La división de poderes: un mito político tan poderoso como el mito del mercado
Lo que se presenta como un pilar de la democracia —la división de poderes— ha sido, en realidad, un dispositivo para mantener intacto el orden social y económico. Detrás de su apariencia neutral, el poder judicial actúa como guardián de límites que la voluntad popular no puede cruzar.
Pocas ideas han tenido tanta fuerza en la construcción del mundo político moderno como la división de poderes. Desde que Montesquieu formuló su célebre teoría en El espíritu de las leyes (1748), hemos aprendido a verla como el corazón mismo de la democracia liberal: el mecanismo que impide el abuso del poder, protege la libertad y garantiza el equilibrio entre las instituciones del Estado.
Se nos enseña que dividir el poder es un acto de neutralidad, una garantía universal contra la tiranía. Pero ¿y si no lo fuera? ¿Y si, más allá de su apariencia técnica y su lenguaje jurídico, la división de poderes fuera, en realidad, otro mito fundador del orden burgués, tan ideológicamente cargado como la idea del mercado libre?
Al igual que el mercado —que se presenta como un sistema natural de intercambio cuando en realidad es el resultado de decisiones políticas e históricas—, la división de poderes no es un principio eterno ni una ley universal. Es una construcción histórica que surge en un contexto específico, con objetivos muy concretos, y que funciona como herramienta para organizar y legitimar el poder desde un determinado conjunto de valores. No es la ausencia de ideología, sino la forma institucional que adopta una ideología dominante.
El nacimiento de un orden: la burguesía y su arquitectura política
Para entender la verdadera función de la división de poderes, hay que volver al momento de su nacimiento. El liberalismo político surge en el siglo XVIII en un contexto marcado por dos grandes tensiones: el absolutismo monárquico y el ascenso social de la burguesía. El objetivo era claro: limitar el poder del rey, asegurar los derechos de propiedad y establecer un marco legal que protegiera los intereses de quienes emergían como nueva clase dirigente.
En este marco, sí existían conflictos y contradicciones políticas, pero eran disputas internas, de carácter táctico, no estratégico. Se enfrentaban liberales y conservadores, monárquicos constitucionales y republicanos, defensores de mayor o menor intervención estatal. Sin embargo, todos compartían el mismo horizonte: la centralidad de la propiedad privada, el individualismo jurídico, el mercado como principio ordenador y el Estado como garante de ese orden. Ninguno de esos fundamentos estaba en discusión.
El poder judicial, en este escenario, no era un árbitro neutral: era parte del mismo bloque social. Los jueces provenían de las mismas familias que los legisladores y los ministros, aplicaban leyes escritas por ellos y defendían los mismos valores. No había contradicción entre la justicia y la política porque ambas respondían a la misma clase dominante. La división de poderes era, simplemente, la arquitectura institucional del poder burgués.
Cuando el pueblo entra en escena: el conflicto cambia de lugar
Todo empieza a cambiar en el siglo XIX con la irrupción de la política de masas. El sufragio universal, la organización obrera, los partidos socialistas y comunistas, las huelgas y las revoluciones ponen en cuestión el consenso liberal. Por primera vez, sectores hasta entonces excluidos del poder —trabajadores, mujeres, campesinos— empiezan a tener voz en el proceso político.
Y con ellos llega algo más profundo que un simple cambio de actores: llega otra visión del mundo. La política deja de ser una disputa táctica dentro de un marco compartido y se convierte en un cuestionamiento estratégico del orden mismo. La propiedad privada, el papel del Estado, el sentido de la ley, la función de la economía: todo aquello que antes era “natural” empieza a ser discutido.
Esa transformación altera por completo el papel de la división de poderes. Lo que antes era un mecanismo de autorregulación interna entre élites se convierte en un campo de disputa. El Parlamento deja de ser un club burgués y se convierte en un espacio de conflicto. El Ejecutivo se ve presionado por nuevas demandas sociales. Y, sobre todo, el poder judicial adquiere un nuevo rol: el de guardián del orden.
