Israel: el último proyecto colonial, sobreviviendo por lo civil y casi siempre por lo penal


En publicaciones anteriores vimos que Israel no es una democracia plena ni para todos sus ciudadanos judíos ni, mucho menos, para la población árabe. También analizamos cómo su construcción estatal se apoyó en una élite ashkenazí ilustrada y occidentalizada que asumió sobre sí una misión civilizadora: modernizar, homogeneizar y “redimir” al resto de los judíos —sefardíes, mizrajíes, etíopes, tradicionales— considerados atrasados o improductivos. Esta autopercepción supremacista, nacida en la Europa ilustrada y nacionalista del siglo XIX, no era distinta del discurso con el que los imperios justificaban su dominio sobre otros pueblos: la mission civilisatrice francesa, el white man’s burden británico.

Cuando esa élite construyó el Estado de Israel, la lógica interna de “civilizar” a los propios judíos se proyectó con aún más fuerza sobre la población árabe palestina. Si dentro del judaísmo el ashkenazí secular era el modelo a imitar, frente a los árabes el proyecto sionista asumió la función clásica del colonizador: traer progreso a una tierra descrita como atrasada, hacer “florecer el desierto”, disciplinar y tutelar a quienes eran vistos como incapaces de autogobernarse.

Este marco —una misión civilizadora heredada de la modernidad europea— es clave para comprender por qué, en un mundo que formalmente dejó atrás los imperios, Israel es una pervivencia tóxcia de una época ya pasada que conserva un espíritu y una estructura profundamente colonial: jerarquías internas, dominación sobre la población nativa y definición externa de la soberanía palestina. Pero antes de analizar los planes contemporáneos, conviene precisar qué caracteriza a un Estado colonial y comprobar hasta qué punto Israel encaja en ese patrón.


¿Qué hace colonial a un Estado? Un marco para leer el caso israelí

Cuando hablamos de “Estado colonial” no invocamos un insulto sino una categoría histórica. Los estudios poscoloniales describen un patrón bastante claro: no todos los casos lo cumplen al cien por cien, pero la secuencia es reconocible y permite medir hasta qué punto un proyecto estatal reproduce la lógica imperial.

1. Implantación de colonos externos con apoyo metropolitano
Los proyectos coloniales suelen arrancar con la llegada organizada de población foránea, amparada o facilitada por una potencia ya dominante. Así fue en Argelia con Francia, en Kenia con Gran Bretaña o en Palestina bajo el Mandato Británico, donde la Declaración Balfour de 1917 y la administración británica abrieron la puerta a la inmigración judía europea.

2. Desposesión y control del territorio autóctono
La colonización implica desplazar a la población previa, apropiarse de sus tierras y reorganizar el espacio. En Palestina esto se tradujo en la Nakba de 1948 —expulsión o huida forzada de unos 700.000 palestinos— y, hasta hoy, en una expansión constante de asentamientos que fragmentan Cisjordania y controlan los recursos.

3. Jerarquías legales y ciudadanías diferenciadas
Un rasgo clásico es que colonos y población nativa vivan bajo marcos jurídicos distintos. Israel lo institucionalizó pronto: la Ley del Retorno (1950) garantiza ciudadanía automática a cualquier judío del mundo; la Ley de Ciudadanía (1952) negó el regreso a refugiados palestinos; en Cisjordania coexisten dos sistemas legales —civil para colonos israelíes, militar para palestinos— que consagran derechos desiguales.

4. Misión civilizadora y superioridad cultural
El colonizador se presenta como portador de progreso, modernidad o redención. El sionismo adoptó explícitamente esta retórica: “hacer florecer el desierto”, “redimir la tierra”, traer técnica y racionalidad europeas. Lo aplicó no solo sobre los árabes sino también sobre judíos orientales, a quienes las élites ashkenazíes veían como atrasados y necesitados de modernización.

