A un año y medio de su llegada al poder, Milei enfrenta las urnas en unas legislativas que funcionan como plebiscito sobre su proyecto. Pero más allá del resultado, el verdadero examen es otro: si la Argentina acepta como normal un modelo político basado en el odio, el castigo y la exaltación del sufrimiento.
26 de octubre de 2025
Hoy Argentina vota en elecciones legislativas que funcionan como plebiscito sobre el primer año y medio de Javier Milei.
Pero más allá del resultado, lo que está en juego es si se consolida o se quiebra un modo de gobernar que convirtió el ajuste brutal en épica, el empobrecimiento masivo en virtud, y la muerte por políticas públicas en “sacrificio necesario”.
Este texto intenta entender cómo la polarización extrema permitió que un charlatán peligroso llegara al poder, y por qué una parte del país celebra su propia destrucción.
Argentina, laboratorio de la grieta
Pocas sociedades conocen la polarización con tanta profundidad histórica como la argentina.
Desde sus orígenes, el país ha vivido dividido entre mitades irreconciliables: unitarios y federales, peronistas y antiperonistas, pueblo y oligarquía.
Cada época creyó librar la batalla definitiva por el alma de la nación, y cada derrota se transformó en memoria de humillación.
La democracia de 1983 trajo libertades, pero no logró desactivar el reflejo del enemigo.
La vieja lógica amigo/enemigo se recicló en los medios, en las redes, en las conversaciones familiares: la grieta dejó de ser un accidente y se volvió gramática emocional del país.
No solo divide proyectos políticos; estructura identidades.
Ser “de un lado” significa, ante todo, odiar correctamente.
Ese modo de habitar lo político no es exclusivo de Argentina.
En el siglo XXI, buena parte del mundo vive bajo una forma degradada de antagonismo donde el conflicto social —antes motor de la historia— se sustituye por resentimiento moral.
La política deja de organizar el desacuerdo y se convierte en espectáculo de venganza.
Y cuando la venganza llega al poder, el Estado se transforma en máquina de castigo: ya no se gobierna para mejorar la vida de los propios, sino para hacer sufrir a los otros.
Así nace lo que podríamos llamar la economía moral del odio: un régimen afectivo que justifica la penuria como justicia retributiva.
El dolor deja de ser un problema a resolver y se convierte en señal de que “por fin” se está haciendo justicia.
Este concepto es clave para entender la relación entre polarización y sadismo político: la polarización extrema no solo divide, sino que crea las condiciones para que el sufrimiento ajeno se perciba como victoria propia.
Cuando la identidad política se reduce a odiar al otro, cualquier política que dañe al enemigo se celebra, incluso si nos daña a nosotros mismos.
La polarización transforma el masoquismo colectivo en virtud: sufro, pero al menos “ellos” sufren más.
La economía moral del odio necesita de la polarización para funcionar, y la polarización necesita de esa economía moral para sostenerse.
Son dos caras de la misma moneda: una estructura el conflicto como guerra identitaria, la otra lo monetiza emocionalmente convirtiendo el castigo en recompensa psíquica.
En ese marco emocional, cualquier monstruosidad política se vuelve aceptable.
El bufón peligroso: cuando la mentira se disfraza de autenticidad
En ese terreno fértil de frustración y antagonismo irrumpe Javier Milei.
Su figura combina el histrionismo televisivo con la furia calculada: el bufón que no dice verdades incómodas, sino mentiras cómodas.
No gana por adhesión ideológica al anarcocapitalismo —doctrina delirante que la mayoría de sus votantes desconoce—, sino por sintonía emocional con el hartazgo.
Su campaña no ofreció un futuro: ofreció un verdugo.
La narrativa fue simple y falsa: hay una “casta” que saquea (los políticos corruptos, los “ñoquis”, los “planeros”), y un líder dispuesto a vengar al pueblo.
Pero esa venganza jamás apuntó a los verdaderos saqueadores: las corporaciones que evaden impuestos, los especuladores financieros, los sectores concentrados que fijan precios.
Milei nunca nombró a los poderosos de verdad.
Construyó enemigos débiles —jubilados, trabajadores estatales, beneficiarios de planes sociales— y los convirtió en chivos expiatorios.
