De la promesa meritocrática al abismo: el colapso de la paz social (y V)

 


Esta entrega retoma el hilo donde lo dejamos: tras la victoria neoliberal —ruptura del pacto fordista, derrota sindical, privatización de lo público y reprogramación individualista— el sistema no se estabilizó, sino que profundizó esas dinámicas.
Durante los noventa y la primera década de los 2000 el neoliberalismo sostuvo un equilibrio frágil con crédito barato y consumo aspiracional: la deuda de los hogares en EE. UU. pasó del 45 % al 98 % del PIB entre 1980 y 2007, mientras los salarios reales se estancaban. Pero la crisis financiera global de 2008 rompió esa ilusión: reveló que la prosperidad era deuda y que la base material de la paz social se había evaporado.
A partir de entonces, sin contrapesos geopolíticos ni sindicales, el neoliberalismo consolidó un estatus quo desmovilizado e individualizado, mientras avanzaba en la confiscación de renta salarial, la precarización masiva y el asalto sistemático a lo público.


1. Deterioro económico: de la tregua fordista a la precariedad estructural

La crisis de 2008 marcó un punto de inflexión. El modelo neoliberal, que durante dos décadas había sostenido estabilidad aparente mediante desregulación y crédito fácil, mostró su fragilidad: el PIB mundial cayó un 2,1 % en 2009 —la mayor contracción desde la Segunda Guerra—; el desempleo superó el 10 % en EE. UU. y la zona euro, y millones perdieron empleo y vivienda.

Lejos de corregir el modelo, las élites aplicaron una nueva vuelta de tuerca: rescates masivos a la banca, socialización de pérdidas privadas y programas de austeridad que recortaron gasto público y debilitaron servicios sociales para “restaurar la confianza de los mercados”.
En la UE, la deuda pública pasó del 66 % del PIB en 2007 al 85 % en 2012; en Grecia superó el 180 %. Los memorandos de la troika obligaron a recortar hasta un 40 % las pensiones y a reducir el gasto sanitario un 25 % en plena recesión. El mensaje fue claro: la estabilidad financiera prevalecía sobre el bienestar ciudadano.

En paralelo se consolidó la financiarización: en EE. UU. los beneficios financieros representaban el 10 % del total corporativo en 1980 y más del 30 % en 2007; el crédito al sector privado en la OCDE superó el 200 % del PIB.
Como documenta Thomas Piketty, la participación salarial en la renta nacional cayó del 70 % en 1975 al 58 % en 2015, mientras el capital recuperó posiciones históricas.

El Estado social, ya debilitado por décadas de rebajas fiscales, perdió capacidad para sostener el nivel de vida de las mayorías: en España el gasto sanitario público cayó un 13 % real entre 2009 y 2013; en Reino Unido la austeridad recortó más de 30 000 millones de libras en servicios sociales.
La austeridad no resolvió la crisis: instauró un ajuste permanente que convirtió el bienestar en gasto sospechoso y a los ciudadanos en clientes endeudados.

De este proceso emergieron dos figuras centrales:

  • Precariado estructural (Guy Standing): hoy cerca del 30 % de la fuerza laboral europea está en empleo temporal o a tiempo parcial involuntario; millones son falsos autónomos o trabajan en plataformas sin derechos.

  • Clase media descendente: en la OCDE el ingreso medio real apenas creció un 0,3 % anual desde 2008; la deuda de los hogares superó el 100 % del ingreso disponible en varios países.

La paz social basada en empleo estable y ciudadanía material quedó definitivamente atrás. Desde 2008 el neoliberalismo gobierna como régimen de austeridad permanente y precarización, capaz de atravesar crisis profundas sin restaurar la redistribución que sustentó el orden fordista.


2. De la desmovilización al retorno del malestar

Durante las décadas de triunfo neoliberal, la degradación material se ocultó bajo un relato meritocrático y aspiracional: cada individuo debía reinventarse, formarse, emprender, “ser dueño de su destino”. La precariedad se presentaba como libertad; el fracaso, como culpa personal.

El sindicalismo perdió prestigio y poder: la tasa de afiliación en la OCDE cayó del 33 % en 1975 al 16 % en 2019. La identidad de clase fue sustituida por la del individuo-empresa. Como señala Wendy Brown, el neoliberalismo “convierte a los ciudadanos en empresarios de sí mismos” y reduce la democracia a gestión tecnocrática de mercados.

Pero esa desmovilización tiene límites. Cuando la realidad —salarios estancados, vivienda inaccesible, servicios degradados— se desvincula del discurso, surgen fisuras:

  • Protestas laborales fragmentadas (huelgas de riders, sanitarios, docentes).

  • Revuelta urbana en barrios excluidos (Francia 2005, Reino Unido 2011).

  • Movimientos climáticos juveniles (Fridays for Future, Extinction Rebellion).

  • Populismos de derecha e izquierda.

  • Oleadas feministas y luchas por diversidad que desbordan la inclusión simbólica del “neoliberalismo progresista”.

