Aliado o cliente: Una hegemonía que ya no protege, sino que parasita (VI)


Durante décadas, Estados Unidos sostuvo su liderazgo combinando poder militar, innovación y prosperidad compartida. Hoy, esa ecuación se ha roto: la hegemonía ya no se legitima por lo que ofrece, sino por lo que impide.
El viejo protector se ha transformado en rentista imperial: cobra por mantener la dependencia que antes llamaba alianza.
Europa, atrapada en esa arquitectura, paga cada vez más por una seguridad que no llega, una autonomía que no se permite y una prosperidad que se desvanece.
La hegemonía ya no protege: parasita.

En la entrega anterior vimos cómo la OTAN se ha transformado de alianza defensiva en arquitectura de control: Europa puede gastar más, pero no decidir por sí misma.
Para entender por qué Washington sostiene un sistema así, conviene mirar más allá de la estrategia militar y examinar la transformación económica que lo hace necesario.

Esa asimetría no es un error de diseño, sino su función.

La lógica del rentismo imperial

La lógica que rige esta relación es la del rentismo imperial:
Estados Unidos ya no ofrece protección a sus aliados, sino que cobra por mantenerlos dependientes.
No destruye enemigos: destruye alternativas.
No necesita ocupar territorios: le basta con que nadie más tenga autonomía para decidir.

El rentismo, en su sentido económico clásico, describe la extracción de valor sin producción: el beneficio que obtiene quien controla un recurso escaso, un acceso o una posición estratégica.
Aplicado a la geopolítica, el concepto define con precisión la fase actual del poder estadounidense.
Ya no domina porque innove, produzca o conquiste, sino porque intermedia entre otros actores y cobra peajes por su dependencia: peajes financieros (el dólar), tecnológicos (patentes y estándares), energéticos (GNL), militares (OTAN) y digitales (plataformas de datos).

A diferencia de las hegemonías productivas del pasado —la británica en el siglo XIX o la estadounidense del XX—, el nuevo orden norteamericano no se legitima por lo que ofrece, sino por lo que impide: impide la autonomía energética europea, la industrialización tecnológica china, la articulación monetaria de los BRICS o cualquier modelo alternativo que reduzca su centralidad. Por ejemplo: Cuando Alemania construyó Nord Stream para acceder a gas barato, Washington no respondió ofreciendo gas más barato o tecnología superior, sino destruyendo el gasoducto y obligando a comprar GNL estadounidense a precio triple. Eso no es competencia, es extorsión con cobertura geopolítica.

El rentismo imperial no construye un imperio clásico de posesiones, sino un sistema global de servidumbres cruzadas, donde cada aliado depende del acceso que Washington regula: el crédito, el gas, la seguridad, los chips, el mercado o la narrativa.
Su éxito no se mide por la prosperidad compartida, sino por el grado de dependencia administrada.

Por eso su lógica de poder es distinta: el objetivo ya no es expandirse, sino mantener la posición central en un mundo que intenta dejar de orbitar a su alrededor.
Y para mantenerla, debe convertir la dependencia en modelo económico.

Del liderazgo productivo al rentismo estratégico

Esa transformación refleja un cambio estructural en la naturaleza de la hegemonía estadounidense.
Durante la Guerra Fría y las décadas inmediatamente posteriores, Washington lideraba mediante una combinación de poder militar, innovación tecnológica, superioridad industrial y capacidad de generar prosperidad compartida.

El dólar como moneda de reserva, el sistema financiero internacional, las cadenas de valor globales y la arquitectura de seguridad colectiva beneficiaban —aunque de forma asimétrica— tanto al centro como a la periferia.
Estados Unidos extraía rentas de su posición dominante, pero también ofrecía acceso a mercados, transferencia tecnológica, inversión y protección militar efectiva.

Como han señalado Giovanni Arrighi e Immanuel Wallerstein, toda hegemonía histórica combina coerción y consenso; pero cuando se agota la base material del consenso —la capacidad de generar prosperidad para los aliados—, la hegemonía degenera en dominio financiero y coercitivo.
Eso es exactamente lo que está ocurriendo.

El fin del liderazgo productivo

Ese modelo se ha agotado.
La superioridad industrial estadounidense se erosionó con la desindustrialización y el traslado de producción a Asia.
La innovación tecnológica sigue siendo relevante, pero ya no es monopolio exclusivo: China compite en inteligencia artificial, semiconductores, telecomunicaciones y energías renovables.
El dólar conserva su papel central, pero enfrenta presiones crecientes: acuerdos en yuanes, BRICS+, sistemas de pago alternativos y un comercio global que se desdolariza gradualmente.