Llamarlo “bufón” no es minimizar su peligrosidad: es reconocer su función.
El bufón no gobierna desde la razón sino desde la farsa.
Su papel es dramatizar una ruptura que nunca ocurre, insultar a los de abajo mientras protege a los de arriba, convertir la rabia en espectáculo vacío.
Milei no rompió con el sistema: lo consolidó.
No desafió al poder: lo sirvió.
Y el resultado fue predecible: esa venganza prometida recayó sobre los más vulnerables.
El ajuste no tocó a las corporaciones ni a los bancos: tocó a los que menos tienen.
El enemigo no era un actor económico, sino una categoría moral inventada: “los que viven del Estado”.
El mileísmo no promete justicia: promete sadismo.
El dolor ajeno como redención propia.
La democracia negativa: votar contra, no por
El voto mileísta expresa una mutación profunda de la democracia argentina:
ya no se elige un proyecto, sino que se castiga al adversario.
Se vota “contra”, no “por”.
La identidad política se reduce a la negación del otro.
Y esa lógica, incubada durante años de polarización mediática, convierte cualquier elección en un plebiscito emocional donde lo que importa no es qué se propone, sino a quién se daña.
Milei supo hablarle al vientre de la decepción, no a su cabeza.
No necesitó argumentos: solo odio canalizado.
El insulto —el grito televisivo, el tuit incendiario— produce identificación instantánea.
En un clima saturado de desconfianza, la agresividad se percibe como autenticidad.
Pero no hay nada auténtico en Milei: hay cálculo, manipulación, marketing.
Y cuando la autenticidad simulada se vuelve el único valor, la racionalidad política se evapora.
Ya no se evalúan propuestas: se celebran humillaciones.
La democracia se reduce a un mecanismo de revancha, y cualquier charlatán que prometa venganza puede ganar.
Esta democracia negativa no es estable: se sostiene mientras haya un enemigo visible.
Por eso Milei no puede permitirse cerrar la grieta.
Necesita mantenerla viva, alimentarla con nuevos antagonismos.
Cada medida destructiva exige un culpable que la justifique: el Congreso, los sindicatos, los gobernadores, “los zurdos”.
La confrontación constante garantiza que nadie mire los resultados reales.
El espectáculo sustituye a la gestión.
El ajuste que mata: cuando el sadismo se llama política económica
Ya en el poder, Milei convierte la economía en un matadero con épica.
Su narrativa es obscena: el país está quebrado porque fue saqueado por los pobres, y solo un ajuste brutal puede salvarlo.
El gasto público se asocia con la corrupción, los subsidios con la pereza, el déficit con la inmoralidad.
Así, el ajuste no se presenta como necesidad técnica —que no lo es— sino como acto de justicia divina.
“Si duele, es porque se está haciendo lo correcto.”
Pero lo que duele mata.
Las políticas de Milei no son ajustes: son violencia de Estado sistematizada.
Recortar jubilaciones no es austeridad, es condenar a la muerte lenta.
Eliminar medicamentos gratuitos no es eficiencia, es genocidio silencioso.
Desfinanciar comedores escolares no es orden fiscal, es hambrear niños.
La política económica de Milei no es técnica: es ideológica, cruel y letal.
No hay “superávit fiscal” que valga una vida.
El éxito macroeconómico construido sobre cadáveres no es éxito: es barbarie.
Y sin embargo, una parte del país celebra.
Celebra porque el ajuste se vende como purificación moral: el país debe purgar sus pecados.
Los culpables son los pobres, los jubilados, los que recibieron.
La economía moral del odio convierte el asesinato en virtud:
si morís de hambre o enfermedad, es porque estabas viviendo en el error.
El Estado no te mata: te redime.
Los hechos: éxito para pocos, catástrofe para muchos
El primer año de Milei combinó shock inflacionario y desinflación recesiva.
Sí, la inflación mensual bajó. Pero ¿a costa de qué?
Desempleo en alza, consumo colapsado, jubilaciones licuadas, salarios hundidos.
El gobierno celebra el superávit fiscal, pero ese superávit se construyó dejando de pagar derechos: jubilaciones, programas sociales, salud, educación.
No es mérito: es crueldad contable.