5. Economía dependiente y extractiva
Los territorios colonizados suelen quedar subordinados a la economía del centro. La ocupación y el bloqueo han hecho que la economía palestina dependa en gran medida de permisos israelíes, de su mercado laboral y de ayudas internacionales condicionadas, reproduciendo una dependencia típica de estructuras coloniales.

6. Negación de la identidad política del pueblo sometido
Otro patrón es negar que exista una nación autóctona con derecho a autogobierno. Desde la famosa frase de Golda Meir —“No existe el pueblo palestino”— hasta la narrativa de “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, la identidad palestina se ha cuestionado sistemáticamente para legitimar la colonización.

7. Autogobierno tutelado
Cuando se conceden instituciones locales, suelen ser de soberanía limitada. De los regímenes de “mandato” británicos y franceses a los protectorados africanos, el colonizado gobierna sin gobernar. La Autoridad Palestina funciona bajo este esquema: administración civil sin control real de fronteras, recursos ni seguridad; planes como el de Trump prolongan esta lógica de tutela.

Estos rasgos no son piezas sueltas: forman un entramado que define el colonialismo como sistema de poder. Al ponerlos uno al lado del otro, Israel aparece menos como una “democracia excepcional” y más como un Estado que conserva los dispositivos centrales del colonialismo: colonización de población, expulsión y fragmentación del autóctono, jerarquías legales, misión civilizadora, dependencia económica, negación identitaria y soberanía tutelada.


El plan Trump: un acuerdo colonial en pleno siglo XXI

El llamado Peace to Prosperity, presentado por la administración Trump en enero de 2020, se promocionó como la “solución definitiva” al conflicto. En realidad, reproduce con sorprendente fidelidad la lógica de los acuerdos coloniales clásicos, en los que potencias externas deciden sobre la tierra y el destino de un pueblo sin su participación real.

1. Negociación sin el sujeto afectado

El plan se elaboró entre Washington y Jerusalén sin interlocución palestina efectiva: ni la Autoridad Palestina ni ningún otro actor representativo participó en el diseño ni aceptó los principios de partida. Este mecanismo recuerda a la diplomacia imperial de comienzos del siglo XX —por ejemplo, el Acuerdo Sykes-Picot (1916), donde Gran Bretaña y Francia se repartieron Oriente Medio sin consultar a sus habitantes— o a la Conferencia de Berlín (1884-85), que trazó fronteras coloniales en África sin presencia africana.

2. Fragmentación territorial bajo tutela

El mapa que propone el plan no contempla un Estado palestino viable y continuo, sino enclaves desconectados unidos por corredores bajo control israelí. El territorio queda fracturado y sin control propio de fronteras, espacio aéreo ni seguridad. Este diseño recuerda a:

  • Los “bantustanes” del apartheid sudafricano, concebidos como pseudoestados sin soberanía real para canalizar la población negra mientras Sudáfrica mantenía el control efectivo.

  • Los protectorados coloniales (p. ej. Transjordania bajo mandato británico), donde se concedía una administración local subordinada a la potencia dominante.

3. Soberanía tutelada y garante externo

El plan otorga a Estados Unidos el papel de árbitro y supervisor: certifica el cumplimiento palestino y decide cuándo se concede o no el estatus político prometido. Esto replica la lógica de los mandatos de la Sociedad de Naciones, en los que las potencias coloniales administraban territorios “hasta que estuvieran listos para autogobernarse”. La tutela sustituye a la autodeterminación.

4. Economía como herramienta de control y subordinación

Trump presentó un paquete de 50.000 millones de dólares en inversiones y ayudas, pero no se trata de un programa controlado por la parte palestina:

  • El dinero se gestionaría por un fondo internacional dirigido por Estados Unidos y sus aliados, con capacidad para aprobar proyectos, auditar el gasto y condicionar desembolsos al “buen comportamiento” palestino.

  • El diseño económico busca integrar aún más los territorios palestinos en el mercado israelí y regional bajo reglas fijadas desde fuera, sin permitir una soberanía económica propia.

