Merkel y la larga tradición de una Europa que quiso mirar al Este


Estos días circulan análisis —como el extenso artículo publicado en UnHerd— que convierten a Angela Merkel en chivo expiatorio de todos los males actuales de Alemania y, por extensión, de Europa. Se la presenta como causa directa de la crisis económica, del deterioro industrial, de la dependencia energética, de la debilidad europea y hasta del estallido de la guerra en Ucrania. Este tipo de lecturas tienen un tono sumario: colocan en una sola persona décadas de tensiones estructurales y decisiones colectivas.

Quien escribe no comparte la política de austeridad que Merkel impuso dentro y fuera de Alemania; fue un error que debilitó la inversión y dejó a Europa más frágil de lo que debía.

Pero reducir su legado a esa decisión y despachar sin más su apertura al Este es una lectura injusta y peligrosa: esa estrategia formaba parte de una tradición continental mucho más amplia, con raíces profundas y sentido geopolítico propio.


Una tradición geopolítica continental: de Bismarck a Merkel

Desde el siglo XIX Alemania ha buscado asegurar su estabilidad equilibrando Occidente y Oriente. Bismarck mantuvo un cuidadoso entendimiento con Rusia para evitar un frente hostil. Willy Brandt y Egon Bahr hicieron de la Ostpolitik un instrumento de distensión en plena Guerra Fría. Gerhard Schröder profundizó la interdependencia energética convencido de que la seguridad y la competitividad alemanas pasaban por Moscú.

Esta pulsión continental no fue exclusiva de Berlín. Charles de Gaulle, en los años sesenta, defendió una “Europa de las patrias” independiente de Washington, sacó a Francia del mando militar integrado de la OTAN y buscó entendimiento propio con la URSS. Su proyecto, como el de Brandt después y el de Merkel más tarde, respondía a la misma intuición: Europa es parte de Eurasia y no puede limitarse a ser satélite del Atlántico si aspira a autonomía y prosperidad.

En el plano intelectual, juristas y geopolíticos como Carl Schmitt o Karl Haushofer defendieron un “gran espacio continental” frente al poder marítimo anglosajón. Más cerca de nosotros, analistas como Alexander Rahr, Jacques Sapir o figuras como Sigmar Gabriel han reivindicado que Europa necesita relaciones profundas con Rusia para sostener su industria y autonomía estratégica. Incluso realistas estadounidenses —George F. Kennan, John Mearsheimer, Stephen Walt— advirtieron de que expandir la OTAN sin ofrecer a Moscú un marco de seguridad era receta para el conflicto y debilitaba a Europa.

Merkel se movió en esa tradición, pero con un realismo esencialmente económico: apostó por la energía barata rusa como base de la competitividad industrial alemana —y, por extensión, del crecimiento europeo—; frenó la expansión acelerada de la OTAN en 2008 para evitar un choque directo con Moscú; e intentó congelar el conflicto ucraniano mediante los Acuerdos de Minsk. Esta orientación no era un capricho ideológico, sino la respuesta pragmática a una necesidad: Europa carece de recursos energéticos propios y necesita un espacio económico amplio para sostener su industria y competir globalmente. No era sentimentalismo hacia Moscú, sino una lectura fría de los intereses estratégicos y económicos de Europa.

Desde el siglo XIX, cada intento europeo de definir una política propia al margen de los intereses anglosajones ha pasado necesariamente por Rusia. Estos movimientos no surgen de la nada: nacen de la constatación, compartida por muchos políticos e intelectuales europeos, de que los grandes proyectos continentales han acabado demasiadas veces subordinados a las prioridades estratégicas de Londres primero y de Washington después. Ya fuera para integrar, equilibrar o mantener a Rusia como socio estratégico, el Este ha sido el punto de apoyo inevitable para cualquier proyecto de autonomía continental. Merkel, con todas sus limitaciones, actuó dentro de esa misma lógica: sin un entendimiento estable con Rusia, Europa queda condenada a depender del eje atlántico.


