Aliado o cliente: Una hegemonía que ya no protege, sino que parasita (VI)
Durante décadas, Estados Unidos sostuvo su liderazgo combinando poder militar, innovación y prosperidad compartida. Hoy, esa ecuación se ha roto: la hegemonía ya no se legitima por lo que ofrece, sino por lo que impide.
El viejo protector se ha transformado en rentista imperial: cobra por mantener la dependencia que antes llamaba alianza.
Europa, atrapada en esa arquitectura, paga cada vez más por una seguridad que no llega, una autonomía que no se permite y una prosperidad que se desvanece.
La hegemonía ya no protege: parasita.
Esa asimetría no es un error de diseño, sino su función.
La lógica del rentismo imperial
A diferencia de las hegemonías productivas del pasado —la británica en el siglo XIX o la estadounidense del XX—, el nuevo orden norteamericano no se legitima por lo que ofrece, sino por lo que impide: impide la autonomía energética europea, la industrialización tecnológica china, la articulación monetaria de los BRICS o cualquier modelo alternativo que reduzca su centralidad. Por ejemplo: Cuando Alemania construyó Nord Stream para acceder a gas barato, Washington no respondió ofreciendo gas más barato o tecnología superior, sino destruyendo el gasoducto y obligando a comprar GNL estadounidense a precio triple. Eso no es competencia, es extorsión con cobertura geopolítica.
Del liderazgo productivo al rentismo estratégico
El fin del liderazgo productivo
Y el núcleo legitimador de cualquier hegemonía —la capacidad de generar prosperidad compartida— se ha evaporado: Estados Unidos ya no enriquece a sus aliados; los empobrece para sostenerse a sí mismo.
El giro asiático y la necesidad de extraer más de Europa
Ante la imposibilidad de competir industrialmente con China en igualdad de condiciones, Washington recurre a dos estrategias simultáneas: sancionar a Beijing —con restricciones a semiconductores, TikTok, Huawei o nuevos aranceles— y extraer más recursos de Europa.
En otras palabras, compensar la pérdida de hegemonía productiva en Asia con mayor extracción de rentas en el Atlántico.
Europa paga la factura de una rivalidad en la que no puede ser neutral.
Cuando Alemania intentó mantener relaciones comerciales equilibradas con China, Washington presionó para que redujera su exposición.
Cuando Francia vendió tecnología aeronáutica a Beijing, fue acusada de “ingenuidad estratégica”.
Cuando Italia firmó acuerdos dentro de la Ruta de la Seda, tuvo que retractarse bajo presión atlantista.
El mensaje es claro: Europa no puede buscar socios alternativos.
Debe comprar estadounidense, vender a quien Washington autorice, y financiar con sus impuestos la confrontación con China que Estados Unidos ha decidido librar.
Una hegemonía residual: gestionar la dependencia
El rentista imperial
El concepto es relevante porque explica comportamientos que, de otro modo, parecerían irracionales:
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¿Por qué Estados Unidos sabotearía o toleraría el sabotaje de la infraestructura energética de su principal aliado?Porque una Europa energéticamente autónoma sería una Europa con margen de maniobra geopolítico propio.
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¿Por qué presiona a Europa para que gaste más en defensa, pero bloquea toda iniciativa de defensa autónoma?Porque necesita que Europa gaste, pero en armamento estadounidense y bajo mando estadounidense.
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¿Por qué impulsa la guerra en Ucrania pero traslada los costes a Europa?Porque el conflicto le permite debilitar a Rusia, vincular a Europa y monetizar la inseguridad, todo sin comprometer recursos propios.
Europa: el socio que paga por su dependencia
El Inflation Reduction Act: robo con cobertura legal
El Inflation Reduction Act (IRA), aprobado en 2022, ofrece subsidios masivos —más de 400.000 millones de dólares— a empresas que produzcan en Estados Unidos en sectores estratégicos: baterías, semiconductores, energías renovables, vehículos eléctricos.
Oficialmente, se trata de “política industrial nacional”. En la práctica, es un mecanismo de drenaje de inversión europea.
Empresas como Northvolt (baterías suecas), BASF (química alemana) o Air Liquide (gases industriales franceses) han anunciado inversiones multimillonarias en territorio estadounidense, cancelando o posponiendo proyectos en Europa.
