El tumor del dinero: cómo el capitalismo vive de lo que desprecia

 


El Banco de Pagos Internacionales ha recordado recientemente que el dólar sigue presente en el 89 % de las transacciones monetarias internacionales, frente a un 8,5 % del yuan. El dato es correcto, pero su significado suele malinterpretarse: lo que mide el BIS no es el comercio mundial ni la producción de riqueza, sino el volumen de operaciones en los mercados de divisas, donde el dinero se compra y se vende a sí mismo en un ciclo incesante. Esa cifra no describe la economía global: describe la economía financiera.

Y ahí radica el punto esencial. El 89 % no habla tanto del poder económico de Estados Unidos como del lugar que ocupa el capital financiero occidental en la arquitectura del capitalismo contemporáneo. El dólar no domina porque represente valor productivo, sino porque se ha convertido en el instrumento central de un sistema que ha dejado de depender de la producción para girar en torno a sí mismo.


1. Del capitalismo productivo al capitalismo rentista

Durante la mayor parte de la historia del capitalismo, la riqueza se entendió como algo ligado a la producción de bienes y servicios. Las finanzas existían, pero su papel era instrumental: facilitar el crédito, movilizar capitales, financiar la expansión industrial. El dinero era un medio, no un fin.

Ese equilibrio empezó a romperse en torno a los años setenta, y lo hizo por una razón tan sencilla como decisiva: ya no se ganaba suficiente dinero produciendo cosas.
La rentabilidad industrial comenzó a estancarse en las economías desarrolladas. Los mercados estaban saturados, el consumo crecía más despacio, los salarios aumentaban y los costes de producción reducían los márgenes. El trabajo seguía siendo esencial, pero cada vez resultaba menos rentable para el capital.

Ante esa caída, el dinero buscó nuevos espacios de acumulación donde los beneficios fueran mayores y más rápidos. Y los encontró fuera de la fábrica: en la deuda, la especulación, la compraventa de activos financieros y el movimiento instantáneo de capitales.

La transformación fue posible gracias a dos procesos paralelos. Por un lado, la liberalización financiera impulsada por los gobiernos de Thatcher y Reagan eliminó muchas de las barreras que contenían el capital especulativo, permitiendo su circulación sin restricciones. Por otro, la revolución tecnológica y la globalización hicieron posible mover cantidades enormes de dinero en tiempo real, multiplicar rendimientos y desvincular el beneficio del trabajo y la producción.

A ello se sumó un cambio ideológico: el neoliberalismo convirtió la rentabilidad financiera en la medida suprema del éxito económico. Las empresas dejaron de priorizar la inversión productiva y comenzaron a centrarse en la revalorización de sus acciones; los Estados diseñaron sus políticas pensando más en los mercados de deuda que en las necesidades sociales. En lugar de crecer fabricando, se crecía revalorizando activos.

Así nació la financiarización: no como un accidente, sino como una estrategia deliberada para escapar a los límites del capitalismo productivo. El sistema no abandonó la producción porque dejara de ser necesaria, sino porque había encontrado una forma de ganar más dinero sin depender de ella.


2. La financiarización como mutación estructural

La financiarización no es un fenómeno coyuntural, sino una mutación profunda en la estructura del capitalismo. El sistema ha desplazado su centro de gravedad desde el trabajo hacia el dinero, desde la fábrica hacia el parqué bursátil. Las empresas cotizan más por sus flujos financieros que por su producción real; los Estados diseñan sus políticas en función de los mercados de deuda más que de las necesidades de sus ciudadanos; el valor de una economía se mide por la confianza de los inversores más que por el bienestar que genera.

Este desplazamiento no es nuevo. Como observó Giovanni Arrighi, cada ciclo histórico de hegemonía capitalista culmina con una fase de financiarización, un momento en que la potencia dominante, incapaz de mantener su supremacía por la vía productiva, la prolonga mediante el control del dinero.

Los ejemplos abundan. La República de Génova, que en el siglo XVI había sido potencia comercial y naval del Mediterráneo, pasó en su declive a dominar el crédito europeo, financiando a la monarquía hispánica sin producir directamente. Los Países Bajos, tras su apogeo mercantil en el siglo XVII, transformaron Ámsterdam en el gran centro financiero del continente cuando su poder industrial comenzó a menguar. Gran Bretaña, cuya hegemonía mundial se basaba en la revolución industrial del XIX, se sostuvo a principios del XX como capital financiera del mundo incluso cuando su industria perdía terreno frente a Estados Unidos y Alemania. Y Estados Unidos mismo, que lideró el siglo XX gracias a su capacidad productiva y tecnológica, mantiene hoy su primacía principalmente por la centralidad de su sistema financiero y el rol global del dólar.

