Israel gana la guerra y escribe la paz: anatomía de un acuerdo para someter



Durante semanas, titulares de todo el mundo han anunciado que la guerra en Gaza se acerca a su fin gracias a un “plan de paz en cuatro fases” negociado con mediación de Estados Unidos. Para algunos observadores, este anuncio representa un rayo de esperanza tras la devastación desatada desde el 7 de octubre de 2023. Pero para quien siga de cerca la historia del conflicto, resulta difícil no reconocer un patrón demasiado familiar: el mismo guion que Israel ha ejecutado durante décadas, en el que cada supuesto paso hacia la paz es, en realidad, una forma de consolidar su poder sin resolver las causas de fondo.

Este nuevo plan no es una excepción. Más que un tratado de paz en sentido estricto, es el epílogo político de una campaña militar que ha cumplido —aunque no del todo— con sus objetivos estratégicos. Y como en ocasiones anteriores, durará exactamente lo que dure su utilidad para el vencedor.


1. Un “plan de paz” que no lo es

Lo primero que llama la atención del llamado plan de paz de 2025 es que, estrictamente hablando, no es un acuerdo de paz en el sentido clásico del derecho internacional. En cualquier tratado destinado a poner fin a un conflicto armado se da por sentado un principio básico: la negociación y el consentimiento mutuo entre las partes enfrentadas. Solo así un pacto puede tener legitimidad política y fuerza jurídica.

Aquí no ocurre nada de eso. Ni Hamás —el actor que controlaba Gaza y con el que Israel afirma estar en guerra— ni la Autoridad Palestina —el único representante reconocido internacionalmente del pueblo palestino— han participado de manera sustancial en la elaboración del plan. El texto ha sido diseñado por Israel y sus aliados (Estados Unidos, Egipto, Qatar) y presentado como un hecho consumado. En la práctica, los palestinos no son parte del acuerdo: son su objeto.

Esto convierte al plan en una anomalía jurídica y política. Se parece mucho más a una capitulación impuesta por poderes que a un tratado de paz entre sujetos soberanos. El vencido no negocia, no firma y, en ocasiones, ni siquiera es consultado. Solo se espera que acepte —o al menos que no pueda impedir— las condiciones decididas por el vencedor.

El derecho internacional conoce pocos casos contemporáneos similares fuera del contexto de derrotas absolutas en guerras mundiales. El Tratado de Versalles (1919), por ejemplo, fue impuesto a Alemania tras su rendición, y sus términos punitivos crearon resentimientos profundos que alimentaron el auge del nazismo. La rendición japonesa de 1945 fue otro ejemplo: un documento redactado por los Aliados que Tokio se limitó a firmar tras su destrucción total. En ambos casos, el desequilibrio extremo de poder hizo posible lo que en tiempos normales habría sido impensable: un “acuerdo” sin negociación.

Incluso en procesos coloniales del siglo XIX, potencias europeas firmaban tratados con élites locales elegidas o coaccionadas para legitimar su dominio, sin que esas poblaciones tuvieran voz real. El plan de 2025 se sitúa en esa misma tradición: no busca un consenso político, sino una ratificación formal del nuevo orden impuesto tras la guerra.

Esa es precisamente su anomalía: en lugar de ser el fruto de una negociación que resuelva el conflicto, funciona como un instrumento para consolidar el resultado militar bajo apariencia diplomática. La paz deja de ser un proyecto común y se convierte en una administración de la derrota. Lo que se presenta como un “tratado” tiene, en realidad, la estructura de una capitulación tutelada.


2. Firmar para ganar más

Precisamente porque el plan no nace de una negociación política entre iguales, no puede —ni pretende— resolver el conflicto histórico. Es un documento impuesto tras una victoria militar, no un marco de reconciliación. Su lógica no es la de un proceso de paz que intente abordar las raíces del problema —ocupación, autodeterminación, refugiados, soberanía—, sino la de una administración del nuevo orden surgido tras la guerra.