Milei no equilibró las cuentas: las equilibró sobre los huesos de los más débiles.
Lo notable no es que haya ganadores y perdedores, sino que muchos de los perdedores celebren su propia destrucción.
Eso solo se explica porque el ajuste no se vive como fracaso económico, sino como victoria moral.
Por fin “se terminó la joda”.
La economía moral del odio permite aplaudir el propio empobrecimiento mientras se celebra el ajeno.
El populismo invertido: fascismo con motosierra
Milei no hereda la grieta: la administra.
No busca cerrarla: la necesita.
En esto, no rompe con el populismo argentino: lo invierte.
Donde el peronismo ofrecía inclusión, Milei ofrece exclusión.
Ambos comparten una estructura: líder mesiánico, pueblo mítico, enemigo absoluto.
Solo que ahora el “pueblo” se define por su resentimiento compartido.
La polarización se convierte en método de gobierno:
El mileísmo no es populismo clásico: es fascismo posmoderno.
No necesita camisas pardas: tiene trolls.
No promete grandeza nacional: promete venganza personal.
Pero el resultado es el mismo: autoritarismo, sadismo, destrucción de lo común.
El “antisistema” al servicio del sistema
El mileísmo se presenta como revolución, pero consolida el neoliberalismo más brutal.
Desregulación total, disciplina fiscal a costa de vidas, prioridad al capital financiero.
El “anarcocapitalista” usa el Estado como garrote para imponer su programa.
La promesa de dinamitar “la casta” derivó en un gabinete de CEOs y especuladores.
El enemigo no es el que acumula, sino el que recibe.
No el patrón, sino el trabajador.
Milei convenció a los de abajo de que su problema son otros de abajo.
El mileísmo es funcional a un capitalismo que necesita disciplina social, Estado ausente para los pobres y presente para reprimir.
Cómo se sostiene: espectáculo, sadismo y umbrales de dolor
Si las políticas empobrecieron a sus votantes, ¿por qué no se derrumba su apoyo?
Por tres mecanismos:
a) Éxitos parciales magnificados.
b) Economía moral del sadismo: el dolor propio se tolera si “ellos” sufren más.
c) Espectáculo permanente: cada escándalo refuerza la identidad tribal.
Mientras esos pilares funcionen, la coalición del odio resiste.
Pero es una estabilidad basada en mentiras y sufrimiento.
El odio cohesiona, pero no alimenta.
Hoy se vota: el experimento en su punto de inflexión
Las elecciones legislativas de hoy medirán si la economía moral del odio se consolidó o empieza a agrietarse.
Las encuestas proyectan retrocesos para La Libertad Avanza.
La épica no pagó alquileres.
El hambre duele más que el resentimiento.
Pero incluso si Milei pierde, el daño ya está hecho.
Instaló el sadismo como política legítima.
Normalizó la crueldad como método.
Convirtió la polarización extrema en lenguaje cotidiano.
Milei puede retroceder, pero el mileísmo ya echó raíces.
Demostró que se puede gobernar desde el odio puro, que el espectáculo sustituye a la gestión, que las mentiras funcionan si se gritan lo bastante fuerte.
Y lo más grave: demostró que una parte del país está dispuesta a celebrar su propia destrucción con tal de ver sufrir al otro.
Epílogo: Argentina, laboratorio mundial de la polarización extrema
El caso argentino demuestra que la polarización no es accidente: es un sistema.
Y cuando ese sistema alcanza su máxima expresión, produce monstruos como Milei.
Argentina no es excepción: es laboratorio.
Un lugar donde la polarización histórica permitió la llegada al poder de un charlatán que prometió venganza y entregó miseria.
El mundo mira a Argentina como experimento:
¿cuánto odio puede soportar una democracia antes de colapsar?
Milei no inventó la polarización extrema, pero la perfeccionó:
exceso de odio, exceso de espectáculo, exceso de mentira.
Y ese exceso no es desborde: es programa.
La única salida —para Argentina y para cualquier sociedad que observe este experimento con temor— es desarmar la economía del odio antes de que sea demasiado tarde.
Porque cuando el odio gobierna, todos pierden.
Incluso los que creen estar ganando.
Comentarios
Publicar un comentario