El viejo patrón anglosajón

La orientación continental de Alemania y Francia ha chocado de forma recurrente con la tradición estratégica británica y, más tarde, angloestadounidense. Desde el siglo XVIII, la política exterior británica se basó en el principio del balance of power: impedir que surja en el continente una potencia o un bloque capaz de rivalizar con el poder marítimo y comercial de Londres. Para ello, apoyó sistemáticamente a los rivales del actor dominante —coaliciones contra la España imperial, la Francia napoleónica, la Alemania guillermina o el Tercer Reich— y fomentó un equilibrio inestable que mantuviese a Europa fragmentada y dependiente del mar.

Esta lógica se ha combinado históricamente con una desconfianza estructural hacia Rusia como potencia continental ya asentada. Desde la “Gran Partida” del siglo XIX —cuando Gran Bretaña bloqueaba la expansión rusa en Asia Central— hasta la política de contención de la Guerra Fría y la actual rivalidad con la Rusia postsoviética, Londres primero y Washington después han visto en Moscú un competidor natural a su poder marítimo y global. Cada vez que Europa ha buscado apoyarse en Rusia para ganar autonomía, esa hostilidad de larga data ha actuado como freno y justificación para mantener la disciplina atlántica.

Tras 1945, Estados Unidos heredó y amplificó esta estrategia. Con la OTAN como instrumento, garantizó la seguridad del continente, pero también consolidó una Europa bajo tutela estratégica. Washington asumió que mantener dividido el espacio europeo y evitar que Alemania y Rusia se acercasen era esencial para preservar su primacía global: un bloque continental cohesionado, autosuficiente en energía y capaz de defenderse por sí mismo sería un competidor directo de la hegemonía atlántica.

De ahí el recelo persistente hacia cualquier eje Berlín–Moscú, la oposición frontal a proyectos como los gasoductos Nord Stream —vistos como un puente energético que daría autonomía a Alemania y a la UE— y el impulso a una ampliación continua de la OTAN que llevase la influencia atlántica hasta las fronteras rusas. No se trata de un plan secreto, sino de una lógica estratégica bien documentada: asegurar que Europa siga necesitando el paraguas militar y político de Estados Unidos y que no emerja como polo autónomo capaz de equilibrar a las potencias marítimas.

Curiosamente, el único periodo prolongado de estabilidad continental anterior al siglo XX se dio precisamente cuando Gran Bretaña adoptó una postura menos intervencionista en los asuntos de tierra firme. Tras la derrota de Napoleón —culminada con las tropas rusas entrando en París a bayoneta calada en 1814— y el Congreso de Viena (1815), Londres centró su energía en el comercio mundial y la expansión marítima, actuando como garante distante del equilibrio pero sin intentar redibujar el mapa continental cada década. El nuevo sistema —dirigido sobre todo por Rusia, Austria y Prusia, con Francia reincorporada— permitió a Europa disfrutar de casi un siglo sin grandes guerras entre potencias, mientras se volcaba en la industrialización y exportaba su conflictividad mediante el imperialismo global. Esta etapa alimentó en muchos pensadores continentales la idea de que, cuando las potencias de tierra pueden gestionar el equilibrio interno sin intromisión constante de la lógica marítima anglosajona, Europa conoce estabilidad y prosperidad.


El freno externo a la autonomía europea

Uno de los factores menos discutidos del fracaso europeo para dotarse de una defensa común y de una política exterior autónoma es la resistencia sistemática de las potencias anglosajonas a que el continente se convierta en un polo estratégico independiente.

Historiadores como Paul Kennedy (The Rise and Fall of the Great Powers) y Robert Tombs (The English and Their History) explican cómo Londres construyó su hegemonía manteniendo a raya a cualquier poder continental dominante. Realistas estadounidenses como John Mearsheimer (The Tragedy of Great Power Politics) y Stephen Walt (The Hell of Good Intentions) señalan que la política de EE. UU. busca evitar la aparición de una hegemonía regional rival: en Europa eso significaba impedir un bloque franco-alemán autónomo.