Cuando el sufragio empieza a producir leyes que afectan a la propiedad, a la distribución de la riqueza o a las relaciones laborales, el judicial aparece como la última línea de defensa. No es raro que los tribunales anulen reformas aprobadas por mayorías, frenen nacionalizaciones o declaren inconstitucionales leyes que amplían derechos sociales. La división de poderes, en lugar de limitar el poder en general, se convierte en una herramienta para limitar un tipo concreto de poder: el que emana de la voluntad popular cuando esta amenaza el marco ideológico tradicional.
Este nuevo escenario se traduce, a lo largo del siglo XX, en una tensión estructural dentro del propio Estado liberal. El Legislativo y el Ejecutivo pueden verse “contaminados” —desde la perspectiva del orden burgués— por ideas y programas que proceden de esa nueva visión estratégica no burguesa. Gobiernos reformistas, coaliciones socialdemócratas o mayorías parlamentarias con base obrera pueden impulsar leyes que transformen la fiscalidad, la propiedad o la intervención estatal. Es entonces cuando el poder judicial, al no depender directamente del voto ni de mayorías coyunturales, asume el papel de garante último del orden establecido, activando todos sus recursos para neutralizar o desactivar esos impulsos transformadores.
A veces lo hace “por las buenas”, mediante la anulación o reinterpretación de leyes aprobadas democráticamente. En otras ocasiones lo hace “por las malas”, recurriendo a prácticas que desbordan la neutralidad institucional: el uso instrumental de los tribunales para perseguir a líderes políticos, la judicialización sistemática de decisiones de gobierno o la deslegitimación de mayorías populares a través del derecho —lo que hoy se conoce como lawfare.
La historia del siglo XX está llena de ejemplos de esa tensión. En distintos países, tribunales constitucionales han bloqueado reformas fiscales progresivas o leyes laborales por considerarlas contrarias a los “principios fundamentales” del orden. En América Latina, Europa o Estados Unidos, procesos judiciales han puesto fin a programas de redistribución o han expulsado del poder a gobiernos elegidos democráticamente. En todos esos casos, el poder judicial ha actuado como mecanismo de contención cuando el Legislativo o el Ejecutivo se alejaban demasiado del marco ideológico burgués que sigue sosteniendo la estructura del Estado liberal.
El verdadero poder de los jueces
Uno de los mitos más persistentes del constitucionalismo liberal es la idea de que los jueces se limitan a “aplicar la ley”. Esa imagen —el magistrado como intérprete neutro que pronuncia el derecho sin añadir nada de su cosecha— ha servido durante siglos para legitimar el poder judicial como un poder “técnico” y “no político”. Sin embargo, la realidad es radicalmente distinta. En el corazón mismo de las leyes está escrita la posibilidad —y la necesidad— de su interpretación. Y esa interpretación no es un ejercicio mecánico: es un acto político.
El derecho moderno está lleno de conceptos jurídicos indeterminados, cláusulas generales y principios abstractos que no describen situaciones concretas, sino que remiten a valores. Expresiones como “interés general”, “orden público”, “proporcionalidad”, “seguridad jurídica” o “confianza legítima” no tienen un significado único. Requieren ser llenadas de contenido por quien las aplica. Y esa tarea de llenar de contenido es precisamente el espacio donde el poder judicial deja de ser un ejecutor pasivo y se convierte en un auténtico productor de normas.
Esta discrecionalidad no es un defecto del sistema jurídico. Es un rasgo estructural. Los legisladores lo saben: es imposible redactar leyes que abarquen cada caso imaginable. Pero, además, esa ambigüedad sirve a un propósito político: permite que, incluso cuando las mayorías cambian el contenido de la ley, la interpretación pueda modular, corregir o directamente vaciar sus efectos cuando chocan con los valores fundamentales del orden social.
