Reescribir el siglo XX: lo que el revisionismo nos enseña sobre la verdad histórica


Durante la Guerra Fría, cada bloque construyó su propio relato del pasado y lo convirtió en verdad histórica. Décadas después, muchas de esas narrativas siguen vivas, transformadas en memoria moral, en historia. El revisionismo contemporáneo —de Tottle a Traverso— está desmontando ese legado: muestra cómo la propaganda sobrevivió al conflicto y se instaló en la historia misma. Releer el siglo XX no significa reabrir viejas trincheras, sino aprender a distinguir entre la historia que ocurrió y la que nos contaron.

Durante la Guerra Fría no solo se libró una lucha política y militar: se libró una guerra por el sentido de la verdad. Cada bloque construyó un relato de sí mismo y del otro, una narrativa moral que debía legitimar su existencia. En un mundo dividido por el miedo y por la necesidad de pertenecer, el control del relato era tan decisivo como el control de los territorios.

Pero lo más significativo es lo que vino después. Con el tiempo, muchas de esas narrativas dejaron de percibirse como productos de propaganda —construidos para sostener una guerra ideológica— y se consolidaron como historia. La lucha por el relato no terminó con el fin del conflicto: se sedimentó en manuales, museos y discursos políticos, convertida en memoria colectiva.

De ese modo, la Guerra Fría no solo moldeó la política del siglo XX, sino también nuestra comprensión histórica del siglo XX. Su legado más duradero no es solo militar ni económico, sino epistemológico: la naturalización de versiones del pasado que nacieron para justificar una causa.

El caso del Holodomor —la interpretación de la hambruna ucraniana de 1932-33 como genocidio deliberado— muestra con claridad este proceso. En su origen fue una operación de propaganda: una campaña periodística fabricada durante los años treinta para desacreditar a la Unión Soviética.
Décadas después, esa misma campaña reaparece, depurada y revestida de autoridad académica, como parte del consenso histórico occidental. El relato de guerra se ha convertido en historia; la propaganda, en memoria moral.

Y es precisamente ahí donde se abre la cuestión central de nuestro tiempo: ¿Cuántos de los hechos que hoy consideramos indiscutibles son, en realidad, residuos de una guerra que ya no recordamos pero cuyo lenguaje seguimos hablando?


El mecanismo: de propaganda a historia

La conversión de la propaganda en historia sigue una lógica casi constante. Tottle la documenta, paso a paso, en su libro Fraud, Famine and Fascism (1987) a propósito del Holodomor; y ese mismo esquema puede aplicarse a muchos otros episodios considerados como indiscutibles del siglo XX.

  1. Un hecho real o parcialmente real.
    Una crisis, un conflicto o una tragedia sirven como punto de partida: hambre, represión, guerra.

  2. Una interpretación política.
    Se seleccionan los datos y se formula una explicación moral: hay un culpable absoluto y una víctima inocente. La complejidad desaparece; queda una historia con buenos y malos.

  3. Difusión mediática.
    La prensa, la radio y más tarde el cine y la televisión amplifican esa lectura. El relato gana emoción y, con ella, credibilidad.

  4. Validación académica.
    Décadas después, universidades, fundaciones o comisiones oficiales legitiman el relato. Los artículos de propaganda se citan como fuentes; las fotografías manipuladas se convierten en documentos históricos.

  5. Canonización moral.
    Cuando se instala en manuales, museos y discursos políticos, la narración deja de ser una hipótesis y se vuelve dogma. Cuestionarla pasa a ser moralmente sospechoso.

Es el momento en que la propaganda deja de parecer propaganda y se convierte en “memoria histórica”.