En ese contexto, no debe sorprender que el plan evite cuidadosamente todos los asuntos que han hecho imposible la paz durante más de siete décadas. No hay referencia a la creación de un Estado palestino, ni compromiso alguno con la retirada de los asentamientos ilegales, ni reconocimiento del derecho al retorno, ni discusión sobre el estatus de Jerusalén. Incluso la cuestión de quién gobernará Gaza en el futuro se deja en el aire o se supedita a fórmulas tuteladas por Israel y sus aliados.

Por eso, su utilidad no está en lo que promete resolver, sino en lo que permite consolidar sin ceder. Israel lo impulsa no porque busque un desenlace justo o duradero, sino porque la firma del plan refuerza los beneficios de su victoria militar sin obligarle a hacer concesiones estructurales. Y desde esa perspectiva, el gesto de firmar se convierte en una estrategia calculada con cuatro objetivos principales:

  • Consolidar la victoria sin ocupar: Israel ha devastado las estructuras militares de Hamás y destruido gran parte de la infraestructura de Gaza. Controlar directamente la Franja sería costoso e impopular, así que firmar un acuerdo le permite retirarse sin parecer débil.

  • Mejorar su imagen internacional: Tras meses de denuncias por crímenes de guerra y presiones diplomáticas, el gesto de la “paz” reduce tensiones y restaura relaciones con aliados clave.

  • Mantener el apoyo estadounidense: Washington quiere evitar una escalada regional y reordenar el tablero geopolítico. Participar en un proceso de paz —aunque sea limitado— asegura a Israel respaldo militar y político.

  • Marcar el ritmo del futuro: un plan con fases largas y condicionadas permite a Israel decidir qué cumple, cuándo y cómo. Puede aplicar lo que le conviene y congelar el resto.

Así, el plan deja de ser una hoja de ruta hacia la paz y se convierte en un instrumento de gestión estratégica. La guerra termina en el campo de batalla, pero continúa en el terreno diplomático, económico y político bajo condiciones dictadas por el vencedor..


3. La guerra que sí ganó

Para entender por qué el plan de 2025 resulta útil para Israel, hay que reconocer un hecho fundamental: la campaña militar que lo precede ha cumplido en gran medida sus objetivos estratégicos. Aunque no ha sido una victoria total, ha transformado radicalmente la realidad sobre el terreno.

  • Destrucción del aparato militar de Hamás: según estimaciones de inteligencia occidentales e israelíes, más del 80 % de la infraestructura militar del grupo ha sido destruida. La red de túneles, considerada el “sistema nervioso” de Hamás, ha quedado prácticamente desmantelada: de los más de 500 kilómetros que se estimaban en 2023, apenas quedan operativos unos pocos tramos dispersos. Se calcula que entre 12.000 y 15.000 combatientes han muerto, entre ellos buena parte de su estructura de mando.

  • Desarticulación del gobierno de facto: Hamás ha perdido el control administrativo sobre Gaza. Los ministerios, la policía, el sistema judicial y las instituciones civiles están colapsados. Sus principales líderes están muertos, encarcelados o escondidos, y el grupo no puede ejercer autoridad efectiva sobre la población.

  • Neutralización de la amenaza inmediata: antes del 7 de octubre de 2023, Hamás contaba con unos 15.000 cohetes capaces de alcanzar gran parte del territorio israelí. Hoy su capacidad de lanzamiento está reducida a menos del 10 %, y la mayoría de esos proyectiles son de corto alcance.

  • Reconfiguración estratégica del territorio: Gaza ha quedado devastada —con más del 70 % de su infraestructura civil destruida o inutilizada—, completamente dependiente de ayuda externa y sin autonomía operativa. El control israelí del perímetro, el espacio aéreo y las fronteras es hoy más absoluto que nunca.

Estos resultados no significan que Hamás haya desaparecido —todavía conserva núcleos armados, redes clandestinas y una presencia social significativa—, pero sí que ha dejado de ser el actor político-militar que controlaba la Franja desde 2007. La organización que en octubre de 2023 fue capaz de lanzar el ataque más letal contra Israel en su historia reciente hoy no puede plantear un desafío militar serio.

