Estados Unidos sigue imponiendo sanciones como si aún controlara el sistema financiero mundial, pero el mundo ya cambió. Las medidas que un día simbolizaron poder hoy revelan su agotamiento: castigan economías que han aprendido a vivir sin Occidente y, en el proceso, debilitan la moneda que sostenía su hegemonía. Cada sanción que busca disciplinar al adversario acelera, paradójicamente, la construcción de un orden paralelo en el que el dólar —y con él, la autoridad occidental— pesa un poco menos.
Durante décadas, las sanciones económicas fueron la herramienta preferida de Estados Unidos para castigar a los países que desafiaban su orden. Funcionaban porque Washington controlaba el sistema financiero global, la infraestructura de pagos, el comercio marítimo y, sobre todo, la moneda con la que se liquidaba casi todo: el dólar.
Pero esas condiciones ya no existen.
Y, sin embargo, el reflejo persiste: sancionar, aunque el golpe ya no alcance a nadie.
Sancionar un mercado que ya no es tuyo
Nadie niega que las sanciones iniciales golpearon duro. Entre 2022 y 2023, Rusia perdió acceso a tecnología crítica, sufrió un desplome del rublo, vio contraerse su economía un 2,1 % y tuvo que vender su crudo con descuentos de hasta 30 dólares por barril. Occidente celebró: el aislamiento parecía funcionar.
Pero tres años después, los datos cuentan otra historia. Según el FMI, la economía rusa creció un 3,6 % en 2024, superando a Alemania y al Reino Unido. Su tasa de desempleo está en mínimos históricos (2,4 %). El presupuesto militar no solo está financiado: se ha duplicado. Y las exportaciones energéticas, lejos de colapsar, alcanzaron en 2024 los 180 000 millones de dólares, apenas un 15 % por debajo del nivel previo a la guerra, pero con márgenes más altos en Asia.
La pregunta relevante no es si las sanciones dolieron —sí lo hicieron—, sino si mataron al paciente. Claramente, no lo hicieron. Rusia se adaptó, reconstruyó su red comercial y diversificó sus dependencias. Seguir sancionando el mismo sector con la misma intensidad no es perseverancia: es negación.
Las nuevas sanciones al petróleo ruso —anunciadas esta semana con la solemnidad habitual— son un acto de teatro más que de política.
Desde 2022, Rusia ha reorganizado por completo su mapa comercial: ya no depende de Europa ni de los servicios financieros occidentales.
Antes de la guerra, la Unión Europea compraba el 52 % del crudo ruso y el 75 % de sus productos refinados.
En 2025, esa proporción ha caído por debajo del 5 %, según datos de la Agencia Internacional de la Energía (AIE).
El grueso del negocio se ha desplazado hacia Asia:
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China importa hoy más de 2,1 millones de barriles diarios de crudo ruso, un aumento del 40 % respecto a 2021.
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India, que antes apenas figuraba como cliente, se ha convertido en el segundo comprador con 1,6 millones de barriles diarios, pagados mayoritariamente en rupias, yuanes o dirhams.
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Turquía actúa como centro logístico y de refinado intermedio, reexportando derivados a África y al Mediterráneo oriental.
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Emiratos Árabes, Arabia Saudí y Egipto participan como nodos financieros o de reventa, diluyendo el control occidental sobre las rutas energéticas.
El resultado es que más del 80 % de las exportaciones energéticas rusas ya no pasan por Occidente: ni en destino, ni en moneda, ni en seguros.
Moscú ha tejido su propia red de transporte, financiamiento y pago, apoyada en bancos chinos, flotas neutrales y aseguradoras locales.
Washington sanciona hoy una economía que ya no necesita su visto bueno.
El dólar, que antes era el árbitro universal, se ha convertido en parte del problema: cada vez más países buscan no depender de una moneda que puede ser usada como arma.
El aislamiento invertido
En 2022, se decía que Rusia quedaría aislada del mundo.
Tres años después, los hechos muestran lo contrario:
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Occidente representa menos del 45 % del PIB global (a paridad de poder adquisitivo).
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La proporción de reservas mundiales en dólares ha caído por debajo del 58 %, su nivel más bajo en tres décadas.
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En el comercio de petróleo, la cuota del dólar ha pasado del 85 % al 70 %.
Mientras Washington y Bruselas multiplican sanciones, el resto del planeta reconfigura su economía al margen de ellas.
China, India, Irán y el Golfo han construido sistemas de pago alternativos —CIPS, MIR, SPFS—, aseguradoras propias y flotas independientes.
