Aliado o cliente - una constante histórica: aliados hasta que dejan de ser útiles (II)



En la entrega anterior vimos cómo la alianza atlántica, nacida como pacto de seguridad, ha mutado en una relación de dependencia. Para entender cómo se ha llegado hasta aquí, conviene mirar hacia atrás: Europa no es el primer aliado en descubrir que la amistad con Estados Unidos tiene fecha de caducidad. Lo que hoy parece una crisis excepcional es, en realidad, la repetición de un patrón estructural.

La frase tradicionalmente atribuida a Henry Kissinger —“Ser enemigo de Estados Unidos puede ser peligroso, pero ser su aliado es fatal”— resume con precisión una constante de la política exterior norteamericana. Desde su fundación, Washington ha concebido las alianzas no como compromisos duraderos, sino como instrumentos tácticos subordinados a su propio interés. El propio George Kennan, arquitecto de la contención, lo advirtió ya en 1948: “Estados Unidos no tiene amigos, tiene intereses.” Medio siglo más tarde, John Mearsheimer lo definiría como “instrumentalismo estratégico”: los aliados son útiles mientras refuercen el poder estadounidense; cuando ya no lo hacen, se vuelven prescindibles o se convierten en problema.

A lo largo del siglo XX, el patrón se repitió con precisión casi mecánica. Vietnam del Sur fue abandonado cuando el coste político superó el beneficio; el Sha de Irán, tras décadas de fidelidad absoluta, fue sacrificado cuando su régimen se volvió incómodo; los mujahidines afganos fueron olvidados en cuanto se logró desgastar a la URSS; los kurdos, utilizados una y otra vez como fuerza auxiliar, fueron entregados a sus enemigos cada vez que una negociación mayor lo exigió. En todos los casos, la lógica fue idéntica: apoyo mientras hay utilidad, abandono cuando la utilidad se agota.

Pero hay tres escenarios donde ese patrón alcanza su expresión más clara: Oriente Medio, Rusia y Francia.

Oriente Medio ofrece la versión más prolongada de ese utilitarismo diplomático. Desde los Acuerdos de Camp David (1978) hasta los de Oslo (1993), Washington se presentó como mediador de paz entre Israel y el mundo árabe, pero en la práctica actuó como garante de la asimetría. Cada compromiso alcanzado —la retirada del Sinaí, el reconocimiento palestino, las negociaciones sobre Cisjordania y Jerusalén— se sostuvo solo mientras no contradecía los intereses israelíes.
Cuando Israel incumplió sus obligaciones —expansión de asentamientos, anexión de territorios, bloqueo de Gaza—, Estados Unidos no solo miró hacia otro lado: bloqueó sistemáticamente en el Consejo de Seguridad de la ONU cualquier resolución que condenara esas violaciones.
Diplomáticos estadounidenses como Chas Freeman o Aaron David Miller han reconocido abiertamente que la política norteamericana en la región no busca la paz, sino su administración: “No queremos una solución —dijo Freeman—, queremos control.”
El resultado es un equilibrio perpetuamente inestable, sostenido por la dependencia militar y financiera de los aliados árabes y la impunidad garantizada de Israel. Washington no estabiliza el conflicto: lo gestiona como fuente de influencia.

Rusia constituye lotra gran ruptura, y quizás la más trascendental del periodo posterior a la Guerra Fría.
En 1990, durante las negociaciones sobre la reunificación alemana, el secretario de Estado James Baker aseguró a Gorbachov que la OTAN “no se expandiría ni una pulgada hacia el este”. Esa promesa, repetida por Helmut Kohl y François Mitterrand, sirvió de base para la retirada soviética de Europa Central y la disolución pacífica del Pacto de Varsovia.
Apenas una década después, esa palabra fue rota sistemáticamente: primero con la incorporación de Polonia, Hungría y la República Checa (1999), luego con los países bálticos y Europa del Este (2004). Cada ampliación se justificó como “elección soberana” de los nuevos miembros, pero en realidad supuso la extensión del perímetro militar estadounidense hasta las fronteras rusas.
El propio George Kennan advirtió en 1998 que la expansión de la OTAN sería “el error geopolítico más grave de la era posterior a la Guerra Fría” y que “degradaría la confianza entre Rusia y Occidente durante generaciones”. Fue ignorado.
Lo que Moscú percibió no fue integración ni cooperación, sino cerco. El bombardeo de Serbia en 1999 —sin mandato de la ONU y pese a las protestas rusas— consolidó esa sensación de traición. La disolución pacífica del enemigo soviético se transformó en su reemplazo por una estructura de poder occidental ampliada. Washington no aprovechó la victoria para construir seguridad compartida, sino para convertir la rendición ajena en hegemonía propia.

El tercer caso —Alstom— anticipa la forma contemporánea de ese mismo patrón, trasladado al terreno económico.
Alstom era una joya estratégica europea: líder mundial en trenes de alta velocidad y turbinas para centrales nucleares, con tecnología de punta y contratos globales. En 2014, el Departamento de Justicia estadounidense acusó a directivos de la empresa de corrupción bajo la Foreign Corrupt Practices Act —una ley extraterritorial que Washington aplica selectivamente—, arrestó a su vicepresidente Frédéric Pierucci en Nueva York y lo mantuvo en prisión preventiva durante años como rehén corporativo. Bajo esa presión judicial, Alstom terminó vendiendo su división de energía a General Electric por una fracción de su valor real.
Lo significativo no es solo la operación en sí —Pierucci la describe en su libro Le Piège Américain (La trampa americana)—, sino el patrón que revela: el uso de herramientas jurídicas como arma económica contra socios formales. Francia es miembro de la OTAN, aliado histórico, potencia nuclear europea. Nada de eso impidió que Washington desmantelara una empresa estratégica francesa mediante coerción judicial, obligándola a ceder tecnología crítica a un competidor estadounidense. Lo que en 2014 pareció un episodio aislado se revela hoy como precedente: si Estados Unidos puede capturar industria estratégica de Francia mediante lawfare, ¿qué límite hay para lo que puede hacer con el resto de Europa mediante sanciones, presiones o sabotaje?

Estos casos no son desvíos de una norma moral, sino manifestaciones de un principio operativo.
Como resume el historiador Andrew Bacevich, “la política exterior estadounidense no se basa en la confianza, sino en la utilidad”. Y esa utilidad se mide en función del beneficio inmediato, no de la coherencia ni de la reciprocidad. Washington apoya mientras el aliado refuerza su posición; cuando deja de hacerlo, lo sustituye, lo presiona o lo neutraliza.

Por eso lo que vive hoy Europa no es una anomalía, sino la culminación de una larga trayectoria.
Como antes en Oriente Medio, Washington administra la dependencia; como antes con Rusia, reescribe las reglas en cuanto le conviene; como antes con Francia, convierte la cooperación en oportunidad de extracción.
El aliado europeo no ha sido traicionado por accidente, sino por coherencia: forma parte del mismo método.

En la siguiente entrega: “Nord Stream: el punto de no retorno”, veremos cómo este patrón alcanza su forma más destructiva con la neutralización de la autonomía energética europea.

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