El gran pacto: salario, bienestar y paz social comprada (III)


La oleada revolucionaria de entreguerras demostró que el viejo orden liberal no podía sostenerse solo con represión y disciplina. La tesis de la paz automática entre propietarios había sido demolida por la antítesis obrera y por la existencia de una alternativa real: la Unión Soviética y sus partidos comunistas actuando como quinta columna interna.

El equilibrio que las élites intentaron mantener en los años veinte y treinta —combinando concesiones mínimas con represión y austeridad— resultó inestable.
Para contener el conflicto de clase y el miedo a la revolución, amplios sectores burgueses recurrieron al fascismo: Mussolini en Italia, Hitler en Alemania, regímenes autoritarios en Europa central. Fue un intento de restaurar el orden capitalista mediante violencia total y represión del movimiento obrero. Terminó en desastre: guerra mundial y destrucción masiva.

La Segunda Guerra Mundial, sin embargo, trajo algo distinto. Para derrotar al fascismo, las democracias liberales movilizaron de nuevo a campesinos, obreros y mujeres. Esta vez la causa podía presentarse como justa: la lucha contra el nazismo otorgó legitimidad moral a gobiernos que habían excluido a esas mayorías y reforzó, al menos provisionalmente, la autoridad democrática.

Por eso la Segunda Guerra Mundial es la guerra que el poder prefiere recordar: a diferencia de la Primera, pronto relegada, la lucha antifascista se convirtió en mito fundacional del nuevo orden.


Del fracaso autoritario a una gran reinvención

La guerra cambió el tablero: destruyó el viejo liberalismo, multiplicó la fuerza del Estado y dejó a la URSS convertida en potencia mundial vencedora.
Estados Unidos emergió como líder del capitalismo global, pero comprendió que debía ofrecer a su propia clase trabajadora un horizonte mejor que el comunismo.

El capitalismo se enfrentaba a un dilema: la represión y el fascismo habían fracasado; la amenaza soviética era tangible; las masas movilizadas exigían derechos.
A grandes problemas, grandes soluciones: el sistema decidió reinventarse con un pacto social de dimensiones inéditas.


Producción masiva, consumo masivo

Aunque asociamos este modelo a la posguerra, sus ingredientes existían antes:

  • producción en serie y altos salarios ya ensayados por Henry Ford en los años veinte,

  • seguros sociales pioneros de Bismarck,

  • organización científica del trabajo (taylorismo),

  • propaganda de masas perfeccionada en la Primera Guerra Mundial.

Hasta 1945 habían sido secundarios frente a estrategias autoritarias. Pero la experiencia de entreguerras mostró el límite de la represión: totalitarismo, guerra y ruina.

Tras 1945, con el fascismo desacreditado y la URSS consolidada, el capitalismo occidental entendió que necesitaba estrategias más sofisticadas para asegurar la paz social.

Aquí cobra peso la industria de la persuasión de masas.
El pionero Edward Bernays —sobrino de Freud y veterano del Comité de Información Pública de EE. UU.— trasladó al tiempo de paz las técnicas de propaganda de guerra. En Propaganda (1928) teorizó la “ingeniería del consentimiento”: en democracias de masas, moldear deseos y aspiraciones era imprescindible para la estabilidad.

Este enfoque se convirtió en política estratégica: además de transferir renta y derechos, había que fabricar subjetividades integradas. El obrero debía dejar de pensarse como clase en lucha y verse como consumidor-ciudadano agradecido.


Ciudadanía social: Marshall y el Estado de bienestar

El fin de la guerra abrió un horizonte político nuevo:

  • En 1945, los laboristas de Clement Attlee ganaron en Reino Unido prometiendo pleno empleo, nacionalizaciones y seguridad social.

  • En Francia e Italia, socialistas y comunistas —fortalecidos por la resistencia— obtuvieron peso inédito.

  • En Grecia estalló una guerra civil; en Italia, el PCI y el PSI fueron actores clave de la nueva república.

  • En EE. UU., el New Deal de Roosevelt (antes tachado de “proto-comunista”) se rehabilitó como referencia para contener la agitación social.

  • El Plan Marshall añadió inversión masiva para reconstruir Europa y blindarla frente a Moscú.

La victoria soviética otorgaba enorme prestigio al socialismo. Occidente debía demostrar que el capitalismo también podía proteger y elevar a las mayorías.