El ejemplo del Holodomor

Tottle demuestra en Fraud, Famine and Fascism cómo ese proceso —el paso de la propaganda a la historia— se despliega con precisión casi mecánica en torno a la hambruna soviética de 1932-33.
El caso puede contarse siguiendo las cinco fases del mecanismo descrito:

  1. El hecho real.
    La hambruna existió y fue devastadora. Entre 1932 y 1933 murieron millones de personas en Ucrania, Kazajistán, el Volga y otras regiones agrícolas del país.
    Las causas fueron múltiples: sequías, sabotajes, errores de planificación y resistencias a la colectivización.
    Pero, como recuerda Tottle, el hambre no era una novedad soviética: las hambrunas habían sido una constante del campo ruso desde la época zarista, consecuencia del atraso agrario, la dependencia climática y la precariedad estructural del campesinado.
    El imperio había sufrido crisis cíclicas de escasez —1891, 1901, 1906, 1911, 1921–22— que afectaron a toda Rusia, no solo a Ucrania.
    En ese contexto, la tragedia de 1932–33 fue una catástrofe social de escala enorme, pero no una política de exterminio dirigida contra un pueblo específico..

  2. La interpretación política.
    Apenas unos años después, los periódicos del magnate estadounidense William Randolph Hearst, declarado anticomunista y abierto simpatizante del fascismo europeo, transformaron la catástrofe en un relato político.
    Hearst había visitado Alemania en 1934 y mantenía contactos directos con figuras del régimen nazi, incluido Alfred Rosenberg, el principal ideólogo del Tercer Reich. Sus periódicos publicaban sin censura artículos firmados por Goering, Goebbels o Mussolini, y funcionaban como un altavoz internacional de la propaganda anticomunista coordinada entre Berlín y los Estados Unidos.
    En ese contexto, sus diarios lanzaron una serie de artículos que presentaban la hambruna soviética como un “genocidio planificado por Stalin contra los ucranianos”, una versión que coincidía punto por punto con la narrativa del Ministerio de Propaganda nazi.
    El supuesto autor de la serie, Thomas Walker, afirmaba haber recorrido el país y fotografiado sus horrores; en realidad, era un impostor.
    Así, la alianza tácita entre el fascismo europeo y el poder mediático norteamericano convirtió una tragedia social en un crimen político deliberado, diseñado para demonizar a la URSS ante la opinión pública occidental..

  3. La difusión mediática.
    En febrero de 1935, los diarios de Hearst inundaron Estados Unidos con las imágenes y relatos de Walker. Las fotografías mostraban aldeas arrasadas y niños esqueléticos: una imaginería del horror que parecía confirmar el “genocidio soviético”.
    Pero todo era falso. Walker era en realidad Robert Green, un estafador que nunca había estado en Ucrania y que había reutilizado fotografías de la hambruna de 1921–22 y de otras crisis del periodo zarista.
    El fraude fue descubierto de inmediato fuera del entorno nazi y anticomunista: periodistas como Louis Fischer, corresponsal en Moscú para The Nation, y diplomáticos occidentales comprobaron que Walker solo había pasado unos días en la URSS y nunca en territorio ucraniano.
    Sin embargo, el desmentido no detuvo la operación: las imágenes siguieron circulando, reproducidas por la prensa de extrema derecha europea y por la propaganda nazi.
    La emoción había vencido a la evidencia, y el mito ya tenía su iconografía.

  4. La validación académica y política.
    Tras la Segunda Guerra Mundial, emigrados nacionalistas ucranianos instalados en Estados Unidos y Canadá rescataron aquel material de los años treinta como prueba del “genocidio soviético”.
    Muchos de ellos habían colaborado con el nazismo durante la ocupación alemana y buscaban ahora reconstruir una identidad nacional libre de esa herencia, presentándose como víctimas absolutas del comunismo.
    En el clima de la Guerra Fría, esa reinterpretación encajó perfectamente con la estrategia occidental: la URSS debía ser retratada no solo como rival político, sino como un régimen criminal por naturaleza.
    Durante la administración Reagan, el relato se reactivó por razones obvias: legitimar la ofensiva ideológica del “Imperio del Bien” contra el “Imperio del Mal”.
    Comisiones del Congreso, universidades y fundaciones privadas retomaron las mismas fuentes —fotografías, testimonios y cifras procedentes de la prensa de Hearst y del exilio nacionalista— y las presentaron como documentación histórica.
    En ese proceso se borraron cuidadosamente los desmentidos contemporáneos, se ignoró el origen nazi y fascista del material, y la propaganda de los años treinta se recicló como ciencia social.
    El mito volvía a la escena pública, ahora con credenciales académicas y legitimidad moral.