Estas protestas rompen un hábito de larga desmovilización: ni quienes hoy se movilizan estaban socializados para la lucha colectiva, ni las élites acostumbradas a ser desafiadas. El viejo pacto implícito —trabaja, esfuérzate y prosperarás— se revela falso y emerge un malestar fragmentado sin estructuras estables.

El establishment político y mediático no responde con nuevas garantías materiales: redobla la narrativa de la “paz social” entendida como normalidad a proteger. Se pide que, si se protesta, sea “sin molestar”. Bloqueos y huelgas se catalogan como radicalismo y se criminaliza cualquier interrupción del flujo económico.


3. Populismos y nuevos conflictos sociales

El vaciamiento del pacto social alimenta una crisis de representación.
Los viejos partidos socialdemócratas y conservadores se han convertido en gestores de un orden que ya no promete ascenso social. Su acción se limita a administrar austeridad y crisis sin tocar las estructuras de precarización.

El vacío lo ocupan populismos:

  • Derecha: Trump, Le Pen, Vox, Meloni, que canalizan frustración hacia identidades nacionales y prometen restaurar un pasado idealizado.

  • Izquierda: Podemos, Syriza, Sanders, que intentan reabrir debates redistributivos pero chocan con la hegemonía neoliberal.

Como advierte Nancy Fraser, el neoliberalismo progresista —diversidad simbólica sin igualdad material— está agotado. El resultado es un bloqueo estructural: élites sin soluciones materiales; movimientos sin fuerza para arrastrar mayorías socializadas en el individualismo.

El conflicto climático ilustra este patrón: Fridays for Future y Extinction Rebellion interrumpen la normalidad para denunciar un modelo destructivo, pero reciben criminalización y discursos de orden público que protegen la máquina económica.


4. El retorno duro del “orden público”

Ante el malestar creciente, el sistema pasó de una respuesta blanda —relatos meritocráticos y paz social como normalidad— a una capa dura de control:

  • Leyes restrictivas: “antiterroristas” contra piquetes y bloqueos; leyes mordaza en España y Francia.

  • Vigilancia digital: seguimiento de redes y reconocimiento facial en protestas.

  • Criminalización de huelgas en sectores clave, redefinidas como amenaza a la estabilidad económica.

Mensaje implícito: se puede protestar, pero sin interrumpir el flujo de mercancías y capital.
La paz social ya no es equilibrio negociado sino mecanismo disciplinario para blindar la máquina económica.

Como apuntó Mark Fisher, vivimos un realismo capitalista: es más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo. El gobierno actual no redistribuye: blinda el orden con relato y control.


5. Conclusión: la paz social agotada

La paz social de la posguerra nunca fue natural ni entre iguales: fue una tregua comprada con miedo, prosperidad excepcional y propaganda.
Cuando el crecimiento se agotó en los setenta y el bloque soviético cayó, el neoliberalismo dejó de temer perder legitimidad: recuperó renta, debilitó sindicatos, privatizó lo público y reprogramó al individuo como empresario de sí mismo.
Ya no hubo que comprar lealtad con bienestar: bastaron crédito, consumo aspiracional y control cultural.

El resultado es una paz social zombi: mantiene lenguaje de clase media y progreso, pero perdió sustancia material.
Se sostiene en deuda (hogares >100 % ingreso disponible en muchos países), precariedad y meritocracia ficticia mientras el capital concentra riqueza sin miedo a alternativas.
Cada vez menos gente cree en la movilidad individual: las nuevas generaciones y las clases medias descendentes miran el abismo del conflicto estructural tras el cielo protector de la estabilidad.

Como escribió Paul Bowles en El cielo protector:

“Debemos esperar que el cielo nos proteja, pero el cielo es sólo un techo azul que oculta la infinita negrura del espacio”.

Así funcionó la paz social: un cielo protector que ocultaba la lucha de clases que hoy vuelve a asomar.

Cuando quienes protestan miran más allá de ese cielo resquebrajado descubren que, bajo la retórica de igualdad y ciudadanía, la democracia liberal sigue guardando el ADN de su origen: un club privado de élites, que solo abrió sus puertas bajo presión y que, sin miedo ni obligación de compartir renta, vuelve a mostrar sus límites.

La brecha entre relato y realidad crece: generaciones que confiaron en seguridad y ascenso social ven derrumbarse sus garantías; nuevas capas precarizadas comprueban que la promesa meritocrática era un espejismo.
El malestar se hace difuso pero persistente; la legitimidad democrática se erosiona cuando el sistema ya no ofrece prosperidad y solo exige obediencia.

La serie que aquí termina ha querido desenterrar esta genealogía: mostrar que lo que llamamos paz social no fue nunca un equilibrio natural, sino una tregua frágil y reversible. Comprender su historia es clave para imaginar otras formas de democracia y justicia social que no dependan de concesiones efímeras de una élite que siempre se supo propietaria del club.

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