El petróleo, el gas, los fertilizantes y los minerales rusos siguen fluyendo: lo que se está cortando no es el comercio ruso, sino la participación occidental en él.
Las sanciones, que nacieron como instrumento de hegemonía, se han convertido en símbolo de impotencia.
Cuando el dólar deja de ser creíble
El poder del dólar residía en su neutralidad.
Durante medio siglo, todos lo usaban porque era previsible, estable y ajeno a los vaivenes políticos: una infraestructura de confianza, el lenguaje común del comercio global.
Pero eso cambió.
Desde que Estados Unidos empezó a congelar reservas soberanas —como las de Rusia, Irán, Afganistán o Venezuela— y a excluir bancos del sistema SWIFT, el dólar dejó de ser un medio neutral y se convirtió en un arma de guerra económica.
Y un arma, por definición, genera miedo: no solo entre los enemigos, sino también entre los aliados que temen ser los próximos.
Cada nuevo uso del dólar como herramienta punitiva disminuye su credibilidad como reserva de valor.
El resto del mundo toma nota: si tus activos pueden ser bloqueados por decisión unilateral de otro país, entonces necesitas una alternativa.
Y esa búsqueda ya está en marcha: más yuanes, más rupias, más oro físico, más acuerdos bilaterales fuera del circuito de Nueva York y Londres.
Y no son solo los adversarios quienes toman nota.
En marzo de 2023, Brasil y China acordaron liquidar su comercio bilateral —más de 150 000 millones de dólares anuales— en reales y yuanes, sin pasar por el dólar.
Ese mismo año, Arabia Saudí, aliado histórico de Washington, aceptó por primera vez yuanes como pago por petróleo vendido a China.
Francia y Alemania exploraron mecanismos de pago en euros para comerciar con Pekín sin exposición al dólar.
India negoció con Rusia pagos en rupias, y Emiratos Árabes facilitó transacciones en dirhams.
Ninguno de estos países es enemigo de Estados Unidos.
Son socios comerciales, algunos incluso aliados formales.
Pero todos han llegado a la misma conclusión: el dólar se ha convertido en un riesgo de contraparte.
Si tus reservas pueden ser congeladas, si tus bancos pueden ser expulsados del sistema de pagos, si tu acceso a la liquidez global depende de mantener alineación política con Washington, entonces necesitas una alternativa.
No por hostilidad, sino por prudencia.
Cuando tus amigos buscan salidas de emergencia, el problema no es su deslealtad: es que convertiste tu casa en un lugar del que hay que poder escapar.
En este escenario, el dólar no solo pierde hegemonía: pierde inocencia.
De moneda de referencia pasa a ser moneda de riesgo.
Y ese desplazamiento simbólico —de la confianza al miedo— es el principio de su declive como pilar del sistema global.
El delirio como política
Sancionar lo que ya no controlas no es estrategia: es reflejo condicionado.
Cada nueva ronda de sanciones sirve menos para cambiar conductas ajenas que para negar la pérdida de autoridad propia.
Occidente sigue actuando como si su dominio financiero fuera eterno, mientras el resto del mundo construye su economía sobre nuevas bases.
Lo verdaderamente delirante no es que las sanciones no funcionen,
sino que sus autores aún crean que el mundo entero sigue girando alrededor suyo.
Y mientras lo hacen, cada nueva sanción no debilita al sancionado: debilita el sistema que las emite.
Al usar el dólar como arma, Estados Unidos corroe los cimientos del mismo poder que lo sostiene.
Cada congelamiento de reservas, cada exclusión del sistema SWIFT, cada veto comercial o financiero envía el mismo mensaje al planeta: el dólar ya no es un bien común, sino un riesgo político.
Y ese mensaje viaja más rápido que cualquier barco de petróleo.
Por eso, cada sanción no sólo enseña a resistir, sino a reemplazar.
Cada flota alternativa que se construye, cada sistema de pago bilateral que se activa, cada reserva que se diversifica hacia el yuan o el oro, es infraestructura que ya no depende de Occidente.
Infraestructura que sobrevivirá a esta guerra y que redefinirá el comercio global durante décadas.
Las sanciones económicas nacieron como expresión de poder.
Están muriendo como mecanismo de autodestrucción lenta:
una estrategia que acelera la desdolarización, consolida redes ajenas y erosiona la credibilidad del propio orden que pretende preservar.
Y esa, quizás, sea su consecuencia más duradera:
no haber doblegado a Rusia, sino haber enseñado a medio mundo a vivir sin el dólar y sin Occidente.
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