Además, la campaña ha servido para reafirmar la disuasión regional. El mensaje a Hezbolá, a Irán y a otros actores hostiles ha sido inequívoco: Israel puede absorber un golpe devastador, reorganizarse rápidamente y responder con fuerza abrumadora. Aunque el trauma del 7 de octubre no desaparecerá fácilmente, el país ha demostrado —para su sociedad y sus enemigos— que sigue siendo militarmente dominante.

Todo esto explica por qué, desde la perspectiva israelí, el plan de paz sí compensa: llega después de haber cambiado radicalmente el equilibrio de poder. Hamás está desmantelado como ejército, Gaza no puede actuar como plataforma ofensiva, y la correlación de fuerzas en la región favorece claramente a Israel. El plan no es el fin de una guerra cualquiera: es la coronación política de una campaña que ha logrado sus principales objetivos.

Ahora bien, esa victoria sigue siendo parcial y potencialmente reversible. Hamás no ha desaparecido, la liberación de todos los rehenes no se ha logrado y el resentimiento generado por la destrucción masiva puede alimentar futuras formas de resistencia aún más radicales. La disuasión militar puede ser poderosa, pero no reemplaza a la estabilidad política. Si Israel no acompaña sus logros bélicos con una estrategia de solución sostenible —y todo indica que no lo hará—, la misma victoria que hoy parece consolidar su posición puede ser el germen de nuevas amenazas mañana.


4. Una historia que se repite

El plan de 2025 no es una anomalía aislada: forma parte de un patrón histórico que se repite con precisión desde hace más de cuatro décadas. Israel ha firmado acuerdos de paz, tratados, memorandos y hojas de ruta en diferentes momentos del conflicto. Pero, una y otra vez, ha hecho dos cosas: primero, ha utilizado la firma para obtener ventajas políticas, diplomáticas o estratégicas inmediatas; y después, ha incumplido, vaciado o reinterpretado el contenido del acuerdo cuando ese contenido amenazaba su proyecto nacional.

Veamos algunos ejemplos clave:

Camp David (1978): la paz con Egipto, el silencio con Palestina

  • Qué se firmó: un acuerdo entre Israel y Egipto mediado por Estados Unidos. Israel se comprometió a devolver el Sinaí y a iniciar un proceso para dotar de “autonomía” a los palestinos en Cisjordania y Gaza.
  • Qué se incumplió: mientras la parte egipcia se aplicó íntegramente (retiro del Sinaí, paz diplomática), el capítulo palestino se dejó morir. No se estableció ninguna autonomía significativa, no se reconoció a los palestinos como sujeto político y la ocupación se mantuvo intacta.
  • Por qué se firmó: porque Israel necesitaba salir del “frente sur” con su enemigo militar más poderoso. Firmar con Egipto neutralizaba el riesgo de una nueva guerra interestatal, aseguraba el suministro petrolero del Sinaí y consolidaba el apoyo estratégico de Washington, a cambio de concesiones mínimas en el frente palestino.

Oslo I y II (1993–1995): el reconocimiento mutuo que nunca llegó a Estado

  • Qué se firmó: el histórico reconocimiento entre Israel y la OLP. Se acordó el establecimiento de la Autoridad Palestina, un calendario para negociar los temas definitivos (Jerusalén, refugiados, fronteras, asentamientos) y una retirada militar gradual.
  • Qué se incumplió: Israel no congeló los asentamientos —una de las condiciones implícitas del espíritu de Oslo—; al contrario, triplicó su número entre 1993 y 2000. La retirada fue parcial y fragmentada, dejando a la Autoridad Palestina con autonomía administrativa sobre menos del 20 % de Cisjordania. Los temas centrales nunca se negociaron seriamente, y la Autoridad quedó reducida a un gestor subordinado de la ocupación.
  • Por qué se firmó: Oslo permitió a Israel legitimar su control territorial ante la comunidad internacional, abrir relaciones con nuevos países, atraer inversión extranjera y neutralizar diplomáticamente a la OLP en los foros internacionales, sin renunciar a nada esencial.