Y el núcleo legitimador de cualquier hegemonía —la capacidad de generar prosperidad compartida— se ha evaporado: Estados Unidos ya no enriquece a sus aliados; los empobrece para sostenerse a sí mismo.

Entre 2022 y 2024, los países europeos pagaron un sobrecoste energético acumulado de más de 800.000 millones de euros, mientras las exportaciones de GNL estadounidense a Europa aumentaron un 400 % y los beneficios de las grandes energéticas norteamericanas (Exxon, Chevron, ConocoPhillips) se dispararon hasta cifras récord.
Lo que para Europa fue crisis, para Washington fue oportunidad.

El giro asiático y la necesidad de extraer más de Europa

Ante la imposibilidad de competir industrialmente con China en igualdad de condiciones, Washington recurre a dos estrategias simultáneas: sancionar a Beijing —con restricciones a semiconductores, TikTok, Huawei o nuevos aranceles— y extraer más recursos de Europa.
En otras palabras, compensar la pérdida de hegemonía productiva en Asia con mayor extracción de rentas en el Atlántico.
Europa paga la factura de una rivalidad en la que no puede ser neutral.

Cuando Alemania intentó mantener relaciones comerciales equilibradas con China, Washington presionó para que redujera su exposición.
Cuando Francia vendió tecnología aeronáutica a Beijing, fue acusada de “ingenuidad estratégica”.
Cuando Italia firmó acuerdos dentro de la Ruta de la Seda, tuvo que retractarse bajo presión atlantista.

El mensaje es claro: Europa no puede buscar socios alternativos.
Debe comprar estadounidense, vender a quien Washington autorice, y financiar con sus impuestos la confrontación con China que Estados Unidos ha decidido librar.

Una hegemonía residual: gestionar la dependencia

Lo que queda es una hegemonía residual que ya no se basa en liderazgo, sino en gestión estratégica de la dependencia.
No puede competir industrialmente con China, así que impone sanciones y restricciones tecnológicas.
No puede ofrecer energía más barata que Rusia, así que sabotea las alternativas y obliga a comprar la suya.
No puede garantizar estabilidad europea, así que monetiza la inseguridad vendiendo armas y gas.

Es una hegemonía que ha dejado de construir para dedicarse a extraer; que ha sustituido el liderazgo por la coerción, y la cooperación por el chantaje.
Una hegemonía que —como escribió Robert Cox— “mantiene el orden no mediante el consenso, sino mediante la gestión de la obediencia”.

El rentista imperial

El concepto es relevante porque explica comportamientos que, de otro modo, parecerían irracionales:

  • ¿Por qué Estados Unidos sabotearía o toleraría el sabotaje de la infraestructura energética de su principal aliado?
    Porque una Europa energéticamente autónoma sería una Europa con margen de maniobra geopolítico propio.

  • ¿Por qué presiona a Europa para que gaste más en defensa, pero bloquea toda iniciativa de defensa autónoma?
    Porque necesita que Europa gaste, pero en armamento estadounidense y bajo mando estadounidense.

  • ¿Por qué impulsa la guerra en Ucrania pero traslada los costes a Europa?
    Porque el conflicto le permite debilitar a Rusia, vincular a Europa y monetizar la inseguridad, todo sin comprometer recursos propios.

Es la lógica del rentista que no produce valor, solo cobra por el acceso.
El terrateniente que no trabaja la tierra, solo la alquila.
El intermediario que no fabrica nada, solo controla el paso.

Estados Unidos ya no garantiza la estabilidad del sistema: cobra por mantener a otros dentro de él.
Y cuando alguien intenta salir o construir alternativas —como intentó Europa con Nord Stream, como intenta China con la Ruta de la Seda, o los BRICS con sistemas de pago propios—, Washington responde con sabotaje, sanciones o presión militar.

Europa: el socio que paga por su dependencia

Mientras tanto, Europa asume el coste político y social de una estrategia que no controla.
Paga la guerra, la energía y el reequilibrio industrial que fortalece a su supuesto aliado.
Financia con sus impuestos la compra de armamento estadounidense.
Acoge millones de refugiados ucranianos mientras su industria se deslocaliza hacia Estados Unidos por los costes energéticos y las ventajas fiscales del Inflation Reduction Act.

Entre 2022 y 2024, más de 200 empresas europeas del sector químico, metalúrgico y automotriz trasladaron producción parcial o total a territorio estadounidense.
Sufre la inflación derivada de las sanciones que Washington diseñó.
Renuncia a mercados enteros —Rusia y, cada vez más, China— para mantener la “unidad atlántica”.
Y todo ello sin voz real en las decisiones estratégicas que determinan su futuro.

