Rusia puso el primer muro, China pondrá el segundo


La hegemonía estadounidense se construyó sobre una certeza: que su influencia podía llegar a cualquier rincón del planeta y que ningún actor sería capaz de detenerla. Esa convicción, sin embargo, está siendo puesta a prueba. Rusia ha trazado la primera línea roja en Ucrania, demostrando que el mundo ya no es un tablero abierto a la voluntad de Washington. Y todo indica que China —con su peso demográfico, industrial y geopolítico— levantará el siguiente muro, uno mucho más alto y difícil de derribar.

Toda hegemonía nace de una idea simple y poderosa: la convicción de que su poder puede extenderse más allá de cualquier frontera. Ningún imperio, potencia o proyecto expansivo se ha concebido sin esa creencia fundacional. Desde Roma hasta Washington —pasando por los reinos ibéricos de la Edad Moderna, el Imperio británico o la Unión Soviética—, las grandes potencias han necesitado persuadirse de que su capacidad para influir, imponer o transformar el mundo era ilimitada, aunque las formas concretas de ejercer ese poder hayan variado radicalmente con el tiempo.

Esta ilusión de proyección sin límites ha cumplido siempre un papel central en la historia. Ha sido mito legitimador (“llevamos la civilización”, “garantizamos el orden”, “difundimos la libertad”), motor de expansión territorial y económica, y justificación ideológica para intervenir en espacios lejanos. Pero también ha funcionado como trampa: al ignorar los condicionantes materiales, geográficos, económicos o políticos, los imperios terminan sobrepasando sus capacidades reales. Y cuando eso ocurre, el mundo —menos veloz que cualquier estrategia, pero más persistente— les recuerda dónde termina su alcance.

El presente confirma ese patrón con nitidez. La potencia que más lejos ha llevado esta ilusión en la era contemporánea, Estados Unidos, se enfrenta hoy a sus propios límites. En Ucrania, Rusia —una potencia heredera del estatus soviético, con alcance nuclear global aunque con menor peso estructural que en el pasado— ha reaccionado al avance euroatlántico con un uso decidido de la fuerza, alterando un equilibrio que se creía irreversible. 

Y en el horizonte emerge un desafío aún mayor: China, cuya combinación de escala económica, peso demográfico y ambición geopolítica plantea límites que ni las alianzas militares ni el poder naval estadounidense pueden neutralizar del todo. La historia se repite: tras décadas de expansión sin rival, el mundo empieza a recordarle a la hegemonía americana una verdad antigua y persistente —el poder, incluso el más formidable, siempre encuentra un límite.


El concepto: la ilusión de poder ilimitado como lógica imperial

La ilusión de proyección de poder ilimitada puede definirse como la convicción de que la capacidad de un Estado para expandir su influencia —ya sea política, militar, económica, tecnológica o cultural— no está sujeta a restricciones objetivas, o que dichas restricciones pueden superarse mediante voluntad, innovación o estrategia.

Esta idea no es un simple error de cálculo: es un componente constitutivo de toda aspiración hegemónica. Sin esa fe en su propia capacidad expansiva, ningún imperio habría podido justificar la conquista de nuevos territorios, el mantenimiento de ejércitos permanentes, la colonización de mercados o el rediseño de normas internacionales. Lo que varía con el tiempo no es la ilusión en sí, sino su forma histórica: Roma la articulaba en términos territoriales y civilizatorios, los imperios marítimos modernos la vincularon al comercio y la misión evangelizadora, y las potencias contemporáneas la expresan en clave de seguridad global, liderazgo normativo o control tecnológico.

Esta ilusión cumple varias funciones interconectadas:

  • Legitimadora: convierte la expansión en una tarea necesaria y moralmente superior. La misión civilizadora de Roma o el discurso estadounidense de “difundir la democracia” funcionan como relatos justificadores que ocultan intereses estratégicos y económicos más profundos.

  • Estratégica: autoriza el uso extensivo de recursos más allá del interés inmediato, bajo la premisa de que cualquier retirada implica pérdida de influencia relativa.