Este mecanismo repite un patrón colonial clásico: el desarrollo como herramienta de dependencia. Francia impulsó planes de “modernización” en Argelia para mantener su control político mientras convertía la economía en un apéndice de la metrópoli; en el África británica, proyectos de infraestructura (ferrocarriles, puertos) servían ante todo a las necesidades del imperio, no a la autonomía de los colonizados.

El Peace to Prosperity opera igual: promete carreteras y zonas industriales, pero diseñadas para servir la conectividad de los enclaves palestinos a la economía israelí y controlar los flujos comerciales desde fuera. No hay capacidad palestina real de definir prioridades ni soberanía para decidir qué producir, exportar o cómo recaudar ingresos.

5. Negación de la identidad política palestina

El texto del plan evita reconocer un Estado palestino soberano; lo describe como una entidad condicionada, dependiente de la “buena conducta” y de la aprobación israelí y estadounidense. Este lenguaje recuerda a los discursos coloniales que negaban la madurez política de los pueblos colonizados —el célebre argumento de la “minoridad” usado para justificar mandatos y protectorados.

6. Asimetría absoluta en las obligaciones

Mientras Israel apenas asume compromisos nuevos (mantiene Jerusalén unificada bajo su control y la mayor parte de los asentamientos), a los palestinos se les exige renunciar al retorno de refugiados, aceptar demarcaciones impuestas y desmilitarizarse. Esta asimetría de obligaciones es típica de los tratados coloniales: la potencia consolida sus conquistas y al colonizado se le ofrece un autogobierno restringido a cambio de someterse.

Historia parcial y la narrativa de la victimización

Otro rasgo clásico de los proyectos coloniales es monopolizar el relato histórico para legitimar la propia presencia y criminalizar la resistencia. El plan Trump, y más en general el discurso oficial israelí, se construye sobre una lectura selectiva de la historia y de la violencia.

  • Presentación de Israel como víctima permanente: el conflicto aparece reducido a una secuencia de agresiones árabes contra un Estado pacífico que solo busca seguridad. Se omite la violencia estructural del propio proyecto: expulsiones de 1948 (Nakba), ocupación de 1967, políticas de asentamientos, bloqueos y operaciones militares que han causado miles de víctimas civiles.

  • Silencio sobre la represión cotidiana: decenas de miles de palestinos han pasado por cárceles israelíes desde 1967, incluidos menores. Arrestos administrativos sin juicio y castigos colectivos (cierres, demoliciones) rara vez aparecen en el relato dominante.

  • Olvido de la asimetría militar: el conflicto se narra como una guerra entre iguales cuando en realidad Israel es una potencia regional con superioridad tecnológica y nuclear, mientras los palestinos carecen de ejército regular.

  • Continuidad del colonialismo invisibilizada: se presenta la ocupación como respuesta a la violencia, no como un sistema previo de desposesión que genera esa violencia. El colonizador aparece como autodefensa; el colonizado, como agresor irracional.

Esta narrativa de autodefensa perpetua recuerda a la forma en que potencias coloniales justificaban su dominio: Francia hablaba de pacificar “tribus violentas” en Argelia; Gran Bretaña describía las rebeliones indias como irracionales y salvajes; Sudáfrica se presentó durante décadas como víctima de la “amenaza comunista negra” para mantener el apartheid. Y, como en todos esos casos, los movimientos de resistencia fueron sistemáticamente etiquetados de terroristas para deslegitimar cualquier lucha por la autodeterminación.


La resistencia y sus etiquetas: de “traidores” a “terroristas”

La narrativa que describimos en el apartado anterior —Israel como víctima perpetua frente a un enemigo irracional— crea el terreno perfecto para deslegitimar cualquier forma de resistencia palestina. En ese marco, Hamás aparece reducido a un actor puramente sanguinario, como si un día sus miembros hubieran decidido matar israelíes por mero odio, sin causas ni historia. El relato dominante convierte un conflicto de larga data, atravesado por desposesión y ocupación, en un problema de fanatismo inexplicable.