Camp David II (2000): la “oferta generosa” como maniobra de culpabilización

  • Qué se firmó (o intentó firmarse): una propuesta de Ehud Barak que ofrecía un Estado palestino fragmentado, sin control de fronteras, sin ejército y sin soberanía sobre Jerusalén Este.
  • Qué se incumplió: el marco de negociación se presentó como un “todo o nada” y, tras el rechazo de Arafat, Israel declaró que “no había socio para la paz”. Ese discurso se utilizó para romper con el proceso de Oslo, intensificar la ocupación militar y justificar la construcción del muro de separación.
  • Por qué se firmó: no tanto para llegar a un acuerdo real como para trasladar la responsabilidad del fracaso a la parte palestina. La estrategia era sencilla: ofrecer algo inaceptable, culpar al otro de rechazarlo y así legitimarse ante la opinión pública internacional.

“Desconexión” de Gaza (2005): retirada para controlar mejor

  • Qué se hizo: Ariel Sharon decidió evacuar unilateralmente las colonias de Gaza y retirar el ejército del interior de la Franja.
  • Qué se incumplió: pese a presentarse como una retirada, Israel mantuvo el control total del espacio aéreo, marítimo, censos poblacionales, aduanas y flujos de bienes. El bloqueo impuesto desde 2007 convirtió a Gaza en un territorio aislado, sin soberanía ni economía propia.
  • Por qué se hizo: Sharon lo explicó sin rodeos: “la desconexión congelará el proceso político”. Al eliminar la presión internacional sobre Gaza, Israel pudo concentrarse en expandir su proyecto colonial en Cisjordania sin enfrentar nuevas negociaciones.

“Acuerdo del Siglo” (2020): una propuesta diseñada para fracasar

  • Qué se propuso: un plan elaborado por la administración Trump que reconocía la anexión israelí de gran parte de Cisjordania y ofrecía a los palestinos un Estado sin continuidad territorial ni soberanía efectiva.
  • Qué se incumplió: el plan fue rechazado inmediatamente por la Autoridad Palestina, como se esperaba. Israel aprovechó la situación para legalizar asentamientos, ampliar su presencia en el valle del Jordán y consolidar hechos consumados.
  • Por qué se presentó: no como un esfuerzo de paz, sino como una estrategia de legitimación: dar apariencia de negociación mientras se alteraba irreversiblemente la realidad sobre el terreno.

El patrón es repetido e inconfundible:

  1. Se firma para ganar tiempo, aliviar presiones internacionales, atraer apoyos diplomáticos, desactivar críticas o dividir a los palestinos.

  2. Se incumple o se vacía el acuerdo cuando amenaza el núcleo del proyecto sionista: control territorial, superioridad política y exclusividad nacional.

  3. Se culpa al otro para justificar el nuevo statu quo y preparar el terreno para el siguiente ciclo de expansión.

Esta dinámica no es un fallo del sistema: es el sistema. Y el plan de 2025 se inscribe en esa misma lógica: firmar para ganar —en legitimidad, margen diplomático y control estratégico— y cumplir solo aquello que refuerce lo ya conseguido en el campo de batalla.


5. La agenda profunda: supremacismo y control

A menudo se dice que Israel no busca “exterminar” al pueblo palestino, y en un sentido literal eso es cierto: no existe un plan formal para aniquilar físicamente a toda la población, aunque los hechos terribles de Gaza nos llenan a a todos de dudas legitimas. Pero esa afirmación, aunque técnicamente correcta, puede ser engañosa si no se añade lo esencial: lo que sí ha guiado la estrategia israelí desde 1948 —y especialmente desde 1967— es un proyecto sistemático para subordinar a los palestinos, fragmentarlos como sujeto político y convertirlos en una población sin capacidad de decidir sobre su destino.

La subordinación, no el exterminio, es el horizonte estratégico. Y la prueba más clara está en que ese modelo ya funciona dentro del propio Estado de Israel.

