Del consenso a la confrontación: la mutación política del Nobel de la Paz
Aunque el Premio Nobel de la Paz siempre ha tenido una dimensión política —como lo demuestran casos históricos como el de Henry Kissinger—, durante décadas se esforzó por mantener una imagen de símbolo moral global. Premiar a Martin Luther King, a la Cruz Roja, a Muhammad Yunus o a Malala Yousafzai significaba rendir homenaje a causas que toda la humanidad podía asumir como propias: la lucha contra la opresión, el fin del hambre, el derecho a la educación o la abolición de las armas nucleares.
Sin embargo, en los últimos años ese consenso se ha fracturado. El Nobel de la Paz parece haber dejado atrás el ideal universalista que lo caracterizó durante más de un siglo y ha empezado a operar como una herramienta de presión política, un gesto diplomático revestido de una cada vez mas erosionada legitimidad moral. El premio otorgado en 2025 a la opositora venezolana María Corina Machado, inmediatamente después del reconocimiento póstumo a Alexéi Navalni en 2024, no puede entenderse fuera de ese viraje. Ambos galardones, dirigidos contra gobiernos considerados autoritarios por Occidente, confirman un cambio profundo en la naturaleza del premio: ya no se entrega a víctimas que encarnan causas universales, sino a actores políticos y figuras controvertidas que simbolizan posiciones estratégicas en conflictos geopolíticos.
Del ideal universal a la instrumentalización política
Cuando Alfred Nobel instituyó el premio en 1895, su testamento hablaba de recompensar a quienes hubieran trabajado “por la fraternidad entre las naciones, la reducción de los ejércitos permanentes y la celebración de congresos de paz”. Durante gran parte del siglo XX, el Comité Noruego interpretó ese mandato con notable coherencia. Los premiados eran personas u organizaciones que, desde posiciones de vulnerabilidad, luchaban por causas compartidas por toda la humanidad. Eran víctimas heroicas o instituciones universales: Martin Luther King denunciando la segregación racial, la Cruz Roja en medio de la guerra, Wangari Maathai defendiendo el medioambiente en África, Muhammad Yunus promoviendo la inclusión financiera de los más pobres.
Este patrón empezó a erosionarse en el siglo XXI. Si analizamos los 25 premios otorgados entre 2000 y 2024, 14 de ellos (56 %) pueden clasificarse como “universales” —centrados en causas como el hambre, el desarme, el medioambiente o los derechos humanos en abstracto—, mientras que 11 (44 %) tienen un contenido geopolítico explícito. Lo significativo no es tanto la cifra total como la tendencia: desde 2022, absolutamente todos los premios han tenido un objetivo político claro y un adversario identificado —Rusia, Bielorrusia, Irán y, ahora, Venezuela—.
El cambio de perfil: de víctimas a actores políticos
La transformación no es solo temática; también es de perfil humano y político. Hasta hace bien poco, el Nobel de la Paz recaía en personas que representaban la resistencia moral desde la vulnerabilidad. Eran víctimas en el sentido más literal: perseguidos, encarcelados, marginados. La fuerza simbólica del premio residía precisamente en su capacidad para elevar a quienes carecían de poder.
Hoy, el énfasis ha cambiado. Si bien el poder de figuras como Martin Luther King Jr. o Nelson Mandela provenía en gran parte de su resistencia moral frente a la opresión, muchos laureados recientes no son solo víctimas, sino actores políticos activos con estrategias, partidos y programas de gobierno explícitos. Barack Obama lo recibió siendo presidente en ejercicio y comandante en jefe del mayor ejército del mundo. Abiy Ahmed fue premiado en plena negociación con Eritrea, pero meses después fue acusado de crímenes de guerra en Tigray. Alexéi Navalni no es solo un opositor encarcelado, sino un político con programa nacionalista y aspiraciones de poder. María Corina Machado, por su parte, ha sido diputada, candidata presidencial y líder opositora con un proyecto ideológico definido y divisivo.
Este cambio de perfil ha tenido dos efectos colaterales. Por un lado, el premio ha perdido parte de su aura moral: ya no simboliza la inocencia de la víctima sino la estrategia del contendiente. Por otro, ha aumentado su potencial polarizador: en lugar de generar consensos, muchos galardones recientes despiertan entusiasmo en unos sectores y rechazo en otros. Machado es celebrada por gobiernos y medios occidentales, pero cuestionada en amplios sectores de América Latina que la consideran una figura alineada con intereses externos.
El Nobel como herramienta de soft power
La lectura geopolítica es inevitable. En un mundo en el que la confrontación entre democracias liberales y regímenes autoritarios se ha intensificado, el Nobel de la Paz ha pasado a formar parte del arsenal simbólico de Occidente. Se ha convertido en lo que algunos politólogos denominan soft power sancionador: un instrumento no coercitivo que envía mensajes políticos claros sin necesidad de sanciones ni intervenciones militares.
La secuencia es reveladora: en 2022 el premio se otorgó a organizaciones de derechos humanos perseguidas por Rusia y Bielorrusia; en 2023 a Narges Mohammadi, símbolo de la lucha contra el régimen iraní; en 2024 a Navalni, la voz más conocida de la oposición rusa; y en 2025 a Machado, el rostro de la oposición venezolana. En cada caso, el Comité no solo ha reconocido méritos personales, sino que ha emitido un mensaje político inequívoco: condena a Moscú, a Minsk, a Teherán y a Caracas.