El resultado es que el poder judicial actúa como una suerte de “legislador oculto” que decide el alcance real de la norma. Dos leyes formalmente idénticas pueden producir efectos radicalmente distintos según cómo sean interpretadas. Y esa interpretación, lejos de ser neutra, suele reflejar el marco ideológico dominante.
Los ejemplos abundan. En Francia, tras la aprobación de las leyes Auroux (1982), que ampliaban los derechos sindicales en las empresas, el Consejo Constitucional y los tribunales ordinarios fueron estrechando la definición de “representatividad sindical” y “derecho de expresión”, limitando su impacto real. En Argentina, la reforma constitucional de 1994 incorporó derechos sociales de tercera generación, pero la Corte Suprema exigió para su aplicación requisitos tan estrictos —leyes reglamentarias, presupuestos específicos, pruebas exhaustivas— que en la práctica quedaron inoperantes. En España, el Tribunal Constitucional invocó la “seguridad jurídica” y la “cosa juzgada” para frenar los efectos transformadores de las leyes de memoria histórica, ralentizando la anulación de sentencias franquistas o la retirada de símbolos.
Por el contrario, cuando se trata de principios centrales del orden liberal, la interpretación judicial se vuelve expansiva. En Alemania, el Tribunal Constitucional declaró que el impuesto sobre el patrimonio (1995) violaba el derecho de propiedad al considerar “confiscatorio” un nivel de imposición moderado, fijando un límite casi infranqueable a la tributación sobre grandes fortunas. En Estados Unidos, la doctrina del “commercial speech” ha sido extendida hasta equiparar el gasto corporativo en campañas políticas a la libertad de expresión (Citizens United v. FEC, 2010). En Colombia, el principio de “libertad económica” ha servido para anular controles de precios o regulaciones de alquileres mientras se validaban fuertes restricciones al derecho de huelga.
Esta asimetría hermenéutica no es anecdótica. Es la prueba de que el poder judicial, gracias al diseño mismo de la ley, decide qué parte de la voluntad popular se convierte en realidad y cuál se neutraliza. No legisla formalmente, pero sí determina el contenido sustantivo del derecho. Y en ese espacio interpretativo, las mayorías políticas pierden parte de su soberanía frente a un poder no electo que actúa como guardián de los valores fundamentales del sistema.
Pero esa capacidad para modular la ley desde la interpretación no se queda en el terreno abstracto: ha definido decisiones, orientado políticas públicas y condicionado el curso de la historia contemporánea. A lo largo del último siglo, ese poder estructural se ha desplegado de dos formas: dentro de los cauces institucionales o desbordándolos abiertamente.
Del legislador oculto a la intervención política: el poder judicial en acción
La capacidad de los jueces para moldear la ley según principios ideológicos no es un fenómeno teórico. A lo largo del último siglo, se ha traducido en intervenciones concretas que han frenado, distorsionado o directamente revertido proyectos políticos nacidos de mayorías democráticas. La discrecionalidad judicial se convierte así en un instrumento contramayoritario que, dependiendo del contexto, opera “por las buenas” —dentro de los márgenes institucionales— o “por las malas”, traspasando abiertamente esos márgenes para intervenir en el conflicto político.
Por las buenas: la legalidad como escudo ideológico
En este punto, la clave es comprender que esta discrecionalidad no es una abstracción técnica ni una curiosidad doctrinal: tiene consecuencias políticas directas y profundas. Cada vez que un tribunal decide cómo interpretar un concepto abierto, qué derecho debe prevalecer o qué principio debe guiar la resolución de un conflicto, no está simplemente aplicando la ley, sino configurando el alcance del poder democrático. Y ese poder configurador no se queda en el plano teórico: se traduce en decisiones concretas que han moldeado la historia política contemporánea, frenando reformas, anulando leyes o incluso alterando el rumbo de gobiernos enteros.