Ciudadanos… pero no iguales

Hoy, aproximadamente el 20% de la población de Israel son palestinos con ciudadanía israelí, descendientes de quienes permanecieron en sus tierras tras 1948. Lejos de gozar de plena igualdad, viven bajo un régimen jurídico y político que los relega sistemáticamente a un segundo plano:

  • Ley del Estado-Nación (2018): consagra que el derecho a la autodeterminación es “exclusivo del pueblo judío”, institucionalizando su estatus subordinado.

  • Política de tierras: el 93% de las tierras está bajo control del Estado o del Fondo Nacional Judío, que las destina prioritariamente a ciudadanos judíos.

  • Representación política limitada: aunque pueden votar, ningún partido árabe ha formado parte de un gobierno israelí; sus demandas estructurales quedan sistemáticamente marginadas.

  • Servicios públicos y presupuesto: las localidades árabes reciben menos inversión en infraestructuras, educación y salud que las judías, y sus tasas de pobreza duplican la media nacional.

Estos hechos muestran que el proyecto israelí no necesita exterminar para dominar. Basta con integrar formalmente a la población palestina en el sistema mientras se le niega el acceso real al poder, a la tierra y a la soberanía. El modelo es claro: ciudadanía sin igualdad, derechos sin plenitud, existencia sin capacidad de decisión.

Laboratorio de subordinación: Cisjordania y Gaza

Si dentro de Israel la subordinación se disfraza de ciudadanía desigual, en los territorios ocupados se ejerce sin disimulo. Desde 1967, Cisjordania y Jerusalén Este han sido convertidas en un mosaico de enclaves desconectados, rodeados de carreteras exclusivas para colonos, muros, puestos de control y bases militares. Más de 600.000 colonos israelíes viven hoy en asentamientos ilegales protegidos por el ejército, mientras millones de palestinos necesitan permisos incluso para moverse entre ciudades vecinas.

  • En Cisjordania operan dos sistemas legales paralelos: la ley civil israelí para los colonos judíos y la ley militar para los palestinos.

  • La Autoridad Palestina actúa como administración subcontratada, sin control sobre fronteras, espacio aéreo, recursos hídricos ni seguridad.

  • El muro de separación, declarado ilegal por la Corte Internacional de Justicia en 2004, ha anexionado de facto más del 10% del territorio cisjordano.

  • En Gaza, el bloqueo impuesto desde 2007 ha convertido a la Franja en un territorio dependiente, sin economía ni soberanía real, donde Israel controla el acceso al agua, la electricidad, el comercio e incluso el registro civil.

Estas políticas no son errores ni excesos: son mecanismos deliberados de colonialismo de asentamiento. Su objetivo no es destruir al pueblo palestino, sino neutralizarlo como actor político, convertirlo en población administrada y eliminar cualquier base material para un Estado independiente.

Fragmentar, aislar, absorber: la estrategia detrás de la subordinación

La lógica subyacente es doble:

  1. Fragmentar al sujeto colectivo palestino: dividirlo en ciudadanos de segunda dentro de Israel, residentes ocupados en Cisjordania, población sitiada en Gaza y refugiados sin derechos en el exilio. Un pueblo dividido en cuatro realidades no puede articular un proyecto nacional común.

  2. Absorber sin igualar: ofrecer soluciones administrativas —autonomía limitada, corredores humanitarios, desarrollo económico— sin ceder soberanía ni igualdad política. Se gobierna así un territorio ocupado no como enemigo, sino como administrado.

Este enfoque explica por qué Israel sabotea sistemáticamente cualquier proceso de paz que implique autodeterminación: un Estado palestino soberano con fronteras definidas, ejército y control de sus recursos haría imposible esta estructura jerárquica. Por eso se acepta la “paz económica”, la “autonomía limitada” o incluso un “Estado desmilitarizado”, pero se rechaza de raíz cualquier fórmula de soberanía plena.