El Inflation Reduction Act: robo con cobertura legal

El Inflation Reduction Act (IRA), aprobado en 2022, ofrece subsidios masivos —más de 400.000 millones de dólares— a empresas que produzcan en Estados Unidos en sectores estratégicos: baterías, semiconductores, energías renovables, vehículos eléctricos.
Oficialmente, se trata de “política industrial nacional”. En la práctica, es un mecanismo de drenaje de inversión europea.

Empresas como Northvolt (baterías suecas), BASF (química alemana) o Air Liquide (gases industriales franceses) han anunciado inversiones multimillonarias en territorio estadounidense, cancelando o posponiendo proyectos en Europa.
La razón es simple: en EE. UU. obtienen subsidios públicos, energía tres veces más barata y un mercado protegido.
En Europa, energía carísima, burocracia y exigencias de transición verde sin financiación equivalente.

El resultado es una desindustrialización silenciosa: no cierran fábricas de golpe, pero la inversión futura —I+D, nuevas plantas, tecnología de punta— se va a Estados Unidos.
Europa pierde empleos, capacidad tecnológica y futuro industrial, mientras subsidia (mediante ayudas a Ucrania, compra de armamento y acogida de refugiados) el modelo que la está desangrando.

Y lo más revelador: cuando la UE protestó ante la OMC, Washington simplemente ignoró las quejas.
No hubo negociación ni concesiones. Solo un mensaje implícito: podéis quejaros, pero no podéis hacer nada al respecto.

El dólar: el peaje invisible

El dominio del dólar en el comercio internacional no es solo una conveniencia: es un mecanismo de extracción de rentas silencioso pero masivo.
Cada transacción en dólares —petróleo, gas, armas, deuda— genera demanda de moneda estadounidense, lo que permite a Washington financiar déficits crónicos sin las consecuencias que sufriría cualquier otro país.

Europa vende productos reales, obtiene dólares y luego reinvierte esos dólares en bonos del Tesoro estadounidense para evitar su depreciación.
Es decir: financia el déficit de Estados Unidos con sus propios excedentes comerciales.

Las sanciones financieras, como la congelación de reservas rusas, han revelado la verdadera naturaleza del sistema:
el dólar no es una moneda neutral, sino un instrumento de control.
Quien lo controla puede confiscar, bloquear o devaluar los activos de cualquier Estado.

Y cuando Europa aplicó esas sanciones contra Rusia, no solo dañó a Moscú: destruyó la credibilidad del euro como reserva de valor alternativa.
Ningún país no occidental volverá a confiar en que sus reservas en euros estén a salvo de decisiones políticas occidentales.
Resultado: el dólar se refuerza, el euro se debilita, y Europa pierde capacidad de construir un sistema monetario propio.

De la protección a la subordinación

La “alianza atlántica” ya no garantiza estabilidad: garantiza subordinación.
No ofrece seguridad compartida, sino dependencia administrada.
Europa paga cada vez más por una protección que no llega, por una autonomía que no se permite, por una prosperidad que se desvanece.
Es un contrato leonino en el que una parte pone los recursos y la otra dicta las condiciones —y cuya única garantía real es que quien intente romperlo será castigado.

El parasitismo del declive

Esa es la naturaleza de una hegemonía en declive: ya no puede sostener su posición mediante superioridad productiva o tecnológica, y recurre en su lugar a la gestión coercitiva de la dependencia.

Ya no lidera: extrae.
Ya no protege: parasita.
Y Europa, atrapada en una arquitectura de seguridad que no controla y de la que no puede salir sin costes prohibitivos, descubre demasiado tarde que su mayor amenaza no viene de fuera, sino de quien prometió defenderla.

Epílogo: del imperio protector al imperio extractivo

El historiador Charles Kindleberger sostenía que el liderazgo mundial se legitima mientras la potencia hegemónica proporcione bienes públicos globales —estabilidad financiera, apertura comercial, seguridad colectiva—.
Cuando deja de hacerlo y los convierte en bienes privados bajo peaje, el orden internacional entra en crisis.
Ese es el punto en que nos encontramos.

La hegemonía estadounidense ya no es un escudo, sino un sistema de peajes globales: energía, armamento, tecnología, datos, deuda y seguridad convertidos en fuentes de renta.
Una hegemonía que se mantiene no porque inspire confianza, sino porque controla las salidas.

Europa descubre, demasiado tarde, que no es socia de un proyecto compartido, sino inquilina de un edificio cuyo dueño ha decidido subir el alquiler indefinidamente.
Y cada vez que intenta buscar alternativas —gas ruso, autonomía estratégica, relaciones con China—, descubre que las salidas están bloqueadas.


En la próxima entrega: “El precio de la fidelidad” —cómo Europa paga, con su industria y su soberanía, el coste de sostener una hegemonía que ya no la protege.

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