Lo que sigue no es, por tanto, un catálogo de excesos judiciales, sino la demostración empírica de cómo ese poder estructural —concebido en el diseño mismo del derecho— se ha ejercido como un veto contramayoritario en acción.
En numerosos momentos históricos, los tribunales han utilizado su autoridad constitucional para bloquear leyes que amenazaban el núcleo del orden económico y social. Durante la llamada Lochner era (1897–1937), el Tribunal Supremo de Estados Unidos anuló decenas de leyes laborales —jornadas máximas, salario mínimo, condiciones de trabajo— por considerar que vulneraban la “libertad de contrato”, un principio no escrito pero fundamental en la ideología liberal. En la Alemania de posguerra, el Tribunal Constitucional bloqueó proyectos de nacionalización impulsados por gobiernos socialdemócratas, alegando violación del derecho de propiedad. En Chile (1971–1973), el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales varias leyes de intervención económica promovidas por el gobierno de Salvador Allende, debilitando su programa de transición al socialismo.
En todos estos casos, el poder judicial actuó dentro de los cauces legales, sin quebrantar la arquitectura institucional. Pero el resultado fue el mismo: políticas aprobadas por mayorías democráticas fueron desactivadas o limitadas para proteger el núcleo del orden burgués.
Por las malas: cuando la justicia se convierte en política
En otros momentos, la intervención judicial ha traspasado el umbral de la legalidad para actuar como un actor político directo. En Estados Unidos, el Tribunal Supremo bloqueó piezas fundamentales del New Deal hasta que Roosevelt amenazó con ampliar su composición (court-packing plan). En Brasil (2016), el Supremo Tribunal Federal permitió que un proceso de impeachment sin base penal destituyera a Dilma Rousseff y más tarde avaló procesos judiciales contra Lula da Silva plagados de irregularidades, reconocidas incluso por el propio tribunal. En Paraguay (2012), el Tribunal Supremo no detuvo un proceso exprés que destituyó a Fernando Lugo en 24 horas, sin garantías procesales mínimas. En Italia, la operación Mani pulite desmanteló el sistema político de la Primera República, neutralizando opciones transformadoras y facilitando el ascenso de fuerzas neoliberales. En Ecuador (2017–2020), la justicia bloqueó candidaturas y persiguió judicialmente a líderes correístas, impidiendo su participación electoral.
En todos estos episodios, el poder judicial actuó más allá de su función de control constitucional: se convirtió en protagonista activo del conflicto político. La discrecionalidad ya no operó solo como filtro interpretativo, sino como arma directa de intervención institucional.
El patrón, sin embargo, es el mismo. Sea mediante una sentencia que limita el alcance de una ley o a través de un proceso judicial que cambia el rumbo de un país, el poder judicial utiliza la discrecionalidad que el propio derecho le concede para garantizar que el marco del orden burgués permanezca intacto. No importa cuánto cambien los gobiernos o cuán radicales sean las mayorías: si cruzan ciertas líneas, el juez —ese legislador oculto que actúa sin mandato electoral— está ahí para recordárselas.
Adaptaciones del mito: del Estado social al neoliberalismo
El siglo XX transformó profundamente el papel del Estado y, con él, el sentido del equilibrio entre poderes. Tras la crisis del liberalismo clásico, las dos guerras mundiales y el avance del movimiento obrero, surgió el Estado social. En este nuevo modelo, el poder ya no se concebía únicamente como algo que había que limitar, sino también como un instrumento para garantizar derechos, redistribuir riqueza y promover la cohesión social.
