Portugal como espejo del imperio español
En la entrada anterior analizábamos cómo la historia del 12 de octubre ha sido distorsionada por siglos de nacionalcatolicismo, que transformaron una empresa política, económica y geoestratégica en una epopeya espiritual. Según ese relato, España no fue un imperio más, sino el instrumento elegido por Dios para evangelizar el mundo, redimir pueblos y fundar una comunidad mestiza única. La evangelización —mostrábamos allí— no fue el motor de la expansión, sino el lenguaje inevitable en el que toda empresa de poder debía expresarse en la Europa preilustrada.
Ahora bien, hay un argumento que refuerza aún más esa conclusión: nada de lo que hizo España fue exclusivo suyo. Las prácticas que hoy se presentan como pruebas de una “misión singular” —la evangelización, la protección jurídica de los pueblos sometidos, el mestizaje, la fundación de instituciones educativas o la reinversión parcial de recursos en los territorios coloniales— no fueron fruto de una vocación irrepetible. Todo ello formaba parte de la forma estándar de ejercer el poder imperial en la Edad Moderna.
La mejor prueba de ello es el caso de Portugal, el otro gran imperio ibérico, cuya expansión comenzó varias décadas antes que la española y se desarrolló en paralelo durante los siglos XV y XVI. A pesar de las diferencias geográficas, demográficas y de escala, ambos proyectos compartieron el mismo marco mental, jurídico, económico y simbólico.
Evangelización: la misma gramática de poder
Al igual que España, Portugal legitimó su expansión recurriendo a la religión. Las bulas papales Dum Diversas (1452) y Romanus Pontifex (1455), emitidas por Nicolás V y Calixto III respectivamente, concedieron a la monarquía portuguesa derechos sobre los territorios descubiertos con la obligación explícita de “extender la fe cristiana” entre sus habitantes.
Del mismo modo que el patronato regio español, el Padroado Real otorgaba a la Corona portuguesa amplias prerrogativas sobre la organización eclesiástica en las colonias. Las órdenes religiosas, especialmente la Compañía de Jesús desde mediados del siglo XVI, desempeñaron un papel fundamental en la expansión lusa: fundaron misiones, iglesias y colegios en África, Asia y Brasil.
Un ejemplo significativo es el de José de Anchieta (1534–1597), misionero jesuita en Brasil, que —según fuentes de la propia Compañía y cronistas de la época— predicó entre los pueblos tupí, elaboró gramáticas de sus lenguas y defendió a las comunidades indígenas frente a abusos coloniales. Su labor, aunque distinta en contexto, fue funcionalmente equivalente a la de figuras españolas como fray Bartolomé de las Casas en el ámbito americano.
Leyes y mestizaje: estrategias convergentes
Tampoco la legislación “protectora” fue exclusiva de la Monarquía Hispánica. En 1570, el rey Sebastián de Portugal promulgó leyes que prohibían la esclavización de los indígenas brasileños si habían aceptado el bautismo, y estableció regulaciones sobre su incorporación al orden colonial. Al igual que las Leyes Nuevas de 1542 en el mundo hispano, estas disposiciones coexistieron con realidades de explotación y violencia, pero evidencian un patrón común: la necesidad de enmarcar jurídicamente la dominación dentro de un discurso moral y cristiano.
El mestizaje, otro de los elementos que el relato nacionalcatólico presenta como singularmente “hispano”, tampoco lo fue. En Brasil, desde el siglo XVI, surgieron comunidades mamelucas —descendientes de portugueses e indígenas— que ocuparon un lugar central en la sociedad colonial. En Asia, las élites luso-indias de Goa y otras posesiones llegaron a formar parte activa de la administración imperial. En todos los casos, la mezcla no fue un acto altruista, sino una estrategia política y demográfica funcional: aseguraba alianzas, facilitaba el control social y consolidaba la presencia colonial en contextos con escasa población europea.
Economía e instituciones: el mismo manual imperial
La creación de instituciones educativas en los territorios coloniales tampoco fue exclusiva de España. Portugal fundó centros de formación superior en el mundo colonial, como el Colégio de Goa (1542), el Colégio da Bahia (1556) o el de São Paulo (1554). Estos centros, dirigidos en su mayoría por jesuitas, formaban a clérigos, intérpretes y funcionarios y constituían una infraestructura intelectual comparable —aunque de menor escala— a las universidades hispanoamericanas de México (1551) o Lima (1551).
Incluso en el terreno fiscal, el paralelismo resulta evidente, aunque con matices cronológicos. El célebre “quinto real” español —un impuesto del 20 % sobre los metales preciosos destinado a la Corona— tuvo su equivalente en el imperio portugués con el quinto do ouro, aplicado sobre la producción aurífera de Minas Gerais durante el siglo XVIII. Este tributo no absorbía toda la riqueza extraída: tanto en el mundo hispano como en el luso, lo que quedaba fuera de ese quinto —la mayor parte del producto minero— solía permanecer en el territorio colonial, donde era utilizado por particulares, autoridades locales, corporaciones religiosas o cabildos urbanos para financiar infraestructuras, fundaciones, fortificaciones, caminos, puertos, templos y casas de fundición.
Esta dinámica, que parte de la historiografía nacionalista española presenta como un rasgo distintivo de su imperio —“España reinvirtió en América mientras otras potencias solo explotaban”— fue, en realidad, común a la administración colonial portuguesa y a otras monarquías europeas. No se trataba de un gesto excepcional de generosidad, sino de una necesidad estructural: asegurar la explotación a largo plazo, sostener la estructura colonial y garantizar la extracción continuada de riqueza.
Conclusión: la forma de hacer imperio en la Edad Moderna
El paralelismo entre ambos imperios es demasiado evidente para considerarlo casual. España no fue un imperio excepcional por su “humanismo” o por su supuesta vocación espiritual, y Portugal no la imitó servilmente. Ambas coronas actuaron dentro de la misma estructura global de pensamiento y poder: legitimación religiosa, control militar, explotación fiscal, mestizaje como estrategia y creación de instituciones como instrumentos de dominación.
Lo que el nacionalcatolicismo ha presentado como prueba del “genio” español era, en realidad, un patrón estructural compartido por las potencias europeas de la época en su conjunto. Así se hacía imperio en la Edad Moderna: envolviendo la expansión en un discurso espiritual, justificando la dominación con leyes paternalistas y combinando la violencia con mecanismos culturales, jurídicos y económicos diseñados para perpetuar el control.
La historia no necesita adornos para ser interesante. Lo que ocurrió en el siglo XVI no fue un milagro español ni una gesta providencial única: fue la primera fase de un proceso mundial de largo recorrido en el que el poder europeo, envuelto en el lenguaje de la fe, empezó a reconfigurar el mapa del mundo en función de sus intereses económicos, estratégicos y simbólicos. Con la expansión ibérica se sentaron las bases del sistema global moderno: la circulación transoceánica de bienes, personas e ideas; el nacimiento de un mercado intercontinental; y el trazado de jerarquías políticas y raciales que marcarían la historia durante siglos.
Cuando decimos que las cosas se hacían “a la manera de la época” no hablamos de un simple uso del vocabulario religioso, sino de un marco mental completo: el derecho internacional se basaba en bulas pontificias, la legitimidad del poder derivaba de la voluntad divina, la alteridad cultural se interpretaba en términos de salvación o condena, y la economía política estaba pensada como prolongación del orden cristiano. El colonialismo temprano fue, en ese sentido, un proyecto teológico tanto como político o económico, no porque estuviera guiado por la fe, sino porque la fe era el lenguaje en el que todo el poder debía hablar.
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