Este giro no ha pasado desapercibido. Muchos analistas sostienen que el Nobel ha dejado de ser un árbitro neutral para convertirse en un actor dentro del tablero global. Fredrik Heffermehl, jurista noruego y uno de los críticos más persistentes del Comité, ha argumentado que “el premio ya no cumple el testamento de Nobel; se ha convertido en una herramienta de política exterior occidental”. a consecuencia de este viraje es una profunda brecha de percepción. Mientras en Europa y Estados Unidos el Nobel sigue siendo un símbolo de autoridad moral, en gran parte del Sur Global, con sus propias prioridades políticas y económicas, ha perdido su capacidad de convocatoria. Esto se evidencia en las diversas reacciones en América Latina y África cuestionando un premio que solo parece premiar a quienes encarnan el modelo liberal occidental de democracia, ignorando contextos culturales y políticos distintos.
El Nobel que el Sur Global no reconoce
La consecuencia de este viraje es una profunda brecha de percepción. Mientras en Europa y Estados Unidos el Nobel sigue siendo un símbolo de autoridad moral, en gran parte del Sur Global ha perdido su capacidad de convocatoria. Premios como los de Navalni o Machado no son entendidos como gestos universales, sino como injerencias políticas disfrazadas de reconocimiento humanitario.
Esta fractura se explica por dos factores. Primero, porque las prioridades del Norte —libertad de prensa, democracia liberal, oposición a regímenes autoritarios— no siempre coinciden con las urgencias del Sur —desigualdad, deuda, cambio climático, neocolonialismo económico. Segundo, porque muchas de las figuras premiadas son controvertidas en sus propios países:
- Alexéi Navalni: es admirado en Occidente como símbolo de resistencia, pero en Rusia hay sectores opositores (especialmente liberales e izquierdistas) que lo critican por sus posiciones nacionalistas (por ejemplo, su participación en marchas xenófobas en 2007 y declaraciones pasadas sobre migración). Incluso figuras opositoras como Grigori Yavlinski o el entorno de Yabloko se han distanciado de él.
- María Corina Machado: es valorada por parte del antichavismo, pero criticada por otros sectores opositores (por ejemplo, el de Henrique Capriles o la Plataforma Unitaria) por su radicalismo liberal, su rechazo a negociaciones y su alineamiento con la estrategia de Washington. Esto aparece en declaraciones de líderes opositores y en medios venezolanos como Efecto Cocuyo, Tal Cual o El Estímulo.
En este sentido, el Nobel ya no genera identificación global: lo que antes era símbolo de humanidad compartida ahora se percibe como una posición política específica dentro de conflictos concretos. La autoridad moral que antes era universal se ha vuelto geográficamente localizada.
De causas universales a causas funcionales
El giro puede entenderse así: el Nobel de la Paz ha vuelto más visible su dimensión política, premiando figuras insertas en conflictos abiertos donde no existe consenso previo sobre quién encarna la legitimidad. Esto contrasta con galardones como los del Programa Mundial de Alimentos, ICAN o la OPAQ, donde el objetivo (combatir el hambre, eliminar armas) genera acuerdo casi universal, aunque la implementación también sea controvertida.
Sin embargo, sería ingenuo pensar que el Nobel alguna vez fue apolítico. Kissinger y Le Duc Tho en 1973, Arafat y Rabin en 1994, incluso el propio Obama: todos fueron polémicos en su momento. La diferencia quizá no es que el premio se haya politizado, sino que ha cambiado el tipo de conflicto en el que interviene: de guerras terminadas o causas técnicas consensuadas, a oposiciones activas contra regímenes en el poder, lo que inevitablemente lo convierte en un actor dentro del conflicto mismo.
Los casos de Navalni o Machado dividen porque el Comité ya no espera a que la historia decante: premia en medio de la batalla, asumiendo el riesgo de equivocarse (como con Abiy Ahmed) o de ser percibido como parcial. Esto no invalida necesariamente los méritos individuales, pero transforma el premio: de reconocimiento retrospectivo a herramienta prospectiva de presión política.
Esto no significa que estos galardonados carezcan de méritos. Significa, más bien, que el premio ya no mide solo méritos, sino también utilidad política. Machado no es premiada únicamente por su resistencia al chavismo, sino porque su figura sirve como símbolo dentro de una estrategia más amplia de presión internacional, en un contexto geopolítico en el que la presencia militar estadounidense en el Caribe es un factor siempre latente. El Nobel deja de ser una recompensa ex post y se convierte en un instrumento ex ante: un medio para moldear narrativas, legitimar actores y presionar a gobiernos.
Conclusión: un símbolo que ya no significa lo mismo
El Premio Nobel de la Paz sigue teniendo peso, visibilidad e impacto. Pero ya no significa lo que significaba. Ha dejado de ser un reconocimiento universal de causas comunes para convertirse en un actor dentro de la lucha política global. Sus galardonados ya no son siempre víctimas ejemplares, sino figuras controvertidas; ya no representan consensos, sino estrategias; ya no reflejan el mundo que compartimos, sino el mundo que ciertos actores quieren construir.
El premio a María Corina Machado es un ejemplo perfecto de esta transformación. No es un premio a “la paz” en abstracto, sino un mensaje político dirigido a Caracas, a Washington y al resto del mundo. Y en esa medida, quizá por primera vez desde su creación, el Nobel de la Paz ha dejado de ser un espejo de la humanidad para convertirse en un arma en la batalla por definir su futuro.
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