La división de poderes se adaptó a esa nueva realidad: el Ejecutivo asumió funciones de planificación y bienestar, el Legislativo legisló derechos sociales y el Judicial empezó a reconocer principios de justicia distributiva. La arquitectura institucional seguía siendo liberal, pero se había ampliado para incorporar demandas que hasta entonces habían sido reprimidas o ignoradas. La clave de esta transformación no fue sólo interna, sino también geopolítica: el capitalismo occidental convivía con un sistema alternativo —el bloque socialista— que, con todos sus defectos, actuaba como contrapeso sistémico. Esa existencia obligaba a las democracias liberales a integrar parcialmente las aspiraciones populares y a ofrecer un horizonte de progreso material que hiciera innecesaria la revolución.
Sin embargo, incluso en el apogeo del Estado social, la tensión antisistema nunca desapareció del todo. En cada huelga general, en cada oleada de movimientos obreros o estudiantiles, en cada programa de nacionalización o intento de democratizar la empresa, se hacía visible que la estructura seguía siendo capitalista y que la división de poderes seguía operando como muro de contención. Las concesiones —Estado del bienestar, sanidad universal, derechos laborales— no eran un regalo desinteresado: eran parte de un pacto destinado a preservar el sistema sin transformarlo en su esencia.
Ese pacto empezó a resquebrajarse en los años setenta. La crisis del petróleo, el estancamiento económico y la ofensiva ideológica del neoliberalismo cambiaron las reglas del juego. Con la caída del bloque soviético en 1991, desapareció el contrapeso que había obligado a negociar. Por primera vez en casi un siglo, el capitalismo ya no tenía alternativa externa. Y sin ese horizonte revolucionario, la élite pudo abandonar el compromiso socialdemócrata y reconstruir un orden político mucho más parecido al del liberalismo clásico.
En este nuevo contexto, se produce un fenómeno crucial que explica la persistencia del mito de la división de poderes: una asimetría interna entre los tres poderes del Estado.
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El Ejecutivo y el Legislativo, al depender del voto popular, se contaminaron mucho más con las demandas y contradicciones de la sociedad. Gobiernos de distinto signo, coaliciones heterogéneas y parlamentos fragmentados introdujeron ideas que, en ocasiones, desbordaban el marco liberal clásico.
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El Judicial, en cambio, permaneció fiel a su clase de origen. No depende del sufragio, no está sometido a ciclos electorales y su formación, selección y promoción siguen dominadas por las mismas élites sociales y culturales que lo crearon. Esa continuidad lo convierte en un actor de extraordinaria estabilidad ideológica: mientras los otros poderes reflejan la pluralidad social, el judicial sigue siendo abrumadoramente homogéneo y conservador.
Este contraste tiene profundas consecuencias políticas. En todos los países occidentales, el poder judicial no ha dejado de actuar como “cuerpo de guardia” del orden burgués, marcando las líneas que no deben cruzarse y reaccionando con firmeza cuando el Ejecutivo o el Legislativo lo hacen. De hecho, aunque el poder político puede variar y experimentar alternancias, los jueces mantienen una identidad ideológica prácticamente monocolor: conservadora, defensora del orden existente y profundamente desconfiada de cualquier transformación estructural. Ningún poder del Estado ha logrado preservar con tanta eficacia la continuidad con su clase fundacional.
Con la caída de la URSS y el final del contrapeso sistémico, las élites aprovecharon la ocasión no solo para abandonar el pacto socialdemócrata, sino para rediseñar el marco institucional del Estado liberal de manera que las líneas fundamentales del orden capitalista quedaran fuera del alcance de la soberanía popular. Ya no bastaba con influir en los gobiernos o con confiar en que el poder judicial frenara los excesos: se trataba de blindar jurídicamente el corazón del sistema para que ninguna mayoría pudiera tocarlo.
Ese proceso —que suele resumirse superficialmente como “revolución neoliberal”— fue mucho más profundo que una simple reducción del gasto público o una ola de privatizaciones. Supuso un desplazamiento estructural del poder político hacia instancias no electas y jurídicamente blindadas.
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Los bancos centrales fueron declarados “independientes” y su mandato quedó reducido a proteger la estabilidad monetaria, sin someterse a decisiones parlamentarias.