El capitalismo actual vive precisamente esa fase terminal: una hipertrofia del capital financiero que ya no acompaña a la economía real, sino que la parasita. El ciclo se repite con asombrosa regularidad: primero se conquista el mundo produciendo; después se intenta retenerlo cobrando intereses.


3. El dólar: símbolo y herramienta del nuevo régimen

En este contexto, el dólar no es solo una moneda. Es el sistema circulatorio de la economía financiera global, el fluido que permite que el capital se mueva por el cuerpo del mundo. Desde Bretton Woods en 1944, y sobre todo desde la ruptura de su convertibilidad con el oro en 1971, el dólar se ha convertido en el eje de la arquitectura monetaria internacional. No porque represente producción estadounidense —que hoy supone menos del 20 % del PIB mundial—, sino porque su uso se ha convertido en condición de acceso al mercado global.

Ese salto no se produjo de manera espontánea. Cuando Nixon abandonó el patrón oro, Estados Unidos se enfrentaba a un dilema: ¿cómo mantener la hegemonía de su moneda si ya no estaba respaldada por un metal precioso? La respuesta fue geopolítica: atarla al petróleo. En los años 70, Washington selló con Arabia Saudí un acuerdo estratégico que obligaba a que todo el crudo exportado por la OPEP se pagara exclusivamente en dólares. El resultado fue la creación del petrodólar, una moneda sin respaldo material, pero vinculada a la fuente energética que hacía funcionar la economía mundial.

Esa decisión transformó la naturaleza del dólar. Ya no era solo dinero emitido por un Estado: se convirtió en un activo financiero respaldado por la demanda estructural de energía. Cualquier país que necesitara petróleo —es decir, todos— debía primero obtener dólares. Y al hacerlo, alimentaba un ciclo en el que la demanda global de energía sostenía la demanda global de la moneda estadounidense.

El petrodólar es, en sí mismo, una moneda financiarizada. No representa el valor del petróleo que se compra con él, sino el valor del crédito y de la deuda necesarios para adquirirlo. Es un dinero que vive de intermediar entre producción y consumo, de capturar rentas energéticas y reconvertirlas en flujos financieros que regresan a Wall Street. Por eso el 89 % del BIS no mide comercio, mide dependencia: refleja el grado en que las operaciones financieras globales requieren dólares para existir.

Estados Unidos no necesita fabricar más que nadie para sostener su hegemonía: le basta con garantizar que el mundo necesite su moneda para alimentarse, moverse, calentar sus hogares y producir. El dólar, sostenido por petróleo y deuda, dejó de ser un reflejo de la economía estadounidense para convertirse en el dispositivo central de un orden mundial financiarizado.
Y en ese orden, hay un hecho decisivo que explica su persistencia: el dólar es la única moneda plenamente financiarizada del sistema internacional. Ninguna otra —ni el euro, ni el yen, ni el yuan— dispone de la misma combinación de poder político, infraestructura financiera y anclaje geoestratégico. Todas las demás siguen siendo, en última instancia, monedas nacionales.

El dólar, en cambio, ha dejado de ser simplemente una moneda: es un activo financiero global, una mercancía en sí misma cuya demanda, precio y rentabilidad existen incluso al margen de su función como medio de pago. No circula para facilitar intercambios, sino porque poseerlo es en sí mismo una forma de poder y acumulación.


4. Dos lógicas enfrentadas

Así, el capitalismo tardío se ha convertido en un campo de tensión entre dos lógicas opuestas:

  • La economía productiva, que genera riqueza real: transforma materia, crea empleo, produce bienes y servicios.

  • La economía financiera, que no crea valor sino que lo captura: especula con la deuda, privatiza los beneficios, socializa las pérdidas y convierte el dinero en mercancía.

Durante décadas, la primera alimentó a la segunda. Hoy, la segunda se comporta como un tumor parasitario: crece desmesuradamente, consume recursos y condiciona el funcionamiento del organismo que la sostiene.

Las cifras muestran con claridad esa dependencia invertida. En 1980, los activos financieros globales eran aproximadamente el 100 % del PIB mundial; hoy superan el 500 %. Solo el mercado mundial de derivados —instrumentos puramente financieros sin vínculo directo con la producción— equivale a más de 12 veces el PIB global. Mientras tanto, la inversión en capital productivo como porcentaje del PIB ha permanecido estancada o incluso ha caído en muchas economías desarrolladas.