Las ideas de John Maynard Keynes —gasto público, pleno empleo, estabilización macroeconómica— se tradujeron en políticas concretas:
el Informe Beveridge (1942), el NHS británico, seguros de desempleo, pensiones y nacionalizaciones clave.
Se trataba de integrar plenamente al trabajo para salvar la democracia liberal.

En 1949, T. H. Marshall teorizó esta lógica: los derechos políticos y civiles son insuficientes frente a la desigualdad estructural; la democracia necesita derechos sociales (educación, salud, protección frente al desempleo y la vejez) para que la libertad sea real.


Tres mundos de bienestar (Esping-Andersen)

El pacto no fue idéntico en todas partes.
Gøsta Esping-Andersen (1990) identificó tres grandes modelos:

  • Socialdemócrata (Escandinavia): universalismo y alta desmercantilización.

  • Corporativista-conservador (Alemania, Francia, Italia): seguros sociales ligados al trabajo y a la familia tradicional.

  • Liberal (EE. UU., Reino Unido): prestaciones mínimas y mercado como regulador principal.

Todos compartían un núcleo: integrar a las mayorías para neutralizar el comunismo, asegurar estabilidad frente a crisis y fascismo, y combinar redistribución con gestión cultural del consenso.


Prosperidad y consenso: el “aburguesamiento” obrero

Entre 1945 y finales de los setenta, la clase trabajadora occidental vivió una transformación deliberada:

  • Salarios reales crecieron de forma sostenida.

  • Acceso a vivienda, vacaciones, educación superior y sanidad pública se expandió.

  • Sindicatos se convirtieron en negociadores responsables; los partidos socialdemócratas, en gestores del bienestar.

El objetivo era claro: desactivar el potencial subversivo.
El miedo al comunismo y el atractivo de la prosperidad construyeron el llamado “consenso socialdemócrata”: paz social comprada con seguridad y ascenso material.

La cultura lo retrató pronto:
Pier Paolo Pasolini denunció en Italia una “burguesía de masas” neutralizada por el consumo;
la Escuela de Frankfurt (Marcuse, Adorno) habló de industria cultural y “hombre unidimensional”;
incluso analistas moderados reconocían que la ciudadanía social, aunque ampliaba derechos, domesticaba el conflicto.


Paz social, pero comprada

La paz de posguerra no era espontánea ni fruto de armonía natural como en el XIX:
era un pacto explícito, forjado bajo el miedo al comunismo y a la barbarie fascista.

  • El capital aceptó impuestos altos, regulación y fuertes salarios porque la alternativa podía destruirlo.

  • El trabajo aceptó el marco capitalista a cambio de seguridad material y participación regulada (sindicatos, negociación colectiva, partidos socialdemócratas).

  • El Estado se convirtió en garante de bienestar y en arquitecto de consenso simbólico.

Karl Polanyi interpretó el proceso como un contramovimiento: la sociedad se protegía de un mercado desbocado.
T. H. Marshall advirtió que la ciudadanía política se vacía sin derechos sociales.

Era un logro histórico —millones salieron de la miseria—, pero también una paz vigilada y condicional, dependiente de crecimiento alto, energía barata y miedo al comunismo.
Parecía una síntesis definitiva, pero era una tregua histórica: si el crecimiento se agotaba y el fantasma soviético desaparecía, el pacto podía romperse.


El espejismo de estabilidad

Durante tres décadas —los Trente Glorieuses franceses, el milagro alemán, el boom estadounidense y británico— pareció que el capitalismo había hallado equilibrio: crecimiento del 4–5 % anual, pleno empleo, consumo de masas, sindicatos fuertes pero responsables.
Los partidos socialdemócratas administraban el bienestar; el conflicto de clases parecía domesticado.

Pero la base era frágil: dependía de energía barata, hegemonía industrial de Occidente y un contexto geopolítico de Guerra Fría que obligaba a demostrar que el capitalismo podía ser tan protector como el socialismo real.
Cuando esa bonanza empezó a erosionarse en los años setenta (crisis del petróleo, estanflación, competencia global), el edificio comenzó a resquebrajarse.

La paz social resultó ser una tregua comprada: un pacto histórico que podía deshacerse en cuanto el capital dejara de temer la revolución y el excedente para redistribuir se agotara.

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