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Tribunales constitucionales y organismos reguladores adquirieron competencias decisivas en materias económicas y sociales, sin control democrático directo.
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La “seguridad jurídica”, la “disciplina fiscal” y la “independencia judicial” pasaron a ser principios sagrados, situados por encima del debate político.
Todas estas transformaciones reforzaron el papel de los jueces como guardianes del orden burgués y consolidaron el núcleo ideológico del liberalismo como algo no deliberable. Las mayorías podían cambiar gobiernos, pero no podían cambiar el marco.
El resultado fue un escenario que, con sus diferencias, recuerda cada vez más al orden anterior a la Segunda Guerra Mundial:
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Un Estado reducido a árbitro, con funciones limitadas.
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Un poder judicial que tutela la política y delimita el alcance de la soberanía popular.
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Y un mercado convertido en norma natural, al que la política sólo puede adaptarse, nunca transformar.
En este contexto, la división de poderes deja de ser un mecanismo de equilibrio entre clases y vuelve a desempeñar su función original: organizar el poder dentro del marco de la ideología dominante, pero ahora sin el freno de un adversario sistémico y con una arquitectura global que blinda aún más el núcleo del orden capitalista frente a cualquier tentativa de transformación democrática.
5. El poder judicial como guardián del consenso
De los tres poderes clásicos, el judicial es el que más eficazmente ha mantenido su papel como custodio del consenso ideológico. Su apariencia de neutralidad técnica y su lenguaje jurídico lo protegen del escrutinio político, pero su función va mucho más allá de aplicar leyes: interpreta, selecciona y redefine el alcance de la voluntad popular.
La idea de que los jueces “aplican la ley” sin ideología ha sido cuestionada desde hace décadas por corrientes críticas del pensamiento jurídico. Autores como Duncan Kennedy, Roberto Unger o Morton Horwitz han mostrado que el derecho no es un conjunto neutral de normas, sino un lenguaje político que cristaliza en sentencias. Y la historia demuestra que esas sentencias no se distribuyen al azar: siguen patrones que refuerzan sistemáticamente la estructura social y económica existente.
La jurisprudencia en torno al derecho de propiedad es quizá el ejemplo más evidente. En numerosos países europeos y americanos, los tribunales han dictado resoluciones en materia de desahucios que priorizan el derecho de los propietarios a recuperar la posesión sobre el derecho de familias vulnerables a la vivienda, incluso cuando estas no tienen alternativas habitacionales. En tales decisiones no hay neutralidad: hay una jerarquía de valores que considera la propiedad privada como un bien superior al bienestar social, la dignidad o la estabilidad comunitaria.
Lo mismo ocurre con temas como el aborto, el matrimonio igualitario o la educación sexual. Tribunales constitucionales y cortes supremas han emitido sentencias que, bajo el pretexto de proteger “la moral pública” o “el interés general”, imponen visiones morales conservadoras que reflejan valores tradicionales de clase media o alta urbana, a menudo asociados con instituciones religiosas. En estos casos, el judicial no actúa como árbitro imparcial entre derechos en conflicto, sino como intérprete ideológico de qué derechos merecen prevalecer en función del orden social que deben proteger.
Por último, si hay un ámbito donde la ideología del poder judicial se manifiesta con especial claridad, es el derecho del trabajo. Desde el siglo XIX, los tribunales han desempeñado un papel central en la definición de los límites de la acción colectiva, el alcance de la negociación y el equilibrio entre capital y trabajo.
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En Estados Unidos, durante la llamada Lochner era (1897–1937), el Tribunal Supremo invalidó leyes laborales que establecían jornadas máximas o salarios mínimos por considerar que vulneraban la “libertad de contrato”. Esa misma lógica reaparece hoy cuando tribunales limitan el derecho de huelga o exigen servicios mínimos tan elevados que neutralizan cualquier capacidad de presión obrera.
