Cuando la economía va bien y la gente va mal: el mundo gobernado por los mercados
Los indicadores sonríen, los mercados aplauden y los ministros presumen de estabilidad. Pero la vida cotidiana se encarece, los salarios se estancan y la desigualdad crece. La financiarización ha invertido el propósito de la economía: ya no se gobierna para las personas, sino para los balances. La macro prospera mientras la micro se hunde
El dinero ya no necesita fábricas, ni trabajadores, ni productos: basta con sí mismo.
La financiarización ha convertido a la economía en un juego autorreferencial que se alimenta de expectativas, algoritmos y apuestas sucesivas sobre el riesgo. Pero cuanto más huye de la realidad, más depende de ella. Y en esa contradicción late una amenaza mayor: la de un capitalismo que socava sus propias bases mientras prepara el terreno para su próxima mutación.
Durante buena parte de la historia contemporánea, el capitalismo se legitimó por su capacidad de transformar inversión en producción, trabajo en innovación y tecnología en bienestar. La banca y los mercados financieros eran piezas esenciales de ese engranaje: su función consistía en canalizar el ahorro hacia la inversión productiva, financiar empresas, construir infraestructuras, generar empleo y sostener el crecimiento material. El crédito, en ese contexto, no era un fin en sí mismo, sino el instrumento que hacía posible que la economía creciera sobre bases reales.
Hoy, sin embargo, esa relación se ha invertido. La economía financiera ha dejado de ser un medio al servicio de la producción para convertirse en un fin autónomo, con sus propias reglas y sus propios objetivos. Su tamaño, complejidad e influencia política han alcanzado dimensiones sin precedentes: según el Banco de Pagos Internacionales, el volumen nocional de derivados financieros OTC supera los 600 billones de dólares. Este nocional representa la suma de los principales de referencia sobre los que se construyen los contratos, no el capital efectivamente en riesgo: el valor de mercado bruto de estos derivados ronda los 18 billones, y la exposición neta tras compensaciones es aún menor. Pero la escala del nocional sigue siendo reveladora de la magnitud especulativa del sistema. Los mercados globales de deuda —pública, corporativa y financiera— rozan los 135 billones de dólares según estimaciones del Institute of International Finance, y las operaciones de alta frecuencia ejecutan millones de transacciones en milisegundos sin relación directa con la creación de bienes o servicios.
La pulsión de independencia: cuando el dinero quiere vivir sin el mundo
La "utopía virtual" de la que hablábamos no es una metáfora retórica: es el corazón mismo de la lógica financiera contemporánea. Una vez que el capital descubre que puede multiplicarse sobre sí mismo sin depender directamente de la producción material, su tendencia natural es intentar reducir al mínimo su exposición al mundo real. No se trata de un capricho ideológico, sino de un cálculo económico: la economía productiva implica riesgos, costes y límites que la especulación puede sortear.
Producir bienes o servicios exige plazos largos, inversiones cuantiosas, salarios, materias primas y una demanda final que nunca está garantizada. Depende de factores imprevisibles —precio de la energía, ciclo del consumo, estabilidad política o decisiones regulatorias— que pueden erosionar márgenes y reducir beneficios. En cambio, las operaciones financieras permiten obtener rendimientos en plazos mucho más breves y con riesgos que, al menos en apariencia, son más fáciles de gestionar. Como explica Costas Lapavitsas, "el capital busca emanciparse de las limitaciones físicas de la producción porque fuera de ellas la rentabilidad es mayor y el horizonte de beneficios más predecible".
Esta lógica responde, en última instancia, a la dinámica descrita por Karl Marx en El Capital: el impulso del capital a convertirse en "valor que se valoriza a sí mismo", a desplegar su capacidad de reproducción sin necesidad de pasar por el circuito del trabajo, la mercancía y el consumo. Cuanto más abstracto y autónomo sea el producto financiero, más rápido puede circular y más alto puede ser el margen de beneficio. La especulación realiza, así, la aspiración más profunda del capital: crecer sin producir.
Sin embargo, incluso en este mundo aparentemente autónomo, la independencia nunca es completa. Los credit default swaps (CDS) no tendrían sentido sin deudas reales que asegurar; los derivados sobre hipotecas colapsan si los hogares dejan de pagar; el trading algorítmico necesita mercados con empresas que generen beneficios subyacentes. La utopía financiera se construye sobre la ilusión de que puede vivir sin la economía real, pero su rentabilidad sigue dependiendo, aunque sea de forma indirecta, de lo que ocurre en ella. La paradoja es que el capital busca huir del mundo del que obtiene su valor.
Dependencia estructural: la economía real como anclaje y coartada
Por más abstracto y sofisticado que sea un producto financiero, su valor último depende siempre de que exista una base real que lo sostenga. Un bono solo tiene sentido si hay un Estado capaz de recaudar impuestos y pagarlo; una acción solo vale si la empresa subyacente produce bienes o servicios; una hipoteca solo puede cobrarse si los hogares tienen ingresos. Sin ese tejido productivo, los activos financieros pierden sentido: el dinero se convierte en un número sin respaldo y los mercados se desploman.
