La IA puede pensar más rápido que tú… pero nunca sabrá para qué
Hace unos días, Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, lanzó una frase destinada a provocar titulares: «Un niño nacido en 2025 nunca será en ningún momento de su vida más inteligente que la inteligencia artificial». La sentencia ha corrido por las redes como una profecía inevitable, y no faltan quienes la repiten con una mezcla de asombro y resignación: el ser humano habría llegado a su límite, y la máquina está a punto de superarlo.
Pero tras el impacto inicial conviene hacer una pausa. No porque la frase sea exprese un imposible —de hecho, probablemente en unas décadas la inteligencia artificial superará en muchas tareas cognitivas a cualquier persona—, sino porque contiene una trampa conceptual que, si no la desenmascaramos, terminará por darnos una visión equivocada de la IA. Esa trampa consiste en reducir lo humano a “inteligencia”, como si fuéramos solo máquinas de procesar datos. Y no lo somos.
El mito de la inteligencia como medida de lo humano
Durante más de un siglo, el progreso tecnológico y las ciencias cognitivas nos han acostumbrado a medir la inteligencia como si fuera un índice aislado: velocidad de cálculo, capacidad de predicción, volumen de información almacenada. Bajo esa lógica, es evidente que las máquinas nos superarán. Ya hoy, sistemas como GPT-4 o Claude son capaces de procesar en segundos lo que a un equipo de expertos les llevaría días. Y eso es solo el principio.
El problema es que esa definición empobrecida no agota el significado de la inteligencia humana. Una persona no es solo su coeficiente intelectual. Lo que nos hace humanos es un conjunto mucho más complejo y diverso: la conciencia, la imaginación, el deseo, el juicio ético, la experiencia encarnada, la intuición, la memoria colectiva, la capacidad de amar y de cooperar. Todos estos elementos no son accesorios: son el tejido mismo de nuestra humanidad.
Además, la propia investigación científica ha demostrado que una inteligencia muy elevada, entendida en sentido tradicional, no garantiza una vida más plena ni una integración social más fácil. El célebre estudio longitudinal de Lewis Terman en la Universidad de Stanford, que siguió durante décadas a más de 1.500 personas con un CI superior a 140, reveló que muchos de estos individuos, a pesar de sus logros académicos y profesionales, experimentaron dificultades significativas en sus relaciones personales, altos niveles de ansiedad y sentimientos persistentes de insatisfacción vital. Investigaciones posteriores (Feldman, 1993) confirmaron que la inteligencia, por sí sola, no predice ni el bienestar subjetivo ni la capacidad de adaptación social.
Más recientemente, estudios como el de Karpinski et al. (2018) publicado en la revista Intelligence han constatado que las personas con CI excepcionalmente alto presentan tasas más elevadas de ansiedad, depresión, alergias y enfermedades autoinmunes, lo que sugiere que una mayor capacidad de procesamiento cognitivo puede ir acompañada de vulnerabilidades emocionales y físicas. Otros trabajos (Cross & Cross, 2017) apuntan en la misma dirección: el aislamiento, el perfeccionismo extremo o la frustración existencial son más frecuentes entre individuos superdotados que entre la población general.
Estos hallazgos coinciden con la tesis del psicólogo Robert Sternberg, quien sostiene que el éxito humano depende mucho más del equilibrio entre inteligencia analítica, creativa y práctica —junto con competencias sociales y valores éticos— que de la mera potencia cognitiva. Del mismo modo, la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner insiste en que la capacidad lógico-matemática, la que suele medirse en los test de CI y en los benchmarks de IA, es solo una de muchas formas de inteligencia necesarias para vivir en sociedad.
Todo ello revela una verdad fundamental: pensar bien no basta para vivir bien. El mito de la inteligencia como medida suprema del ser humano no solo es filosóficamente pobre; es empíricamente falso. Y si olvidamos esta complejidad, corremos el riesgo de aceptar sin crítica el relato de que la IA “superará” al ser humano cuando, en realidad, solo estará imitando una parte limitada —y no necesariamente la más decisiva— de lo que somos.
Inteligencia sin propósito: el vacío de la máquina
Si en el ser humano la inteligencia, por brillante que sea, no basta para asegurar una vida plena, en las máquinas esa limitación se vuelve absoluta. El conocimiento sin dirección, el cálculo sin intención, el pensamiento sin un fin no constituyen sabiduría: son apenas potencia sin sentido. En el ser humano, esa potencia puede articularse con emociones, ética, deseo o historia personal; en la inteligencia artificial, en cambio, está inevitablemente condenada a girar en el vacío si no hay alguien que le otorgue un propósito.