  • Estructural: transforma el mundo en un espacio que debe ser modelado, normado o controlado antes de que lo haga otro actor. En la era contemporánea esto se traduce no solo en bases militares o zonas de influencia, sino también en la pugna por el control de estándares tecnológicos, rutas de suministro o instituciones multilaterales.

El historiador Paul Kennedy, en The Rise and Fall of the Great Powers (1987), denominó imperial overstretch al punto en que la proyección excede la base económica que la sostiene. Giovanni Arrighi y Immanuel Wallerstein mostraron cómo, en cada ciclo hegemónico, la expansión tiende a acelerarse en el momento de declive relativo, funcionando como un mecanismo de negación. Hans Morgenthau advirtió que el poder deja de ser una herramienta racional cuando se convierte en un fin en sí mismo. Y teorías más recientes, como la hegemonic stability theory o los debates sobre el “orden liberal internacional”, han demostrado cómo esa ilusión opera hoy en dominios no militares, desde la arquitectura financiera global hasta la gobernanza digital.

Así entendida, la ilusión de poder ilimitado es tanto motor como límite: impulsa a los imperios a expandirse más allá de lo necesario y, en ese proceso, los lleva a confrontar las fronteras —económicas, geográficas, tecnológicas o sociales— que terminan por encauzar o transformar su hegemonía. No necesariamente destruye a las potencias, pero sí las obliga a replegarse, redefinirse o aceptar un nuevo equilibrio en el sistema internacional.


Historia de una ilusión: cuando el límite se impone

La historia imperial no es únicamente la crónica de conquistas y expansiones; es, sobre todo, la historia de cómo cada proyecto de dominación acaba chocando con sus propios límites. Estos límites no son meras abstracciones: tienen causas materiales, políticas y sociales precisas que se manifiestan de forma diferente según el contexto histórico, pero que responden a un patrón común.

Roma representa el ejemplo clásico. Su idea de imperium sine fine descansaba en la creencia de que un aparato militar disciplinado y una administración eficiente podían sostener un dominio territorial en expansión indefinida. Sin embargo, a partir del siglo III, el imperio entró en una espiral de crisis multifactoriales: reformas institucionales fallidas, presiones fiscales crecientes, transformación de la economía rural, dificultades logísticas para controlar largas fronteras y migraciones masivas que alteraron el equilibrio demográfico. Cuando el poder imperial empezó a fragmentarse, los llamados “bárbaros” no ocuparon un vacío súbito, sino que se insertaron en un tejido estatal debilitado por siglos de tensiones internas.

La Monarquía Hispánica del siglo XVI-XVII se enfrentó a un tipo de límite distinto: el económico-financiero. Su inmenso imperio atlántico y asiático dependía de los metales preciosos americanos para financiar guerras en Europa y sostener una compleja burocracia. Pero esa dependencia creó una estructura frágil: la economía peninsular no desarrolló un sector productivo competitivo, el Estado vivió crónicamente endeudado y el coste de mantener rutas marítimas y defensas superó con creces los beneficios netos. España no perdió el imperio por falta de ambición, sino porque nunca construyó una base económica moderna que lo sostuviera a largo plazo.

Gran Bretaña, hegemónica en el siglo XIX, encarnó otro tipo de límite: el tecnológico-industrial. La Revolución Industrial le otorgó ventaja inicial, pero pronto fue igualada —y superada— por potencias emergentes como Alemania y Estados Unidos. Al mismo tiempo, el mantenimiento de su red imperial exigía un gasto militar y administrativo cada vez más pesado, agravado por dos guerras mundiales devastadoras. Aun así, Londres intentó prolongar su influencia global a través de un “imperialismo informal”, basado en el control financiero y comercial, que retrasó pero no evitó su pérdida de primacía.

La Unión Soviética, finalmente, muestra cómo los límites pueden ser sistémicos. Su proyecto de revolución mundial partía de la premisa de que el modelo socialista era históricamente superior y universalizable. Pero en la práctica, el sistema planificado mostró rigideces estructurales: baja productividad, escasa innovación tecnológica, dependencia de los ingresos del petróleo y tensiones nacionalistas en la periferia. La carrera armamentista con Estados Unidos agravó estas debilidades y el mantenimiento de un bloque satélite económicamente insostenible aceleró el colapso. La ideología no fue la causa del derrumbe, sino el marco que impidió adaptarse a tiempo a un entorno cambiante.