Las empresas ilustran bien esta transformación. En Estados Unidos, el gasto corporativo destinado a recomprar acciones —una operación puramente financiera diseñada para elevar el valor bursátil— supera desde hace años al gasto en investigación y desarrollo o incluso en nueva capacidad productiva. Entre 2010 y 2022, las empresas del índice S&P 500 destinaron más de 7 billones de dólares a recompras de sus propias acciones, una cifra sin precedentes que revela la prioridad otorgada a la rentabilidad accionarial sobre la inversión real.

El fenómeno se extiende a los Estados. Los presupuestos públicos se ven condicionados por la presión de los mercados de deuda: las decisiones sobre gasto social, inversión o transición ecológica dependen de mantener la “confianza” de los inversores. Países enteros han debido aplicar políticas de austeridad no por límites productivos, sino por las exigencias de rentabilidad del capital financiero.

Incluso los hogares participan, muchas veces sin saberlo, en esta dinámica extractiva. Los sistemas de pensiones dependen cada vez más de los mercados financieros, los precios de la vivienda se determinan más por la especulación de fondos que por el valor real del suelo, y el acceso a servicios básicos como la energía o el agua está condicionado por las estrategias de rentabilidad de los fondos de inversión que los controlan.

El resultado es un sistema en el que el trabajo y la producción están subordinados a la lógica de la rentabilidad financiera. El capital ya no necesita expandirse creando fábricas, empleos o infraestructuras: puede hacerlo elevando el precio de sus propios activos, capturando deuda o extrayendo rentas de los servicios esenciales. La economía real sigue produciendo riqueza, pero la economía financiera ha aprendido a absorberla antes de que llegue a quienes la crean.


5. El dólar y los pies de barro del capitalismo financiero

El dominio del dólar, presentado a menudo como un signo de fuerza, oculta una fragilidad estructural: su existencia —y con ella la del sistema financiero global— depende de aquello que no puede producir por sí mismo. La moneda estadounidense ya no representa una economía nacional pujante ni un aparato productivo imbatible; representa un sistema rentista que necesita, como un parásito, el trabajo, la energía, los bienes y las materias primas generadas fuera de sí.

La financiarización ha conseguido independizarse de la fábrica, pero no puede prescindir de ella. Los mercados de deuda, los derivados y los flujos especulativos no crean trigo, microchips, petróleo ni acero. Los algoritmos no cultivan alimentos, las recompras de acciones no ensamblan automóviles y las emisiones de bonos no extraen litio. La maquinaria financiera puede inflar los precios, apropiarse de rentas o condicionar decisiones políticas, pero solo la economía real produce aquello sobre lo que se ejerce ese poder.

Esta dependencia tiene implicaciones profundas. Cada burbuja financiera, cada crisis de deuda, cada rescate bancario muestra que el sistema necesita ser apuntalado con recursos provenientes del trabajo y de los impuestos, es decir, del mundo material. Cuando la burbuja estalla, son los presupuestos públicos —el resultado de la producción y el empleo— los que sostienen a las instituciones financieras. Cuando la especulación con alimentos dispara los precios, la solución no es financiera, sino agrícola. Cuando la cadena de suministro se interrumpe, el dinero no puede sustituir a la producción: solo puede esperar a que vuelva a fluir.

Incluso el poder del dólar, que parece tan inamovible, depende en última instancia de esa base material. Su demanda global no existe en el vacío: se sostiene porque el comercio mundial necesita energía, alimentos, tecnología y transporte. Si la economía productiva colapsara o si una parte sustancial de ella decidiera operar al margen del dólar, el sistema financiero no tendría un suelo sobre el que asentarse. La moneda más poderosa del mundo necesita que otros sigan produciendo para que siga habiendo algo que comprar, vender, endeudar o especular.

En este sentido, el capitalismo financiero es como un edificio erigido sobre cimientos que no controla. Puede crecer hasta alturas vertiginosas, pero cada piso adicional aumenta la presión sobre una base que no puede ampliar por sí mismo. La paradoja del dólar —y del sistema que lo sostiene— es que cuanto más se independiza de la economía real, más vulnerable se vuelve a sus crisis, a sus mutaciones y a sus desplazamientos geográficos.

El poder de la moneda estadounidense sigue siendo inmenso, pero sus cimientos no son el acero de su industria ni el dinamismo de su producción: son el trabajo y los recursos materiales del mundo entero. Y eso significa que su hegemonía, por muy sólida que parezca, descansa sobre pies de barro.


6. El espejo del futuro: cada financiarización termina en crisis

La financiarización da la impresión de ser invulnerable, pero su historia demuestra lo contrario. En todos los ciclos anteriores del capitalismo, cuando el dinero se emancipa del trabajo y la especulación sustituye a la producción, la dinámica termina chocando con sus propios límites. El presente no es una excepción: es un episodio más de un patrón repetido.