  5. La canonización moral.
    Finalmente, el relato pasó a los manuales, los museos y las conmemoraciones oficiales.
    Lo que había nacido como una operación mediática se convirtió en un símbolo nacional y en una verdad moral incuestionable: el Holodomor como “genocidio ucraniano”.
    El proceso estaba completo: un hecho histórico reinterpretado como crimen político, convertido en verdad moral y fijado como historia oficial.


Lo que revela el revisionismo

Lo que autores como Douglas Tottle pusieron en evidencia no fue solo la manipulación de un episodio concreto, sino la estructura misma mediante la cual la Guerra Fría produjo su propio archivo de verdades. El suyo no fue un ejercicio de defensa ideológica, sino un gesto epistemológico: distinguir entre lo que fue propaganda y lo que fue historia.

Tottle mostró que el “genocidio ucraniano” no era un hecho negado por la falta de pruebas, sino una verdad fabricada por saturación, es decir, por la repetición de imágenes, testimonios y discursos hasta que su origen propagandístico se volvió invisible. Esa operación, nacida en la prensa fascista y consolidada por la academia occidental, ilustra cómo una versión política del pasado puede sedimentarse hasta parecer conocimiento histórico. Su trabajo se convirtió así en una advertencia más amplia: la historia también puede ser el residuo de una guerra ideológica.

Y ese fenómeno no se limitó a Ucrania ni a la URSS. Puede rastrearse en muchos otros frentes donde la propaganda terminó por convertirse en verdad académica:

  • En la teoría del “totalitarismo”, que equiparó comunismo y nazismo borrando las diferencias históricas, políticas y morales entre ambos, y dotando al bloque occidental de una superioridad ética prefabricada.

  • En la guerra cultural de la CIA, que financió revistas, congresos y artistas para moldear el imaginario del “mundo libre”, operación luego presentada como un florecimiento espontáneo de la creatividad occidental.

  • En la lectura del colapso soviético como victoria del mercado, que omitió la devastación social, la desindustrialización y el vacío político que siguieron a las reformas de los noventa.

  • En la mitología del capitalismo como garante del bienestar, pese a que los archivos económicos y demográficos muestran que la URSS alcanzó niveles inéditos de alfabetización, salud e igualdad para un país de su desarrollo.

En todos estos casos, el tiempo político generó sus propias verdades: narraciones que sirvieron a los intereses de un presente y que, con los años, fueron heredadas por la historia sin revisar su genealogía.

El trabajo de Tottle representa precisamente el esfuerzo contrario: la recuperación de la distancia crítica, la insistencia en que todo relato histórico debe examinar sus fuentes, su contexto y su función antes de ser aceptado como verdad.


Una nueva generación de historiadores

La apertura de archivos y la distancia emocional han permitido que una nueva generación de historiadores reescriba buena parte del siglo XX, liberándolo del corsé ideológico de la Guerra Fría.
No buscan reemplazar una propaganda por otra, sino devolver la historia al territorio del análisis, donde las afirmaciones deben sostenerse con pruebas, no con fe política.

Este revisionismo contemporáneo se caracteriza por un principio compartido:

los hechos importan, pero también importa saber quién los nombró por primera vez, en qué contexto y con qué propósito.

Esa pregunta —aparentemente obvia— estuvo ausente durante décadas, cuando las interpretaciones oficiales de la Guerra Fría se aceptaban sin revisar su genealogía. Hoy vuelve a ser el punto de partida de una historiografía que busca una historia menos moralizante y más humana.

