Del consenso burgués al desencanto: una historia de la paz social (I)


Esta serie nace de una reflexión previa —la entrada sobre Rosa Parks y la domesticación de la memoria de la resistencia—, donde analizábamos cómo nuestras sociedades convierten en iconos inofensivos a quienes, en su momento, desafiaron el orden establecido. Constatábamos allí que vivimos en democracias que celebran luchas pasadas mientras criminalizan las interrupciones reivindicativas del presente. No se consideran justificadas porque se perciben como una ruptura innecesaria de algo llamado paz social, que suele equivaler al funcionamiento ininterrumpido de la gran máquina capitalista.

Punto de partida

La hipótesis inicial es sencilla pero decisiva: la democracia liberal no nació como un sistema para todos, sino como un autogobierno de una élite homogénea —propietarios, varones, blancos.
En sus orígenes, el régimen representativo no tuvo que preocuparse por la paz social porque el conflicto de clases estaba excluido por definición: solo los “iguales”, quienes compartían posición material y visión del mundo, podían participar. La disidencia de quienes quedaban fuera carecía de representación y podía reprimirse sin dilemas. El Estado funcionaba como una extensión de aquellos clubes privados con derecho de admisión tan comunes en el siglo XIX: un espacio de autogobierno entre pares, cuidadosamente protegido de quienes vivían del salario o carecían de propiedad.

De aquí surge la pregunta que guiará la serie:

¿De dónde viene la idea de “paz social” que hoy se invoca para deslegitimar el conflicto?

Para entenderlo hay que recorrer su genealogía: cómo surgió, cómo fue cambiando y qué mecanismos permitieron mantenerla durante décadas. Solo así podremos calibrar la fragilidad de la estabilidad que hoy damos por supuesta.

Lo haremos en cinco movimientos, casi como una dialéctica:

  1. El club de los iguales. Democracia liberal nacida entre propietarios que compartían intereses esenciales. La paz social era obvia porque nadie salía de los límites del orden burgués.

  2. La irrupción de los otros. La clase obrera y otros excluidos entran en escena reclamando derechos; el viejo consenso se agrieta.

  3. El gran pacto. Siglo XX: bienestar y redistribución compran estabilidad a cambio de salario y consumo.

  4. El giro neoliberal. Ese pacto se erosiona; el capital globalizado retira concesiones mientras mantiene la retórica de la paz social.

  5. El presente incierto. Sin recursos para sostener la vieja redistribución, vuelven el conflicto y la disputa por la renta; el mito se agota.

Esta primera entrega se detiene en la paradoja fundacional: la democracia liberal pudo nacer sin preocuparse por la paz social porque estaba pensada por y para quienes ya compartían clase, poder y horizonte.


La paz social antes de la paz social

Cuando hoy hablamos de “paz social” pensamos en un difícil equilibrio entre intereses enfrentados. Pero en el nacimiento de la democracia liberal esa paz ni siquiera se planteaba: era un dato natural. El sistema se construyó sobre una comunidad homogénea, formada por quienes compartían posición material y visión del mundo. No había que negociar antagonismos profundos porque el demos era, en la práctica, un club cerrado.

Las primeras democracias representativas —Estados Unidos tras la independencia, la Francia revolucionaria estabilizada, el Reino Unido victoriano— no fueron regímenes de participación universal. Para votar solía exigirse propiedad, renta o independencia económica. En muchos lugares se requería un mínimo patrimonial; otras jurisdicciones vinculaban el sufragio al pago de ciertos impuestos; casi todas excluían a quienes dependían de un salario. Las mujeres y las poblaciones colonizadas quedaban, por supuesto, fuera.

Los propios arquitectos del liberalismo lo pensaban así. John Adams advertía en 1776 que “depender de otro para subsistir es casi incompatible con la independencia de espíritu que requiere un ciudadano libre”.
Alexis de Tocqueville recordaba que “el sufragio universal no es de por sí un derecho, sino un privilegio que la sociedad concede a quienes juzga capacitados”.
La idea era simple: solo quien posee medios independientes puede ser realmente libre. El asalariado, dependiente del salario de otro, quedaba fuera de ese ideal y se consideraba incapaz de ejercer ciudadanía autónoma.

El politólogo C. B. Macpherson llamó a este horizonte “individualismo posesivo”: el individuo es ante todo propietario de sí mismo y de sus capacidades; sin propiedad, la libertad es ilusoria.
Bernard Manin mostró que la elección —mecanismo central de la modernidad— históricamente sirvió para seleccionar élites “dignas de confianza”, manteniendo distancia con los sectores subordinados.

Desde un punto de vista marxista, esto significaba que la democracia liberal no nació como gobierno de todo el pueblo, sino como autogobierno burgués. Karl Marx describió el Estado liberal como “el comité que administra los negocios comunes de la clase burguesa”: no una conspiración, sino el resultado natural de quién podía entrar en el juego político.


Un consenso automático

Había debates —comerciantes frente a industriales, centralistas frente a federalistas, liberales moderados frente a radicales—, pero todos compartían un núcleo esencial: defensa de la propiedad privada, libertad de contrato y jerarquía social. Nadie cuestionaba seriamente el orden que garantizaba la acumulación.

Por eso no existía el problema de la paz social: el conflicto de clase estaba excluido desde el inicio. La estabilidad era estructural: no había que comprarla ni negociarla porque todos los que contaban políticamente ya estaban de acuerdo en lo fundamental.

James Madison, en El Federalista nº 10, lo formuló sin rodeos: “la protección de las diferentes y desiguales facultades de adquirir propiedad es el primer objeto del gobierno”.
La república se diseñó para ordenar intereses dentro de la clase propietaria, no para abrirse al conjunto de quienes vivían de su salario.


Paradoja fundacional

Así pudo presentarse como régimen de libertad y autogobierno una democracia cuyo “pueblo” era un demos cuidadosamente recortado.
La igualdad se daba entre iguales —propietarios, varones, blancos—, y el consenso parecía natural porque la diferencia radical de clase quedaba fuera de la sala.

Ese es el terreno de juego que hará saltar por los aires la irrupción de la clase obrera: cuando quienes habían sido excluidos exijan entrar y reclamen derechos políticos y sociales, la paz social dejará de ser un supuesto y se convertirá en un problema político que habrá que construir, comprar y administrar.
Esa será la historia de la próxima entrega.


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