Sin embargo, la historia de los procesos coloniales muestra un patrón constante: la potencia ocupante define a quienes se le oponen como criminales o terroristas, negándoles toda motivación política y ocultando el contexto de dominación que los genera.

  • Los insurgentes norteamericanos fueron traidores para la Corona británica.

  • Los independentistas irlandeses del XIX fueron perseguidos como rebeldes y bandidos.

  • El Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela estuvo en listas de terrorismo de EE. UU. hasta 2008.

  • El FLN argelino fue “terrorista” hasta que Francia aceptó la independencia en 1962.

  • La propia OLP fue considerada terrorista por Israel y EE. UU. hasta los Acuerdos de Oslo.

El vocabulario cambia —de traidor a subversivo, de subversivo a terrorista—, pero la lógica permanece: despojar de legitimidad política a quien desafía una estructura de dominación colonial.

Reconocer este patrón histórico no significa justificar la violencia contra civiles ni minimizar la gravedad de los ataques perpetrados por Hamás. Significa algo distinto: entender que su existencia y su demonización absoluta son inseparables del marco colonial descrito —desposesión, ocupación y un relato hegemónico que presenta a Israel únicamente como víctima. Ese relato corta la historia en el punto que conviene al poder: fija la atención en los atentados palestinos mientras borra la violencia estructural y continuada del Estado israelí —expulsiones, ocupación, bloqueos, miles de presos, castigos colectivos— y silencia también la agresión militar contra pueblos vecinos y la apropiación de territorios a lo largo de décadas (bombardeos, invasiones en Líbano, Siria, Egipto).

En ese contexto, el término “terrorista” funciona como un cierre discursivo: impide analizar causas políticas, interrumpe la historia antes de llegar a la violencia colonial y convierte cualquier resistencia en barbarie inexplicable, preservando el relato de un Israel puramente defensivo.


Descolonización pendiente

Mientras gran parte del mundo completó su proceso de descolonización en el siglo XX, Palestina quedó atrapada en un presente poscolonial sin soberanía real. La ocupación militar, la expansión de asentamientos y las propuestas de paz diseñadas sin interlocución efectiva han reproducido la lógica de un mandato perpetuo: un territorio administrado y fragmentado, cuya autodeterminación depende de la aceptación de la potencia ocupante.

Pero la persistencia de este esquema no se explica solo por la inercia colonial. También es un legado de la Guerra Fría. Israel supo ofrecerse a Occidente como pieza clave en la contención soviética y como enclave estratégico en Oriente Medio: aliado militar, base de inteligencia y baluarte frente al panarabismo y las alianzas prosoviéticas. Al posicionarse del lado vencedor, convirtió su proyecto colonial en un activo geopolítico protegido por Estados Unidos y sus socios. Mientras otros imperios se desmoronaban, Israel logró reconfigurar su dominación como parte del orden global de la posguerra, asegurando apoyo político, militar y económico para sostener la ocupación y neutralizar presiones descolonizadoras.

Sin embargo, la historia demuestra que los conflictos de raíz colonial rara vez se resuelven ignorando y descalificando a una de las partes. Potencias europeas intentaron mantener sus imperios despreciando la voz de los colonizados: Francia en Argelia, Gran Bretaña en India, Sudáfrica durante el apartheid. Pudo haber victorias militares temporales, pero nunca paz estable: la represión y la narrativa de superioridad no convencieron a quienes padecían la injusticia. Se les podía derrotar militarmente, pero no engañar intelectualmente: quien sufre la dominación sabe que no está siendo tratado con justicia.

El caso palestino reproduce ese patrón: se puede encerrar, bombardear y aislar, pero no persuadir de que la desigualdad y la pérdida de patria son “orden natural” o “paz”. Mientras se intente imponer un orden sin reconocer la soberanía y la igualdad jurídica, el conflicto permanecerá latente y la resistencia —por más condenable que sea en sus métodos— seguirá apareciendo como la única voz que se niega a aceptar un final en falso de un proceso que en realidad debería ser un proceso de descolonización, quizá el último de todos.

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