La República de Génova, que en el siglo XVI había pasado de la expansión comercial a la especulación crediticia, se desplomó junto con la monarquía hispánica cuando la deuda que financiaba sus guerras se volvió impagable. El imperio holandés, que había convertido Ámsterdam en el centro financiero del mundo en el siglo XVII, perdió su hegemonía cuando sus mercados bursátiles y sus emisiones de deuda ya no pudieron sostener un aparato productivo en declive. El Reino Unido, tras su “edad de oro” industrial, experimentó crisis financieras sucesivas en el periodo de entreguerras —como la de 1931, que provocó el abandono del patrón oro— y vio cómo su papel de banquero del mundo se desmoronaba con el ascenso de Estados Unidos.

Incluso en la era contemporánea, el capitalismo financiarizado ha mostrado sus grietas con claridad: el crack de 1929 fue el colapso de una economía que había convertido la Bolsa en su centro de gravedad; el lunes negro de 1987 y la crisis asiática de 1997 revelaron el poder destructivo del capital especulativo desregulado; y la crisis financiera global de 2008 —originada en productos derivados desvinculados de la economía real— paralizó el comercio mundial y obligó a rescatar al sistema con recursos públicos equivalentes al 25 % del PIB global.

Estos episodios no son accidentes, sino síntomas de un mecanismo recurrente: la financiarización siempre acaba devorando las condiciones de su propia existencia. El capital que se multiplica sobre sí mismo termina agotando la base real que lo sustenta, generando burbujas insostenibles que solo pueden resolverse con colapsos, redistribuciones de poder o profundas transformaciones institucionales.

Nada indica que el ciclo actual sea diferente. De hecho, todos los signos apuntan a un desenlace previsible: endeudamiento mundial en máximos históricos (superior al 330 % del PIB global), mercados bursátiles que valen varias veces la producción mundial, especulación desenfrenada en materias primas y vivienda, y una creciente desconexión entre rentabilidad financiera y bienestar social. En estas condiciones, una nueva crisis sistémica no es un escenario posible: es un escenario inevitable.

La cuestión no es si el sistema colapsará, sino cómo lo hará y qué lo reemplazará. La historia sugiere dos salidas: un ajuste violento que destruya valor y redistribuya el poder económico global, o una transición hacia un orden multipolar en el que la hegemonía del dólar se diluya y la economía financiera vuelva a subordinarse —aunque sea parcialmente— a la producción. En ambos casos, el futuro no es continuidad: es ruptura.


7. Conclusión – El precio del tumor

El 89 % del BIS no es un signo de fuerza, sino de dependencia estructural. No mide el poder creador de la economía estadounidense, sino la capacidad del capital financiero para imponer su lógica sobre el mundo. Esa lógica ha convertido el dinero en un fin en sí mismo, ha subordinado el trabajo y la producción a su rentabilidad, y ha transformado el dólar en un activo cuyo valor reside menos en lo que representa que en el control que ejerce.

Pero ningún tumor puede crecer indefinidamente sin matar al organismo que lo alimenta. La financiarización puede extraer valor, pero no puede crearlo; puede multiplicar el dinero, pero no puede fabricar energía, cultivar alimentos ni construir infraestructuras. El capitalismo seguirá necesitando fábricas, agricultura, materias primas, conocimiento y trabajo humano. Y cada paso hacia una mayor autonomía financiera no hace más fuerte al sistema, sino más dependiente y frágil, porque lo aleja de aquello sin lo cual no puede existir.

Por eso el desenlace no será un accidente, sino una elección histórica. El capitalismo solo podrá evitar devorarse a sí mismo si recoloca el dinero en su lugar: como medio para organizar la producción y distribuir la riqueza, no como fin último de toda actividad económica. La alternativa es seguir inflando un sistema que multiplica cifras pero agota cuerpos, territorios y recursos, hasta que la economía real —exhausta, desbordada o rebelada— imponga sus límites.

El futuro del capitalismo no se decidirá en los parqués financieros ni en los algoritmos de alta frecuencia, sino en el terreno donde sigue creándose el valor real. Y allí, el dólar —y todo lo que simboliza— dejará de ser la medida de la riqueza del mundo para revelar su verdadera naturaleza: el precio que el mundo paga por seguir midiendo su vida con una unidad que ya no produce nada.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Pasión o sumisión: lo que el fútbol argentino enseña al Atleti

Mis conversaciones con Chat GPT