En 1949, la OTAN nació como un pacto de defensa mutua.En 2025, funciona como un sistema jerárquico donde la lealtad importa más que la soberanía.
Washington conserva el mando y la llave de la escalada; Europa asume los costes, las sanciones y los refugiados.
La “alianza de valores” se ha convertido en una relación de dependencia estructural.
En la guerra de Ucrania vimos cómo Estados Unidos mantiene el mando mientras traslada los costes a Europa.
Esa asimetría no es coyuntural: está inscrita en la propia estructura de la OTAN.
Durante más de siete décadas, Estados Unidos y la OTAN fueron sinónimos.
El aparato militar, la cadena de mando, la logística, los sistemas de inteligencia y buena parte del presupuesto han estado bajo control norteamericano.
Washington no solo creó la OTAN, sino que la diseñó a su imagen, garantizando el liderazgo político y militar del bloque a cambio de una promesa de seguridad compartida.
Esa promesa, sin embargo, se ha ido erosionando. En los últimos años, la retórica estadounidense ha cambiado de tono: la alianza ya no se presenta como un nosotros, sino como un ellos al que conviene presionar.
Desde Donald Trump —que acusó abiertamente a los europeos de “aprovecharse” de la protección americana y amenazó con abandonar la alianza si no pagaban más— hasta Joe Biden, que mantiene un discurso más cortés pero la misma exigencia de fondo, Washington ha insistido en que Europa debe aumentar su gasto en defensa, producir más armamento y asumir una parte mayor de los costes.
En apariencia, se trata de reequilibrar responsabilidades.
En realidad, es una forma de trasladar la carga presupuestaria sin ceder control estratégico.
La guerra de Ucrania ha hecho visible lo que llevaba décadas siendo una realidad silenciosa: Europa asume los costes (refugiados, sanciones, crisis energética, rearme), mientras Estados Unidos obtiene los beneficios (ventas de armas, debilitamiento de Rusia, nuevos mercados cautivos).
Pero esa asimetría no nació en Kiev: está codificada en la propia estructura de la OTAN desde su fundación.
El núcleo del poder: mando, tecnología y dependencia
Porque aunque EE. UU. critique la “dependencia europea”, lo cierto es que la OTAN sigue siendo, en un 70–75 % de su estructura y financiación, Estados Unidos:
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El 90 % de la capacidad de transporte aéreo estratégico depende de aviones estadounidenses.
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El comando supremo (SACEUR) siempre ha estado en manos de un general norteamericano.
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Las operaciones dependen de sistemas satelitales, redes de inteligencia, defensa antimisiles y armas nucleares que solo Washington posee o controla.
Sin GPS estadounidense, sin satélites de reconocimiento norteamericanos, sin reabastecimiento en vuelo estadounidense, la OTAN europea apenas podría operar más allá de su territorio inmediato.
Esa dependencia no es accidental: fue diseñada deliberadamente.
Durante décadas, Washington desalentó —a veces abiertamente, a veces mediante presión diplomática— cualquier iniciativa europea de autonomía militar que pudiera debilitar su control sobre la alianza.
Cuando Francia propuso en los años noventa una defensa europea más autónoma, fue bloqueada.
Cuando la Unión Europea intentó desarrollar capacidades propias a través de la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD), Washington dejó claro que debía subordinarse a la OTAN.
Y cuando Macron, en 2019, habló de “autonomía estratégica europea” y advirtió de la “muerte cerebral de la OTAN”, fue acusado de deslealtad atlántica y de hacer el juego a Rusia.
Una autonomía simulada
“Europa puede gastar más, pero no puede decidir por sí misma.”
Ese ha sido siempre el mensaje.
Puede comprar más armas, pero deben ser compatibles con sistemas estadounidenses.
Puede asumir más costes, pero no puede construir una cadena de mando independiente.
Es una autonomía simulada: se permite el gasto, se prohíbe la independencia.
Esa paradoja revela la hipocresía estructural del discurso atlantista norteamericano.
EE. UU. quiere que la OTAN siga existiendo porque la necesita como plataforma de legitimación de su hegemonía, pero al mismo tiempo pretende presentarse ante su opinión pública como un actor generoso, sobrecargado y mal correspondido.
Así, cuando la alianza triunfa, Washington la exhibe como prueba de su liderazgo;
cuando se desgasta, la retrata como un lastre europeo.
El objetivo de fondo: mantener la asimetría —Europa como cliente y ejecutor; Estados Unidos como árbitro y proveedor.
Del “nosotros” al “ellos”
El cambio retórico es revelador.
Hasta los años 2000, el discurso oficial estadounidense presentaba la OTAN como “nuestra alianza”, pilar del liderazgo global de EE. UU.