Los mercados financieros se presentan a sí mismos como sistemas autónomos que generan valor por su propia dinámica interna, pero en realidad dependen de procesos que ocurren fuera de ellos y que no pueden controlar. Lapavitsas lo explica con precisión: el capital financiero puede multiplicarse en un circuito propio, pero no puede crear por sí mismo el valor que captura. Lo que hace es apropiarse de valor generado en otras esferas —el trabajo asalariado, la producción, la recaudación fiscal— y transformarlo en beneficio financiero.
Giovanni Arrighi mostró que esta dependencia no es coyuntural, sino estructural. Cada gran ciclo de expansión financiera en la historia del capitalismo —desde las bancas genovesas del siglo XVI hasta la hegemonía estadounidense del XX— ha terminado topando con el mismo límite: sin un nuevo anclaje productivo que lo sostenga, el ciclo especulativo se agota. El capital puede flotar durante un tiempo sobre sí mismo, pero tarde o temprano necesita volver a posar los pies en el terreno de la producción.
La economía real cumple además otra función crucial: actúa como coartada. Los bancos y fondos no solo necesitan que exista un flujo de producción, trabajo y consumo del que extraer rentas; también necesitan justificar su poder político y su posición social. Por eso se presentan como motores de innovación o empleo. Pero si se observan los balances consolidados de la banca europea, según datos del Banco Central Europeo, los préstamos a empresas no financieras representan aproximadamente una cuarta parte de los activos totales. El resto se distribuye entre deuda soberana, posiciones interbancarias, derivados y otros instrumentos puramente financieros. La función productiva se reduce a la mínima expresión necesaria para mantener la legitimidad del sistema.
El coste oculto: cómo la financiarización debilita la producción
Aunque las finanzas dependen de la economía real, la mayor parte del dinero que se genera en el circuito financiero se queda dentro de él: se recicla en operaciones entre activos, sin transformarse en inversión nueva, empleo o capacidad productiva. El resultado es escasez crónica de financiación para lo que más falta hace —transición energética, reindustrialización, innovación—.
Esa desviación tiene efectos concretos:
- Asfixia del crédito productivo: el capital fluye hacia deuda soberana líquida o productos estructurados, y se retrae del préstamo a pymes y proyectos de largo plazo.
- Cortoplacismo empresarial: muchas grandes corporaciones estadounidenses, especialmente en el S&P 500 durante la década de 2010, han destinado más del 90% de sus beneficios a dividendos y recompras de acciones, reduciendo la inversión en capacidad productiva.
- Encarecimiento de factores clave: la especulación inmobiliaria y energética eleva los costes de producir, erosionando márgenes y competitividad.
- Desplazamiento de talento: el sector financiero ofrece retribuciones superiores y absorbe ingenieros, matemáticos y científicos que podrían aumentar productividad en sectores industriales o tecnológicos.
- Desigualdad y demanda débil: la concentración de renta en los estratos superiores reduce el consumo agregado y debilita el incentivo a invertir en capacidad productiva adicional.
- Circuito cerrado de liquidez: el dinero gira entre activos financieros sin irrigar la economía real, generando actividad nominal sin creación de valor material.
- Fragilidad sistémica: parte del crédito migra hacia la banca en la sombra —fondos de inversión no regulados, vehículos de titulización, mercados de repos—, amplificando riesgos de liquidez y contagio que escapan a la supervisión tradicional.
Cuando el dinero gira sobre sí mismo, producir se vuelve más caro y menos rentable. La financiarización no solo desvía recursos: mina la base material de la que depende..
El capitalismo sin motor: cuando el sistema mina sus propias bases
El capitalismo se legitimó históricamente por su capacidad de generar bienestar material. Pero un sistema que privilegia la especulación sobre la producción pierde esa legitimidad y, además, destruye las condiciones que la hacen posible.
La rentabilidad financiera depende, en última instancia, de que la economía real siga funcionando: de que haya impuestos, salarios y crecimiento. Pero cuanto más se expande el circuito financiero, más obstaculiza ese crecimiento.
Cada vez que la rentabilidad productiva entra en declive, el capital busca refugio en las finanzas. Ese movimiento prolonga el ciclo, pero a costa de debilitar la base productiva. Lo que nació como salida termina agravando la causa original. En palabras de Robert Brenner, el capitalismo entra en una "trampa de rentabilidad" donde cada intento de escapar de la producción la hace menos rentable.
David Harvey lo formula con crudeza: "El capital no puede vivir sin el trabajo, pero tiende constantemente a destruir la base sobre la que vive". Nancy Fraser habla de un sistema "que devora sus propias condiciones de existencia". Wolfgang Streeck lo describe como un "largo estancamiento": crecimiento anémico, productividad plana, deuda creciente y burbujas recurrentes.
La financiarización, así, deja de ser síntoma para convertirse en mecanismo endógeno de crisis.