Los temas que esta corriente está revisando son amplios y profundamente conectados entre sí:

  • El estalinismo y el “terror”: autores como J. Arch Getty o Robert Thurston han demostrado que los años treinta no fueron un bloque de horror irracional, sino un periodo de conflictos institucionales, luchas burocráticas y reformas malogradas. La noción de “terror total” —sostenida por la propaganda occidental— se revela como una simplificación política.

  • La vida cotidiana bajo el socialismo: Sheila Fitzpatrick y Lynne Viola han reconstruido la experiencia soviética desde abajo, mostrando redes de supervivencia, negociación y complicidad que desmienten la imagen de una sociedad pasivamente sometida al miedo.

  • La guerra cultural de la CIA: Frances Stonor Saunders, Hugh Wilford y otros han documentado cómo la inteligencia estadounidense financió revistas, editoriales y congresos para fabricar consenso ideológico y presentar el liberalismo como sinónimo de libertad artística.

  • La memoria y la política del duelo: en Europa, Enzo Traverso y Domenico Losurdo han revisado la herencia del “antitotalitarismo” y sus efectos: la equiparación entre comunismo y nazismo, el borrado del antifascismo y la sacralización del capitalismo como horizonte moral.

  • El colapso del bloque socialista: investigadores como Stephen Kotkin, David Kotz o Naomi Klein han mostrado que la llamada “victoria del mercado” fue en realidad una catástrofe social con millones de víctimas silenciosas: desempleo masivo, desintegración institucional y pérdida de esperanza colectiva.

  • La experiencia global del socialismo: otros, como Odd Arne Westad o Vijay Prashad, han integrado África, Asia y América Latina en la historia del siglo XX, demostrando que la Guerra Fría fue también una guerra contra la descolonización y que el Sur global no fue un simple escenario, sino un actor.

Este nuevo ciclo historiográfico no absuelve, pero restituye complejidad. Frente al relato moral que dividía el mundo entre verdugos y víctimas, ofrece un mapa más denso, donde los procesos sociales, las estructuras económicas y las decisiones humanas conviven en tensión.

Su tarea, en definitiva, es reconstruir la historia después de la propaganda, y hacerlo con la convicción de que el pasado no necesita héroes ni demonios, sino comprensión.

Epílogo

El siglo XX fue el más documentado de la historia, pero también el más manipulado. Nunca hubo tantos archivos, informes y testimonios, y sin embargo pocas veces se construyó una narrativa tan rígida sobre el bien y el mal. La Guerra Fría no solo separó dos bloques: separó dos formas de entender la verdad. En su centro no estaba la lucha entre capitalismo y comunismo, sino entre dos sistemas de legitimación que competían por definir qué debía considerarse “historia”.

Décadas después, una parte de esas narrativas sigue viva, convertida en memoria moral. Los mitos políticos de aquel tiempo —el “genocidio ucraniano”, el “terror rojo”, la “victoria del mercado”— ya no se presentan como armas de propaganda, sino como verdades heredadas. Y, sin embargo, sus cimientos son los mismos: imágenes manipuladas, fuentes sin verificar, emociones movilizadas para consolidar certezas.

El revisionismo contemporáneo —de Tottle a Fitzpatrick, de Saunders a Traverso— no pretende restaurar viejos regímenes ni fabricar nuevos dogmas: pretende devolver la historia a su terreno natural, el de la duda y el análisis. Al hacerlo, nos recuerda que cada sociedad escribe su pasado según sus temores y sus necesidades, y que la verdad histórica solo puede nacer del contraste entre versiones, no de su clausura.

Quizá ese sea el legado más incómodo del siglo XX: que las guerras no terminan cuando callan las armas, sino cuando sus relatos dejan de dictar lo que debemos creer. Y que solo una mirada libre —capaz de volver sobre las “verdades” heredadas y preguntarse de nuevo quién las dijo, cuándo y para qué— puede transformar la memoria en conocimiento y la historia en pensamiento.

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