Hoy, especialmente desde Trump, el tono es de carga, de generosidad no correspondida, de víctima de la ingratitud europea.
No es que la realidad haya cambiado —Estados Unidos siempre controló la OTAN—, sino que la narrativa ha evolucionado para preparar a la opinión pública norteamericana ante una posible retirada, al tiempo que presiona a Europa para que gaste más sin obtener más poder de decisión.
Esa estrategia de distanciamiento calculado —que analistas como Ulrike Franke o Jeremy Shapiro han descrito como outsourcing de la seguridad continental— permite a Washington reducir su exposición política y militar sin perder el mando.
Si la guerra en Ucrania se estanca, podrá culpar a “la falta de unidad europea”;
si se extiende, reclamará que “Europa asuma su parte.”
En ambos casos, EE. UU. mantiene el control de la narrativa y la llave de la escalada.
La OTAN como facilitadora de la subordinación ucraniana
El caso de Ucrania ilustra perfectamente esta lógica.
Kiev no es miembro de la OTAN, pero su ejército se ha convertido en un laboratorio de experimentación y una vitrina comercial del armamento estadounidense.
Los sistemas HIMARS, Patriot, Javelin y Abrams no solo combaten a Rusia: demuestran su eficacia ante potenciales compradores europeos y asiáticos.
Mientras tanto, Europa financia la reconstrucción, acoge refugiados, sufre la crisis energética y asume el coste político de las sanciones.
Estados Unidos vende armas, debilita a un rival estratégico y ni siquiera tiene que defender formalmente a Ucrania bajo el artículo 5.
Es el modelo perfecto: todos los beneficios de la OTAN, ninguna de las obligaciones.
Y cuando la guerra termine —sea cual sea el resultado—, será Europa quien deba asumir la reconstrucción de Ucrania, la integración de millones de refugiados y la gestión de una frontera militarizada con Rusia.
Estados Unidos habrá vendido armas, habrá debilitado a Moscú y habrá consolidado su control sobre el mercado militar europeo.
El rearme europeo: más gasto, misma dependencia
Lo irónico es que Europa ha respondido exactamente como Washington quería:
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Alemania ha pasado del 1,5 % al 2 % del PIB en gasto militar y ha anunciado un fondo especial de 100.000 millones de euros.
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Polonia supera ya el 4 % y planea alcanzar el 5 %.
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Los pedidos de armamento se disparan: solo en 2022–2023, Europa comprometió más de 50.000 millones en armamento estadounidense.
F-35 (comprados por Alemania, Polonia, Finlandia, Chequia), sistemas Patriot, misiles HIMARS, drones Reaper: todo made in USA.
El rearme europeo no ha fortalecido la autonomía del continente, sino su dependencia.
Europa gasta más, pero sigue sin poder decidir por sí misma.
Ha pasado de ser un protectorado barato a un protectorado caro, pero sigue siendo un protectorado.
El resultado es una “alianza condicional” que ya no se basa en la defensa mutua, sino en la obediencia asimétrica.
Washington finge separarse de la OTAN para no rendir cuentas, pero al mismo tiempo impide que Europa construya una defensa autónoma que la libere de su tutela.
Es una traición en cámara lenta: el viejo protector se presenta como socio fatigado mientras sigue gobernando el sistema que dice querer abandonar.
La expansión como negocio
Incluso la expansión de la OTAN hacia el Este, presentada como triunfo de la democracia, responde a esta lógica.
Cada nuevo miembro es un nuevo cliente cautivo del armamento estadounidense, un mercado garantizado que debe adaptar sus sistemas militares a estándares OTAN (es decir, estadounidenses).
La ampliación no es solo geopolítica: es también comercial.
Y Europa occidental, que financia buena parte de esa integración mediante fondos de la UE, termina subvencionando la expansión del mercado militar estadounidense.
Conclusión: el viejo juego imperial
En términos reales, EE. UU. no puede salir de la OTAN porque la OTAN es su instrumento, pero le resulta útil aparentar distancia para que Europa cargue con los costes y la culpa.
Es el viejo juego imperial: conservar el mando, negar la responsabilidad.
Europa descubre, demasiado tarde, que su “alianza de valores” era, en realidad, una relación extractiva disfrazada de fraternidad.
Pero esa extracción no es solo militar: se extiende a toda la arquitectura económica de la relación atlántica.
Porque lo que en la OTAN parece un desequilibrio político es, en realidad, el reflejo de una transformación económica más profunda: el paso de una hegemonía protectora a una hegemonía parasitaria.
En la próxima entrega: “Una hegemonía que ya no protege, sino que parasita” —cómo el vínculo atlántico se ha transformado en un sistema económico de extracción de rentas en favor de Estados Unidos.
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