En todos estos casos, el final de la expansión no fue provocado por una fuerza exterior invencible, sino por la forma concreta que adoptaron sus límites internos: fiscales y logísticos en Roma, financieros en España, industriales y demográficos en Gran Bretaña, estructurales y sistémicos en la URSS. Cada imperio creyó que podía superar estos obstáculos con más recursos, coerción o fe en su misión. Ninguno lo consiguió por completo. El mundo —con sus geografías, sus economías y sus resistencias sociales— terminó imponiendo la última palabra.

Esta comparación no implica que Roma, España, Gran Bretaña o la URSS enfrentaran los mismos problemas que las potencias contemporáneas. Pero sí revela un patrón común: toda ilusión de poder ilimitado choca, tarde o temprano, con realidades materiales que ningún ejército ni ideología pueden suprimir.


4. Estados Unidos: el imperio que quiso estar en todas partes

 Si Roma creyó en su destino universal y Gran Bretaña en el dominio de los mares, Estados Unidos llevó la ilusión de proyección ilimitada a una escala sin precedentes. Lo hizo no solo porque emergió como potencia vencedora en 1945, sino porque su estructura interna —económica, tecnológica, cultural e ideológica— le proporcionó los instrumentos necesarios para concebir el mundo entero como su esfera natural de acción.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Washington no solo derrotó a sus enemigos: construyó un orden global a su medida mediante tres pilares interdependientes:

  • Poder militar: una red sin precedentes de bases en más de setenta países, alianzas como la OTAN o el sistema bilateral en Asia, y la capacidad de proyectar fuerza en cualquier punto del planeta. Esta arquitectura no solo garantizaba la seguridad estadounidense, sino que convertía la defensa de otros en dependiente de su poder.
  • Poder financiero: el dólar se consolidó como moneda de reserva mundial, lo que permitió a Estados Unidos financiar déficits estructurales sin comprometer su hegemonía. La creación del FMI y el Banco Mundial institucionalizó esa ventaja, convirtiendo su política económica en referencia global.
  • Poder institucional e ideológico: el sistema de Naciones Unidas, el GATT y posteriormente la OMC, junto con una constelación de organismos multilaterales, se articularon en torno a normas definidas en Washington. La democracia liberal, el libre comercio y los derechos humanos se presentaron como principios universales, lo que delegitimaba cualquier alternativa desde su formulación.

Con estos instrumentos, Estados Unidos no solo lideró el mundo: redibujó las reglas del sistema internacional en torno a sí mismo. Como señaló George Kennan en los años cuarenta, el objetivo no era únicamente contener a la URSS, sino “modelar el entorno estratégico” para asegurar un siglo americano.

El colapso soviético eliminó el principal contrapeso y dio lugar a lo que Charles Krauthammer denominó el “momento unipolar”: una etapa histórica, más breve de lo que entonces se imaginaba, en la que ningún actor podía equilibrar el poder estadounidense. Washington interpretó la globalización no como un proceso complejo y contingente, sino como la confirmación de su destino: un mundo articulado bajo sus normas, dependiente de su seguridad y centrado en su economía

Sin embargo, el relato simplificado oculta importantes matices. La expansión de la OTAN fue rápida en los años 1990 y 2004, pero se frenó tras la cumbre de Bucarest de 2008, cuando la oposición rusa detuvo el ingreso de Ucrania y Georgia. Aun así, la convicción de que la resistencia era improbable persistió. Las operaciones en los Balcanes, Irak o Afganistán se justificaron como misiones civilizatorias y el “orden basado en reglas” fue presentado como una realidad natural, no como una construcción política contingente.

Esta lógica trascendió la estrategia para convertirse en ontología política. Estados Unidos dejó de concebir el sistema internacional como un espacio compartido con otras potencias y empezó a entenderlo como un escenario abierto a su liderazgo. La noción clásica de “zona de influencia” fue declarada ilegítima… salvo cuando se trataba de la suya. El discurso del “liderazgo global” funcionó así como un eufemismo que enmascaraba el ejercicio asimétrico del poder.

