de Vitoria cuestionó incluso su legitimidad jurídica, y dentro de los defensores hubo diferencias profundas: Ginés de Sepúlveda justificaba la guerra como castigo al “pecado” indígena, mientras que Gonzalo Fernández de Oviedo la describía en términos de ambición y dominio.

La realidad intelectual del Siglo de Oro fue, por tanto, plural y conflictiva: no existía un relato unívoco, sino un campo abierto de interpretaciones en disputa.

Con el paso del tiempo, esa diversidad comenzó a estrecharse. En el siglo XIX, cuando España era ya una potencia en declive tras la pérdida del imperio americano, surgió la necesidad de elaborar un relato nacional cohesivo que devolviera orgullo a una sociedad herida.

Fue entonces cuando la historiografía romántica —con figuras como Modesto Lafuente o Menéndez Pelayo— emprendió una gran operación de simplificación del pasado. Las voces disonantes fueron silenciadas o relegadas, y el elemento espiritual pasó a ocupar el centro del relato.

La evangelización dejó de ser un marco discursivo entre otros para convertirse en la razón última de la expansión. La violencia, el saqueo o la dominación se presentaron como efectos inevitables de una empresa redentora. La conquista dejó de ser un proceso complejo, lleno de contradicciones y debates, para convertirse en una epopeya providencial guiada por el “genio espiritual” de la nación.

El siglo XX llevó esa operación un paso más allá. El nacionalcatolicismo del franquismo hizo de la conquista un mito fundacional y una herramienta de legitimación política. España fue presentada como “reserva espiritual de Occidente” y “muro de la cristiandad” frente a la modernidad secular.

El 12 de octubre se transformó en una liturgia cívico-religiosa —el “Día de la Raza”— en la que se celebraba a España no como conquistadora, sino como redentora: no dominó, salvó; no saqueó, evangelizó. Como resumió el historiador José Álvarez Junco, “la conquista, que había sido en su tiempo una empresa política y económica, fue convertida por el nacionalcatolicismo en un mito fundacional”.

Esta narración santificada del pasado sigue ejerciendo influencia hoy. Buena parte de los discursos contemporáneos que reivindican el “legado civilizador” español no se apoyan tanto en el acontecimiento histórico real como en la versión romántico-nacionalcatólica construida a lo largo del siglo XIX y consolidada en el XX.

Lo que se celebra cada 12 de octubre no es el hecho histórico en toda su complejidad —con sus tensiones, violencias, contradicciones y voces enfrentadas—, sino un relato depurado que ha eliminado las disonancias para presentarse como verdad eterna.

La religión, que en el siglo XV fue sobre todo el lenguaje necesario de la política, se ha convertido con el tiempo en el núcleo justificativo de una memoria colectiva moldeada por la ideología. Esa metamorfosis —de discurso plural a mito unificador— es el corazón del relato que sigue vivo hoy: un relato que no describe lo que ocurrió, sino lo que una sociedad quiso creer de sí misma.


7. Conclusión – Orgullosos de un accidente

Si algo revela esta arqueología del mito es que lo que hoy celebramos no es la historia, sino una narración contaminada por la ideología mas conservadora del nacionalismo español. La imagen de una España misionera, portadora de fe y civilización, no procede del siglo XVI, sino de las reinterpretaciones posteriores que depuraron la complejidad del pasado hasta dejar un relato cómodo y glorioso. El mito no nació en las carabelas, sino en los libros del XIX y en los discursos del XX.

En su tiempo, la religión no fue el motor de la conquista, sino el lenguaje inevitable en el que toda acción política debía justificarse. El marco simbólico era teológico, pero los objetivos eran económicos, geopolíticos y estratégicos. El evangelio fue la bandera; el oro, el motor. Y cuando el mundo cambió y surgieron otras ideas legitimadoras —progreso, civilización, democracia—, el patrón siguió siendo el mismo: revestir la dominación con las palabras más nobles de cada época.

Por eso, sentirse orgulloso de la evangelización como si fuera un mérito nacional es estar orgulloso de un accidente histórico: el resultado de un universo preilustrado en el que la religión era la única gramática posible del poder. La cruz no fue la causa; fue la coartada.

Y lo más revelador es que ese mecanismo sigue vivo hoy. Ayer se hablaba de “llevar la fe”, después de “civilizar”, y hoy de “llevar la democracia” o “garantizar los derechos humanos”. Cambian las palabras, pero el esquema permanece idéntico: justificar el control, el saqueo o la hegemonía con las ideas que cada época considera incuestionables.

Mirar el 12 de octubre con honestidad no significa odiarlo ni celebrarlo, sino entenderlo en su verdadera dimensión: como parte del mismo proceso global de apropiación de riqueza, control de poblaciones y construcción de poder que dio forma al mundo moderno. Reconocerlo no implica despreciar el pasado, sino dejar de confundir la coartada con el motivo.

En definitiva, la conquista no fue una misión espiritual, sino una operación material. Y la religión, lejos de ser un gesto heroico, fue simplemente el idioma en que el poder aprendió a justificarse. O, como escribió Bartolomé de las Casas, testigo directo de aquel proceso:

“Todos los reinos y señoríos del mundo no bastarían para pagar las vidas y las almas que en este Nuevo Mundo se han perdido por la codicia y la ambición de los hombres.”


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