 El resultado: dominación perpetua

El resultado es un sistema que muchos juristas —incluidos los de organizaciones israelíes como B’Tselem o Yesh Din— califican sin ambages de régimen de apartheid. Un Estado que controla a millones de personas sin concederles derechos políticos plenos, que legisla para mantener su supremacía demográfica, que fragmenta deliberadamente a la población ocupada y que usa la violencia como instrumento para mantener ese orden no necesita exterminar: su objetivo ya está cumplido cuando los palestinos siguen existiendo, pero nunca decidiendo.

Este es, en última instancia, el significado profundo del plan de 2025. No pretende destruir al pueblo palestino; pretende asegurar que continúe existiendo bajo subordinación israelí, dependiente, fragmentado, impotente y sin horizonte de soberanía. En ese contexto, el “proceso de paz” no es un camino hacia la igualdad, sino un mecanismo más de control.

6. Voces que revelan la agenda: lo que dicen expertos, dirigentes y documentos

Hablar de una agenda oculta puede parecer una acusación política. Sin embargo, esa agenda se vuelve visible cuando se observan los propios discursos de los líderes israelíes, las leyes aprobadas por el Estado, los análisis de académicos y las conclusiones de organismos internacionales. Estas fuentes —muy distintas entre sí— apuntan todas en la misma dirección: el objetivo estructural no es coexistir en igualdad, sino asegurar la supremacía judía sobre el conjunto del territorio histórico de Palestina.

Declaraciones políticas que lo confirman

A lo largo de las últimas décadas, altos dirigentes israelíes han expresado abiertamente una concepción del conflicto que descarta la soberanía palestina y justifica la subordinación permanente:

  • Benjamin Netanyahu (2015): “Nunca habrá un Estado palestino bajo mi mandato.”

  • Itamar Ben-Gvir (2023, ministro de Seguridad Nacional): “Mi derecho a viajar por Judea y Samaria [Cisjordania] es más importante que el derecho de los árabes a circular por la carretera.”

  • Bezalel Smotrich (2023, ministro de Finanzas): “No existe un pueblo palestino.”

  • Menájem Beguin (1979): “No devolveremos Judea y Samaria. Son el corazón del pueblo judío.”

Estas declaraciones no son simples opiniones individuales: reflejan una corriente mayoritaria en la política israelí contemporánea que niega la legitimidad de la identidad nacional palestina y considera el control sobre el territorio como un derecho histórico inalienable.

Documentos y leyes que institucionalizan la supremacía

Más allá de las palabras, el marco legal y estratégico de Israel consolida esa jerarquía. Algunos ejemplos clave:

  • Ley del Estado-Nación (2018): consagra que el derecho a la autodeterminación es exclusivo del pueblo judío y declara que el desarrollo de asentamientos es un “valor nacional”.

  • Plan Allon (1967): estrategia oficial tras la Guerra de los Seis Días para anexar gran parte del valle del Jordán, dejar a los palestinos en enclaves autónomos y evitar un Estado soberano.

  • Doctrina Drobles (1978): documento interno del movimiento de colonos que proponía “fragmentar la continuidad territorial árabe” mediante asentamientos estratégicos.

  • Estrategia Netanyahu (2009–2023): sus gobiernos han insistido en el concepto de “Estado minusválido”: sin ejército, sin control fronterizo y sin soberanía real.

Estos textos muestran que la subordinación no es fruto de decisiones improvisadas, sino de planes cuidadosamente diseñados y sostenidos durante décadas.

La interpretación de los historiadores y juristas

Numerosos académicos —incluidos israelíes— han descrito este patrón como un proyecto colonial de larga duración.

  • Ilan Pappé (historiador israelí): “Desde 1948, la política israelí ha sido coherente: expulsar cuando es posible, controlar cuando es necesario y fragmentar siempre.” (The Ethnic Cleansing of Palestine, 2006)

  • Rashid Khalidi (historiador palestino-estadounidense): “La estrategia israelí nunca ha sido negociar un Estado palestino, sino evitarlo. El objetivo es administrar un conflicto indefinido en el que Israel tenga siempre la última palabra.” (The Hundred Years’ War on Palestine, 2020)

  • B’Tselem (organización israelí de derechos humanos, 2021): “Israel impone un régimen de supremacía judía entre el río Jordán y el mar Mediterráneo. Este régimen constituye apartheid.”