El resultado fue una cosmovisión en la que el planeta entero aparecía como espacio de intervención legítima: ninguna frontera era demasiado lejana, ninguna región demasiado periférica, ningún conflicto demasiado local para que Washington reclamara un papel central. En esta visión, el mundo no era un sistema de equilibrios, sino la extensión de su soberanía estratégica.

Pero esa ilusión, precisamente por su ambición totalizadora, contenía en sí misma el germen del choque. Un poder que no concibe límites no puede reconocer cuándo está a punto de alcanzarlos. Y cuando esos límites se manifiestan —como pronto comprobaría—, carece de los reflejos políticos y culturales para adaptarse.


5. Rusia: el primer muro

La guerra en Ucrania no es solo un conflicto entre dos Estados: es la primera manifestación estructural del límite que la ilusión estadounidense de poder ilimitado ha encontrado desde el fin de la Guerra Fría. No porque Rusia haya recuperado el estatus global de la Unión Soviética —su economía sigue siendo mucho menor y su influencia global, más acotada—, sino porque ha decidido que existe un umbral estratégico que no permitirá que sea traspasado, y porque puede actuar con una intensidad y una proximidad que ningún poder exterior puede igualar.

Para comprender el alcance de este choque hay que retroceder tres décadas. Desde 1991, Washington y Bruselas han operado bajo un supuesto tácito: que la integración progresiva de Europa del Este en sus estructuras políticas, militares y económicas era posible sin desencadenar un enfrentamiento directo. La OTAN incorporó sucesivamente a Polonia, Hungría, los países bálticos y buena parte del antiguo espacio soviético. Incluso Ucrania —pieza central en la historia, la economía y la identidad estratégica rusas— comenzó a ser considerada como el siguiente paso natural.

Este proceso chocó con un elemento estructural de la cultura estratégica rusa: la convicción de que su seguridad nacional depende de la existencia de un cinturón de Estados neutrales o aliados en su periferia occidental. Esta idea no es un residuo del pasado imperial ni un simple reflejo ideológico: responde tanto a la experiencia histórica —las invasiones napoleónica y nazi devastaron el país tras cruzar las llanuras de Europa oriental— como a la lógica militar contemporánea. La disuasión nuclear garantiza la supervivencia última del Estado, pero no resuelve los riesgos derivados del despliegue convencional de fuerzas adversarias en el entorno inmediato, ni elimina la importancia de la profundidad estratégica, la defensa en capas o la distancia operativa frente a ejércitos hostiles.

Además, el marco geopolítico en el que se diseñaron las relaciones tras el colapso soviético cambió de manera radical. El avance sostenido de la OTAN hacia el este —en contradicción con las expectativas expresadas por Moscú durante las negociaciones de reunificación alemana—, la progresiva integración de países del antiguo bloque soviético en estructuras euroatlánticas y el ascenso en Kiev de gobiernos abiertamente hostiles a la influencia rusa y a parte de su minoría cultural transformaron la periferia occidental de Rusia en un espacio percibido como amenazante. En esa nueva realidad, Ucrania dejó de ser un Estado amortiguador para convertirse, desde el punto de vista del Kremlin, en el punto crítico que definía la viabilidad de su arquitectura de seguridad.

La decisión de invadir responde así a una mezcla de factores: la percepción de amenaza derivada de la expansión de la OTAN, el temor a perder influencia en un espacio que el Kremlin considera vital, y también dinámicas internas —el uso del nacionalismo para reforzar un régimen autoritario, las dificultades económicas y demográficas, y la necesidad de reafirmar legitimidad interna a través de la política exterior.

La idea de que Ucrania representa un umbral inaceptable no puede explicarse simplemente por la distancia física: las fuerzas de la OTAN ya se encuentran a menos de 150 kilómetros de San Petersburgo desde la adhesión de los Estados bálticos en 2004. Más bien, se trata del significado político y simbólico de Ucrania: su eventual integración en la OTAN no solo transformaría el equilibrio militar, sino que desmantelaría la pretensión rusa de un espacio de influencia privilegiado en su “exterior cercano”.