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En Reino Unido, las sentencias en torno a las secondary picketing laws (piquetes de solidaridad) o a las huelgas del sector público han restringido sistemáticamente la acción colectiva, priorizando la “libertad de empresa” o el “interés económico nacional” sobre el derecho a la protesta.
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En España, el Tribunal Constitucional ha validado despidos por motivos económicos en reformas laborales ampliamente cuestionadas, y ha interpretado de forma restrictiva derechos fundamentales como la huelga o la libertad sindical cuando entran en conflicto con la competitividad empresarial.
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En América Latina, muchas cortes supremas han declarado inconstitucionales intentos de ampliar la cogestión, limitar la subcontratación o reforzar la negociación colectiva, alegando que esas medidas “distorsionan” el mercado de trabajo.
En todos estos casos, el patrón es el mismo: el derecho del trabajo se interpreta no como un mecanismo para equilibrar el poder entre capital y trabajo, sino como un instrumento subordinado a la lógica del mercado. Las decisiones judiciales protegen sistemáticamente la “libertad de empresa” y la “productividad” frente a los derechos colectivos, mostrando que el papel del poder judicial no es arbitrar el conflicto social, sino disciplinarlo.
Incluso cuando la legislación laboral avanza, el judicial interviene como corrector ideológico. Las sentencias delimitan el alcance real de los derechos conquistados, frenan reformas que desbordan el marco liberal y garantizan que la lógica empresarial —la flexibilidad, la competitividad, la primacía del contrato individual— siga siendo el principio rector de las relaciones laborales.
En las últimas décadas, esta dimensión ideológica ha adoptado nuevas formas, más sofisticadas pero igualmente eficaces. El fenómeno del lawfare —el uso del derecho como arma política para neutralizar adversarios o proyectos transformadores— es su expresión más directa. Procesos judiciales contra líderes políticos, inhabilitaciones por delitos discutibles o anulaciones de leyes votadas por amplias mayorías no son simples episodios aislados: son el funcionamiento normal de un poder que protege el orden no sólo legal, sino cultural y económico que le da sentido.
En definitiva, el poder judicial es el guardián de un orden que va más allá de la legalidad. Su función no es únicamente hacer cumplir la ley, sino preservar el marco de valores dentro del cual esa ley puede existir. Y cuando ese marco se ve amenazado, no duda en actuar —por las buenas o por las malas— para que siga siendo el mismo.
Conclusión: la democracia tutelada
La división de poderes se nos presenta como el mecanismo más puro de la libertad política. Pero esa pureza es, en realidad, una ficción cuidadosamente construida. Igual que el mercado, no es una ley natural ni un principio eterno: es una arquitectura ideológica, diseñada para asegurar que el poder permanezca dentro de límites compatibles con los intereses de quienes lo detentan.
Ha cambiado de forma a lo largo de más de dos siglos —del constitucionalismo liberal al Estado social, del pacto fordista al neoliberalismo globalizado—, pero su función nunca ha variado: garantizar que la voluntad democrática no pueda alterar el núcleo del orden económico, social y moral que sostiene al sistema.
Por eso, mientras el mito siga operando —mientras aceptemos que la división de poderes es neutra, necesaria e incuestionable—, la democracia será siempre parcial. Existirán elecciones, parlamentos y leyes, pero ninguna mayoría podrá cruzar determinadas fronteras. Allí estarán, firmes, los guardianes del consenso: jueces, tribunales, organismos “independientes” y doctrinas jurídicas que saben envolverse en el lenguaje del derecho para defender lo que está más allá del derecho.
La gran pregunta del siglo XXI no es si debemos derribar esta arquitectura, sino si somos capaces de verla por lo que es: no un instrumento de libertad, sino un mecanismo de tutela, tan ideológico como el mercado, que decide qué puede transformarse y qué debe permanecer intocable.
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