  • Amnistía Internacional (2022): “La intención de mantener la dominación israelí sobre los palestinos en todas las áreas bajo su control es sistemática, institucionalizada y prolongada.”

Estas valoraciones coinciden en señalar que la subordinación no es un efecto colateral, sino el núcleo del proyecto sionista en su forma estatal contemporánea.

Reconocimientos internacionales del sistema de apartheid

La idea de que Israel mantiene una estructura de supremacía no es marginal ni exclusiva del mundo académico.

  • En 2022, Human Rights Watch concluyó que Israel “comete el crimen de apartheid” según el derecho internacional, describiendo un sistema de leyes, políticas y prácticas que “conferían privilegios a los judíos israelíes y discriminaban sistemáticamente a los palestinos”.

  • En 2023, un informe del Relator Especial de la ONU sobre los Territorios Ocupados afirmó que el objetivo de Israel es “perpetuar un dominio colonial sobre el pueblo palestino” y que el Estado ha creado “una estructura legal y política diseñada para impedir la autodeterminación”.

Un proyecto declarado, no oculto

Lo más revelador es que, lejos de ser un “plan secreto”, la agenda se ha vuelto cada vez más explícita. El actual gobierno israelí —el más derechista de la historia del país— ha rechazado abiertamente el paradigma de los dos Estados, ha impulsado leyes que profundizan la desigualdad y ha legitimado el discurso que niega la existencia misma del pueblo palestino. Si durante décadas la subordinación fue un objetivo tácito, hoy se expresa con total claridad en el discurso político, la legislación y la planificación estratégica.

Estas evidencias —declaraciones políticas, leyes, documentos estratégicos, opiniones académicas y evaluaciones internacionales— demuestran que no se trata de una “agenda oculta” en el sentido conspirativo, sino de un proyecto histórico estructural que, aunque rara vez se presenta con ese nombre, ha guiado consistentemente la acción del Estado israelí durante más de siete décadas. El plan de 2025 no hace sino inscribirse en esa lógica: no busca un compromiso entre iguales, sino consolidar un régimen de dominación estructural bajo el barniz de la paz.


6. Conclusión: paz con fecha de caducidad

El llamado “plan de paz” de 2024 no es el inicio de una nueva etapa, sino el último acto de una obra que conocemos demasiado bien. Es un alto el fuego impuesto por el vencedor, no un acuerdo negociado entre iguales. Es una herramienta para gestionar la posguerra, no para cerrar el conflicto. Y, sobre todo, es un instrumento que durará exactamente lo que dure su utilidad para Israel.

Cuando el plan deje de servir a sus intereses —si obstaculiza su control sobre Gaza, si favorece demasiado a la Autoridad Palestina, si genera presión internacional indeseada—, será reinterpretado, congelado o abandonado, como tantos otros antes. Entonces volveremos al punto de partida, con una población palestina aún más debilitada y una “solución” aún más lejana.

El falso final que se presenta hoy como paz es, en realidad, la continuación de un proyecto que desde hace más de siete décadas busca lo mismo: asegurar el dominio israelí sobre la tierra y sobre el pueblo que la habita. Cambian los nombres de los acuerdos, los mediadores y las fases, pero el resultado es siempre el mismo: una paz que no es paz, sino la administración perpetua de la desigualdad.

Epílogo
En política internacional hay muchas formas de ganar. Una de ellas es no cerrar nunca el conflicto, sino mantenerlo en un estado de suspensión que legitime el poder de quien lo administra. Israel ha convertido esa estrategia en su marca registrada. Y mientras la comunidad internacional siga aceptando “planes de paz” que no son más que gestos para blanquear la violencia y consolidar la supremacía, el horizonte de una solución justa seguirá siendo, como hasta ahora, un espejismo en el desierto.

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