La razón es simple: en EE. UU. obtienen subsidios públicos, energía tres veces más barata y un mercado protegido.
En Europa, energía carísima, burocracia y exigencias de transición verde sin financiación equivalente.
El resultado es una desindustrialización silenciosa: no cierran fábricas de golpe, pero la inversión futura —I+D, nuevas plantas, tecnología de punta— se va a Estados Unidos.
Europa pierde empleos, capacidad tecnológica y futuro industrial, mientras subsidia (mediante ayudas a Ucrania, compra de armamento y acogida de refugiados) el modelo que la está desangrando.
Y lo más revelador: cuando la UE protestó ante la OMC, Washington simplemente ignoró las quejas.
No hubo negociación ni concesiones. Solo un mensaje implícito: podéis quejaros, pero no podéis hacer nada al respecto.
El dólar: el peaje invisible
El dominio del dólar en el comercio internacional no es solo una conveniencia: es un mecanismo de extracción de rentas silencioso pero masivo.
Cada transacción en dólares —petróleo, gas, armas, deuda— genera demanda de moneda estadounidense, lo que permite a Washington financiar déficits crónicos sin las consecuencias que sufriría cualquier otro país.
Europa vende productos reales, obtiene dólares y luego reinvierte esos dólares en bonos del Tesoro estadounidense para evitar su depreciación.
Es decir: financia el déficit de Estados Unidos con sus propios excedentes comerciales.
Las sanciones financieras, como la congelación de reservas rusas, han revelado la verdadera naturaleza del sistema:
el dólar no es una moneda neutral, sino un instrumento de control.
Quien lo controla puede confiscar, bloquear o devaluar los activos de cualquier Estado.
Y cuando Europa aplicó esas sanciones contra Rusia, no solo dañó a Moscú: destruyó la credibilidad del euro como reserva de valor alternativa.
Ningún país no occidental volverá a confiar en que sus reservas en euros estén a salvo de decisiones políticas occidentales.
Resultado: el dólar se refuerza, el euro se debilita, y Europa pierde capacidad de construir un sistema monetario propio.
De la protección a la subordinación
La “alianza atlántica” ya no garantiza estabilidad: garantiza subordinación.
No ofrece seguridad compartida, sino dependencia administrada.
Europa paga cada vez más por una protección que no llega, por una autonomía que no se permite, por una prosperidad que se desvanece.
Es un contrato leonino en el que una parte pone los recursos y la otra dicta las condiciones —y cuya única garantía real es que quien intente romperlo será castigado.
El parasitismo del declive
Esa es la naturaleza de una hegemonía en declive: ya no puede sostener su posición mediante superioridad productiva o tecnológica, y recurre en su lugar a la gestión coercitiva de la dependencia.
Ya no lidera: extrae.
Ya no protege: parasita.
Y Europa, atrapada en una arquitectura de seguridad que no controla y de la que no puede salir sin costes prohibitivos, descubre demasiado tarde que su mayor amenaza no viene de fuera, sino de quien prometió defenderla.
Epílogo: del imperio protector al imperio extractivo
El historiador Charles Kindleberger sostenía que el liderazgo mundial se legitima mientras la potencia hegemónica proporcione bienes públicos globales —estabilidad financiera, apertura comercial, seguridad colectiva—.
Cuando deja de hacerlo y los convierte en bienes privados bajo peaje, el orden internacional entra en crisis.
Ese es el punto en que nos encontramos.
La hegemonía estadounidense ya no es un escudo, sino un sistema de peajes globales: energía, armamento, tecnología, datos, deuda y seguridad convertidos en fuentes de renta.
Una hegemonía que se mantiene no porque inspire confianza, sino porque controla las salidas.
Europa descubre, demasiado tarde, que no es socia de un proyecto compartido, sino inquilina de un edificio cuyo dueño ha decidido subir el alquiler indefinidamente.
Y cada vez que intenta buscar alternativas —gas ruso, autonomía estratégica, relaciones con China—, descubre que las salidas están bloqueadas.
En la próxima entrega: “El precio de la fidelidad” —cómo Europa paga, con su industria y su soberanía, el coste de sostener una hegemonía que ya no la protege.
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