Una IA puede calcular millones de escenarios bélicos, pero no decidir si una guerra es justa. Puede escribir un poema conmovedor, pero no sentir la emoción que ese poema transmite. Puede diagnosticar enfermedades con precisión, pero no acompañar a quien las padece. Puede incluso gestionar con eficiencia recursos económicos o diseñar estrategias políticas, pero no formular por sí misma la pregunta esencial: ¿para qué?
Porque la inteligencia, sin orientación, es estéril. No sirve de nada si no hay un marco de valores que le dé dirección, un sistema de fines que la justifique, una visión del mundo que la integre. Y esas son precisamente las cosas que ninguna máquina puede producir por sí misma. No tiene intereses, ni deseos, ni cuerpo, ni memoria biográfica. No conoce el miedo ni la esperanza, no tiene una historia que contar ni un futuro que imaginar. Todo lo que hace —cada decisión, cada respuesta, cada acción— depende de fines que nosotros, los humanos, le imponemos.
Este vacío teleológico es lo que diferencia de forma radical la inteligencia humana de la artificial. En el ser humano, el pensamiento está inscrito en un entramado de necesidades, emociones, narraciones y proyectos que le dan sentido. En la IA, por el contrario, la inteligencia no es más que un proceso operativo: formidable en su capacidad, pero incapaz de dotarse de propósito. Y precisamente por esa carencia constitutiva, la inteligencia artificial no puede ser nunca un sujeto ni un fin en sí misma. Es —y solo puede ser— un instrumento: un medio creado por nosotros para servir a nuestros fines, una herramienta que amplifica nuestras capacidades, pero que carece de destino propio si no se lo damos.
Lo humano como complejidad irreductible
El reduccionismo de Altman no es nuevo. Desde el siglo XIX, buena parte del pensamiento técnico ha intentado medir al ser humano con parámetros que las máquinas pueden imitar: primero la fuerza física, luego la memoria, ahora la inteligencia. Cada vez que cedemos a esa tentación, olvidamos que nuestro valor no reside en competir con la máquina en su terreno, sino en desplegar todo aquello que la máquina no puede ser.
La empatía, la creatividad, el juicio moral, la cooperación social, la imaginación política o el deseo de justicia no son simples “capacidades complementarias”: son el núcleo mismo de la vida humana. Y cuanto más poderoso sea el instrumental tecnológico, más decisivo será el papel de estas cualidades. En un mundo saturado de información, quien sabrá qué hacer con ella será mucho más valioso que quien pueda producirla.
A esta confusión contribuye, además, una pulsión muy humana: la de reificar nuestros propios productos, tratarlos como si fueran entidades independientes, con vida y voluntad propias. Desde el lenguaje hasta el dinero, desde el Estado hasta la ciencia, gran parte de lo que hemos construido colectivamente acaba adquiriendo en nuestra mente una existencia autónoma. Olvidamos que son, en realidad, instrumentos: prolongaciones de nuestro cuerpo, de nuestra inteligencia o de nuestra organización social, tan herramientas como un palo o una piedra. La inteligencia artificial no escapa a esta lógica: es un artefacto sofisticado, sí, pero sigue siendo eso, un artefacto. Cuando lo convertimos en un sujeto —cuando hablamos de “lo que decide” o “lo que quiere” la IA— no estamos describiendo la realidad, sino proyectando sobre ella una fantasía muy antigua: la de que nuestras propias creaciones puedan emanciparse de nosotros.
El “fantasma en la máquina” sigue siendo humano
La afirmación de Altman se equivoca en lo esencial: puede que un niño nacido hoy nunca supere a la IA en velocidad de cálculo o en volumen de conocimiento, pero seguirá poseyendo algo que ninguna máquina tendrá jamás: la capacidad de convertir inteligencia en sentido. Somos nosotros quienes decidimos qué preguntas vale la pena responder, qué fines perseguir, qué mundo construir con la herramienta que tenemos entre manos.
La inteligencia artificial no es un rival ontológico, sino un instrumento extraordinario. Y como cualquier instrumento, su valor depende de la mano que la guía. El “fantasma en la máquina”, el principio que le da propósito, sigue siendo humano. Lo verdaderamente escalofriante no es que la IA piense más rápido que nosotros, sino que olvidemos que pensar nunca fue lo más importante que sabíamos hacer.
Comentarios
Publicar un comentario