Cada vez que la UE ha intentado avanzar, la reacción ha sido clara:
Comunidad Europea de Defensa (1952-54): naufragó entre reticencias internas y el mensaje de que la OTAN debía seguir siendo el marco central.
St. Malo Declaration (1998): Francia y Reino Unido quisieron una defensa europea, pero Washington impuso que fuera “complementaria, no competitiva” con la OTAN.
PESCO (2017): EE. UU. advirtió de no duplicar estructuras ni amenazar el papel de la Alianza; analistas como Jeremy Shapiro y Nick Witney explican cómo estas presiones han limitado la ambición real.
Autonomía estratégica europea: autores como Luuk van Middelaar o Robert Cooper subrayan que sin fuerza militar propia y sin voluntad de emanciparse del paraguas estadounidense, la soberanía europea queda en discurso.

El resultado es un continente que puede unirse para comerciar, pero sigue sin músculo militar ni autonomía energética. Sin seguridad propia, cualquier intento de política exterior diferente a la de Washington queda vulnerable. Así, estrategias como la Ostpolitik de Brandt o la interdependencia de Merkel se vieron expuestas a la presión atlántica y finalmente truncadas cuando la seguridad volvió a primar sobre la economía.


La ruptura y sus consecuencias

Cuando la seguridad volvió a imponerse sobre la economía, la arquitectura de interdependencia germano-rusa que había sostenido la competitividad europea durante dos décadas se quebró de forma abrupta. Tras la anexión de Crimea y, sobre todo, la invasión rusa de 2022, Berlín se vio forzado a renunciar al gas barato sin haber preparado un plan energético alternativo ni una defensa común europea que respaldara una política autónoma.

La decisión fue eminentemente política y estratégica: se privilegió la cohesión atlántica y la contención de Moscú por encima de la lógica económica que había hecho de Alemania la potencia industrial de Europa. La consecuencia inmediata fue una industria alemana golpeada por los costes energéticos, cadenas de producción deslocalizándose y un continente que pierde peso en sectores clave mientras intenta improvisar una transición hacia energías más caras y dependientes.

Esta ruptura también ha tenido un claro efecto geopolítico: Europa ha vuelto a replegarse bajo el paraguas atlántico, no sólo en defensa sino también en energía. El vacío dejado por el gas ruso ha sido llenado en gran medida por gas natural licuado estadounidense a precios superiores, lo que ha beneficiado a los productores norteamericanos y reforzado la dependencia europea de infraestructuras de importación controladas por aliados atlánticos. Al mismo tiempo, las sanciones y la ruptura de lazos comerciales con Rusia han abierto oportunidades para la industria y las exportaciones energéticas de EE. UU., mientras la economía europea absorbe los costes de la desvinculación.

En este contexto, resulta fácil —y políticamente cómodo— culpar a Merkel por haber confiado en Rusia. Pero más honesto sería reconocer que su estrategia fue la última tentativa seria de dotar a Europa de un margen propio, y que fracasó no porque fuera intrínsecamente errónea, sino porque el continente nunca construyó los instrumentos que le habrían permitido sostenerla: una defensa común real y una política energética diversificada. Al romper la interdependencia sin un sustituto europeo, la decisión política de priorizar la disciplina atlántica perjudicó la economía europea y fortaleció la norteamericana, dejando a la UE más dependiente que nunca de un marco geopolítico que no controla.


Epílogo

El artículo de UnHerd es representativo de una tendencia que busca culpabilizar a Merkel de todo lo malo que hoy afronta Europa sin reconocer que muchas de esas fragilidades vienen de mucho antes y de dinámicas geopolíticas que superan a cualquier canciller. Su política de austeridad puede y debe criticarse: debilitó la inversión y dejó a Europa más frágil de lo que debía.

Pero su apuesta por una Europa capaz de relacionarse con el Este y no depender por completo del eje atlántico merece una valoración más detenida y menos sumaria. Formaba parte de una tradición estratégica profunda que veía en la interdependencia con Rusia una vía para sostener la competitividad industrial y construir autonomía continental.

Entender esa tradición —y por qué fracasó— es mucho más útil que demonizar a quien quizá fue la última dirigente europea que intentó dotar al continente de un espacio propio. Merkel se equivocó en muchas cosas, pero no en haber mirado hacia el Este, hacia ese enorme espacio euroasiático del que la península europea emerge sin ni siquiera soporte geográfico y real para ser considerada siquiera un subcontinente, pero que con autoestima de sahib se considera a sí misma nada más y nada menos que un continente.


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