En este contexto, la invasión de 2022 fue también una demostración de un error estratégico occidental: suponer que la proyección de poder a miles de kilómetros podía tener el mismo efecto que el ejercicio del poder desde el propio territorio en el espacio inmediato. Estados Unidos creyó que podía compensar la proximidad geográfica rusa con bases, alianzas o promesas de seguridad. Pero la geopolítica sigue siendo, en última instancia, una cuestión de concentración: en su vecindad inmediata, ningún poder externo puede igualar la capacidad rusa de actuar rápidamente y a gran escala.

El resultado ha sido un choque frontal entre la ilusión y la realidad. Durante treinta años, Washington creyó que el mundo entero era un espacio abierto a su influencia. Ucrania ha demostrado que no lo es. Por primera vez desde 1991, la proyección estadounidense ha encontrado una resistencia capaz de alterar el equilibrio estratégico. Y ese muro no es solo militar: es político —porque cuestiona la arquitectura de seguridad europea—, psicológico —porque destruye la idea de hegemonía sin oposición— y simbólico —porque revela que el poder tiene límites estructurales que la voluntad no puede borrar.

Con toda su devastación, la guerra de Ucrania ha hecho visible una verdad que los imperios aprenden tarde: hay zonas del mundo donde la geografía, la historia y la proximidad pesan más que cualquier flota, base o tratado. El primer muro se ha levantado, y lo ha hecho precisamente donde la ilusión de poder infinito más vulnerable era: en el borde de otro gran Estado civilizatorio.


6. China: el muro inevitable

Si Estados Unidos no extrae conclusiones del muro que ha levantado Rusia —y la historia sugiere que no lo hará—, el próximo límite será mucho más formidable. China representa un desafío de naturaleza distinta: no es una potencia que defienda un perímetro estratégico concreto, sino un centro civilizatorio que puede estructurar el sistema internacional desde dentro. Su poder no se fundamenta en la proyección lejana, sino en la acumulación y movilización de recursos —demográficos, industriales, tecnológicos y políticos— dentro de un espacio continental profundamente integrado y bajo control soberano.

Durante décadas, Washington ha aplicado en Asia-Pacífico la misma lógica que en Europa: cercar mediante alianzas, rodear con bases, patrullar con flotas y sostener un equilibrio regional favorable a sus intereses. Pactos como AUKUS o QUAD, la militarización del mar de China Meridional o el respaldo a Taiwán encarnan esa estrategia. Pero tras ella hay una premisa ilusoria: que el poder puede modelarse desde fuera con despliegues, y que la presencia militar estadounidense —a miles de kilómetros de su territorio— puede competir indefinidamente con un Estado que actúa en su propio entorno estratégico inmediato.

China no es una Rusia debilitada ni una Alemania expansionista: es un Estado-continente con 1.400 millones de habitantes, la base manufacturera más grande del mundo, un ecosistema tecnológico en rápida expansión y un aparato político capaz de coordinar a largo plazo sus objetivos estratégicos. Esa densidad estructural le permite responder a cualquier intento de contención con instrumentos que van desde la disuasión militar hasta la integración económica regional. Además, el Indo-Pacífico no es un “teatro lejano” para Pekín: es su espacio vital, el eje sobre el que se sostiene su seguridad, su prosperidad y su proyección global. En él, la asimetría geográfica es radical: Estados Unidos debe sostener a más de 12.000 km una red logística y militar enormemente costosa; China, en cambio, opera desde el corazón de su territorio.

Y aquí está el punto que el discurso occidental suele soslayar: Estados Unidos también tiene límites estructurales profundos. Su deuda pública supera con creces el 120 % del PIB; su infraestructura logística global depende de rutas vulnerables y sobreextendidas; su base industrial ya no tiene la primacía que tuvo en el siglo XX; su cohesión política interna está fracturada; y sus alianzas en Asia no son automáticas ni garantizadas. El coste de mantener la “presencia permanente” en el Pacífico aumenta año tras año, mientras que su margen de maniobra fiscal y político se estrecha. En este escenario, sostener un cerco indefinido contra un adversario de la escala de China puede convertirse en un esfuerzo insostenible.