Gobernar para los mercados: la nueva lógica del poder económico
La financiarización no solo transformó la acumulación; reordenó las prioridades de los Estados. Los ministerios de economía gobiernan hoy mirando el termómetro de los mercados financieros, no el pulso de la sociedad.
El mercado de bonos soberanos —más de 140 billones de dólares según estimaciones recientes— funciona como mecanismo de disciplina. Cada subida del spread o rebaja de rating se traduce en presión para ajustar el gasto y "tranquilizar a los inversores". La prima de riesgo se ha convertido en el oráculo de la política fiscal.
Los bancos centrales, bajo el mandato de estabilidad de precios y control de la transmisión de la política monetaria, actúan como guardianes de la confianza del mercado. En la eurozona, el BCE ha institucionalizado esta lógica con su Transmission Protection Instrument (TPI), un mecanismo discrecional diseñado para intervenir en los mercados secundarios de deuda si las dinámicas de los bonos "se desordenan" de forma injustificada, siempre que el país cumpla ciertas condiciones fiscales. Que un banco central deba proteger la curva de rendimientos de perturbaciones consideradas excesivas ilustra hasta qué punto los mercados condicionan las políticas públicas.
Las nuevas reglas fiscales europeas consolidan este paradigma: la sostenibilidad de la deuda es el eje del marco presupuestario. La credibilidad ante los mercados se vuelve el criterio que organiza las decisiones nacionales. El presupuesto se escribe, literalmente, con la prima de riesgo en la pantalla.
En este contexto, la estabilidad de los activos financieros se ha convertido en bien público implícito. Ante cada tensión —una quiebra bancaria, un sobresalto bursátil, una crisis de liquidez—, la reacción inmediata de los gobiernos y los bancos centrales es estabilizar los mercados. La economía real puede esperar.
La consecuencia política es profunda: los Estados se transforman en gestores de expectativas financieras. Ya no gobiernan para maximizar bienestar, sino para minimizar volatilidad. Su horizonte no es el ciclo de vida de una generación, sino el calendario de vencimientos de la deuda soberana.
La microeconomía relegada: cuando el bienestar deja de ser prioridad
Durante gran parte del siglo XX, el objetivo de la política económica era mejorar la vida de la población: empleo, salarios, vivienda, servicios públicos. La macroeconomía —los agregados, los equilibrios fiscales, la estabilidad monetaria— era el medio; la microeconomía —el bienestar cotidiano de las personas— era el fin.
Hoy esa jerarquía se ha invertido. La estabilidad macroeconómica, entendida ahora como estabilidad financiera, se ha convertido en un fin en sí mismo, incluso cuando implica sacrificar empleo o inversión. Lo que importa no es si las personas viven mejor, sino si los mercados confían. La macroeconomía ya no sirve al bienestar microeconómico: lo subordina.
La desigualdad no preocupa mientras el consumo agregado mantenga el PIB. La precariedad es tolerable si no altera las previsiones de déficit. La vivienda puede ser inaccesible si la banca está saneada. El crecimiento salarial puede frenarse para garantizar el "anclaje" de las expectativas de inflación.
El bienestar de los ciudadanos ya no es la métrica del éxito económico, sino un efecto colateral deseable. Los grandes equilibrios —déficit, deuda, inflación— se gestionan con el foco puesto en la reacción de los mercados financieros, no en el impacto sobre las condiciones materiales de vida. Como escribió François Morin: "Los Estados ya no gobiernan a favor de sus sociedades; gobiernan a favor de sus acreedores."
La microeconomía —el trabajo, los ingresos, la vida material— ha dejado de ser prioridad porque el marco institucional castiga a quien desafía las expectativas del mercado. Un ministro puede soportar un aumento del paro, pero no una subida de la prima de riesgo. La economía de las personas se pliega ante la economía de las finanzas.
Epílogo: el capitalismo del espejo
El capitalismo financiarizado ha conseguido su aspiración más antigua: convertir el dinero en su propio reflejo. Pero en ese proceso ha perdido el mundo.
La economía parece crecer, los indicadores mejoran, los balances se expanden… mientras la vida se encarece, los salarios no avanzan y la productividad se estanca. La macroeconomía financiera prospera, la microeconomía de las personas se deteriora.
Gobernar para los mercados significa aceptar esa fractura como normalidad. Pero una economía que ya no produce bienestar para sus ciudadanos deja de ser economía política: se convierte en pura administración de balances.
Argentina bajo Javier Milei muestra hasta dónde puede llegar esta lógica. Superávit fiscal, caída del riesgo país, bonos al alza: los mercados aplauden. Pobreza por encima del 50%, salarios reales hundidos, actividad económica en contracción: la sociedad sufre. Dos realidades que no se tocan. Una economía que funciona para sus balances, pero ha dejado de funcionar para su gente.
Reconectar las finanzas con la realidad no es cuestión técnica, sino política. Exige devolver al Estado su papel de árbitro entre estabilidad financiera y bienestar social, entre rentabilidad privada y justicia distributiva. Si no lo hace, el sistema seguirá funcionando… hasta que un día descubra que ha dejado de tener a quién servir
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