Aquí se hace visible el verdadero contraste entre ambos modelos de poder. Estados Unidos ha construido su hegemonía sobre la amplitud: la capacidad de proyectar fuerza y normas lejos de sus fronteras. China basa la suya en la intensidad: la concentración de recursos en un espacio que domina política, militar y económicamente. Esa diferencia significa que, incluso si Washington logra mantener su presencia militar en el Indo-Pacífico, no podrá impedir que la región orbite cada vez más alrededor de Pekín como centro económico y tecnológico.

Además, el poder chino ya no depende exclusivamente de lo militar. La Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI), el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, las cadenas de suministro regionales y el liderazgo en sectores clave —desde 5G hasta inteligencia artificial— operan como mecanismos de atracción estructural. Pekín no necesita conquistar ni ocupar: basta con que su peso económico y normativo convierta a sus socios en dependientes.

Por eso el “muro chino” no será un punto militar de ruptura, sino un horizonte estratégico que redefine el sistema internacional. No se trata de que Estados Unidos “pierda” una guerra, sino de que el costo de intentar moldear el entorno asiático supere con creces sus capacidades políticas, económicas y logísticas. La ilusión de poder ilimitado se desvanecerá no por una derrota en el campo de batalla, sino porque el precio de sostenerla será demasiado alto incluso para la potencia más influyente del siglo XX.

El siglo XXI no estará determinado por quién despliega más portaaviones, sino por un hecho estructural: el centro de gravedad económico, tecnológico y político del planeta se desplazará hacia Asia. En ese escenario, la hegemonía basada en la proyección a distancia no desaparecerá, pero dejará de ser el principio ordenador del mundo.


7. Conclusión: el regreso del límite

La ilusión de proyección ilimitada ha sido el motor oculto de todos los imperios. Les ha permitido expandirse más allá de sus fronteras, construir órdenes globales a su medida y redefinir las reglas del juego internacional. Pero también ha sido su talón de Aquiles: los ha empujado a ignorar sus condicionantes materiales, a confundir voluntad con capacidad y a chocar inevitablemente con realidades más sólidas que sus ambiciones.

Estados Unidos no es la excepción. Durante tres décadas, interpretó el mundo como un espacio abierto a su influencia, un tablero sin resistencias estructurales donde bastaba con desplegar alianzas, bases y normas para asegurar su primacía. Ucrania ha revelado la primera grieta grave en esa visión: hay espacios geopolíticos que no pueden ser moldeados sin desencadenar conflictos que alteran la arquitectura del poder. China, a su vez, representa un límite aún más profundo: no se trata ya de resistencias locales o regionales, sino de la aparición de un centro civilizatorio capaz de organizar el sistema internacional en torno a sí mismo.

Aceptar estos límites no equivale a renunciar al poder, sino a redefinirlo. Significa comprender que la hegemonía no consiste en estar en todas partes, sino en saber dónde ejercer influencia con eficacia. Implica reconocer que el poder no se mide por la extensión del control, sino por la capacidad de estructurar realidades dentro de un marco de posibilidades concretas. Supone, en suma, abandonar el mito imperial de la omnipresencia y asumir la política de un mundo plural.

La historia, sin embargo, enseña que los imperios rara vez aprenden esta lección de forma voluntaria. Más a menudo, son obligados a hacerlo por la presión de otros actores, por el agotamiento de sus recursos o por el simple peso de la realidad. Todo indica que el siglo XXI no será el de la derrota estadounidense —una noción simplista que ignora su persistente superioridad en muchos ámbitos—, pero sí el de su reubicación forzosa en un orden más denso, competitivo y multipolar.

Ese nuevo orden no estará definido por la hegemonía absoluta de ninguna potencia, sino por un equilibrio inestable de centros regionales, coaliciones cambiantes y espacios de soberanía compartida. Y en ese escenario, el mundo —el mundo real, el que no obedece a doctrinas ni estrategias— seguirá recordando a cualquier actor, por poderoso que sea, una verdad que ningún imperio ha podido borrar: el poder, incluso el más vasto, tiene fronteras.

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