Fin del ciclo: la financiarización como prólogo de un nuevo capitalismo


El dinero ya no necesita fábricas, ni trabajadores, ni productos: basta con sí mismo. La financiarización ha convertido a la economía en un juego autorreferencial que se alimenta de expectativas, algoritmos y apuestas sucesivas sobre el riesgo. Pero cuanto más huye de la realidad, más depende de ella. Y en esa contradicción late una amenaza mayor: la de un capitalismo que socava sus propias bases mientras prepara el terreno para su próxima mutación.

Durante buena parte de la historia contemporánea, el capitalismo se legitimó por su capacidad de transformar inversión en producción, trabajo en innovación y tecnología en bienestar. La banca y los mercados financieros eran piezas esenciales de ese engranaje: su función consistía en canalizar el ahorro hacia la inversión productiva, financiar empresas, construir infraestructuras, generar empleo y sostener el crecimiento material. El crédito, en ese contexto, no era un fin en sí mismo, sino el instrumento que hacía posible que la economía creciera sobre bases reales.

Hoy, sin embargo, esa relación se ha invertido. La economía financiera ha dejado de ser un medio al servicio de la producción para convertirse en un fin autónomo, con sus propias reglas y sus propios objetivos. Su tamaño, complejidad e influencia política han alcanzado dimensiones sin precedentes: según el Banco de Pagos Internacionales (BIS), el volumen nocional de derivados financieros supera los 600 billones de dólares —es decir, la suma de los principales de referencia—, mientras que el valor de mercado y la exposición efectiva representan solo una fracción de esa cifra (del orden de unos pocos puntos porcentuales); aun así, la escala del nocional ilustra la magnitud del sistema. Los mercados globales de deuda rozan los 135 billones de dólares, y las operaciones de alta frecuencia ejecutan millones de transacciones en milisegundos sin relación directa con la creación de bienes o servicios..

Ese universo ha desarrollado la pretensión de bastarse a sí mismo: una especie de utopía virtual del capital que aspira a existir sin fábricas, sin trabajadores, sin materias primas, sin producción; que solo necesita la economía real como pretexto, como coartada para justificarse y como base mínima sobre la que seguir multiplicándose. Pero esa aspiración es ilusoria. Por más que se presente como un sistema autorreferencial y autosuficiente, la economía financiera sigue dependiendo —más que nunca— de la realidad material: necesita producción, salarios, demanda e ingresos fiscales. Y, sin embargo, trata todo ello como algo secundario, algo que hay que mantener vivo no para fortalecerlo, sino para legitimar su expansión. Esa dependencia, negada y al mismo tiempo indispensable, es su paradoja más profunda: necesita aquello que desprecia y debilita aquello de lo que vive.


La pulsión de independencia: cuando el dinero quiere vivir sin el mundo

La “utopía virtual” de la que hablábamos en la introducción no es una metáfora retórica: es el corazón mismo de la lógica financiera contemporánea. Una vez que el capital descubre que puede multiplicarse sobre sí mismo sin depender directamente de la producción material, su tendencia natural es intentar reducir al mínimo su exposición al mundo real. No se trata de un capricho ideológico, sino de un cálculo económico: la economía productiva implica riesgos, costes y límites que la especulación puede sortear.

Producir bienes o servicios exige plazos largos, inversiones cuantiosas, salarios, materias primas y una demanda final que nunca está garantizada. Depende de factores imprevisibles —el precio de la energía, el ciclo del consumo, la estabilidad política o las decisiones regulatorias— que pueden erosionar márgenes y reducir beneficios. En cambio, las operaciones financieras permiten obtener rendimientos en plazos mucho más breves y con riesgos que, al menos en apariencia, son más fáciles de gestionar. Como explica Costas Lapavitsas, “el capital busca emanciparse de las limitaciones físicas de la producción porque fuera de ellas la rentabilidad es mayor y el horizonte de beneficios más predecible” (Profiting Without Producing, 2013).

Esta lógica responde, en última instancia, a la dinámica descrita por Karl Marx en el Libro I de El Capital: el impulso del capital a convertirse en “valor que se valoriza a sí mismo”, a desplegar su capacidad de reproducción sin necesidad de pasar por el circuito del trabajo, la mercancía y el consumo. Cuanto más abstracto y autónomo sea el producto financiero, más rápido puede circular y más alto puede ser el margen de beneficio. La especulación realiza, así, la aspiración más profunda del capital: crecer sin producir.

Los Credit Default Swaps (CDS), originalmente diseñados como herramienta de cobertura de riesgo, ilustran bien esta lógica. Permiten especular con el riesgo de impago de una deuda sin necesidad de poseerla, generando beneficios no a partir de una actividad económica concreta, sino de la evolución de expectativas en el mercado. Lo mismo ocurre con los derivados sintéticos creados a partir de hipotecas subprime, o con el trading algorítmico de alta frecuencia, donde enormes sumas de dinero se mueven en milisegundos buscando microdiferencias de precio sin relación directa con el valor de las empresas subyacentes.

En todos estos casos, la tendencia es idéntica: alejarse de la producción reduce la exposición a variables incontrolables —el coste del trabajo, la inflación, la competencia, la demanda— y, al mismo tiempo, eleva el techo potencial de rentabilidad. La economía financiera se convierte así en un espacio que no solo quiere emanciparse del trabajo, la fábrica o el tiempo, sino también escapar de las incertidumbres inherentes a toda actividad productiva.

Sin embargo, incluso en este mundo aparentemente autónomo, la independencia nunca es completa. Los CDS no tendrían sentido sin deudas reales; los derivados colapsan si las hipotecas dejan de pagarse; el trading necesita mercados con empresas que generen beneficios. La utopía financiera se construye sobre la ilusión de que puede vivir sin la economía real, pero su rentabilidad sigue dependiendo, aunque sea de forma indirecta, de lo que ocurre en ella. La paradoja es que el capital busca huir del mundo del que obtiene su valor.


Dependencia estructural: la economía real como anclaje y coartada

Por más abstracto y sofisticado que sea un producto financiero, por más capas de ingeniería que lo separen del mundo material, su valor último depende siempre de que exista una base real que lo sostenga. Un bono solo tiene sentido si hay un Estado capaz de recaudar impuestos y pagarlo; una acción solo vale si la empresa subyacente produce bienes o servicios y genera beneficios; una hipoteca solo puede cobrarse si los hogares tienen ingresos con los que atender sus cuotas. Sin ese tejido productivo y social, los activos financieros pierden sentido: el dinero se convierte en un número sin respaldo y los mercados se desploman.

Este vínculo es tan evidente que suele quedar oculto, como el proverbial “elefante en la habitación”. Los mercados financieros se presentan a sí mismos como sistemas autónomos que generan valor por su propia dinámica interna, pero en realidad dependen de procesos que ocurren fuera de ellos y que no pueden controlar. Costas Lapavitsas lo explica con precisión en Profiting Without Producing (2013): el capital financiero puede multiplicarse en un circuito propio, pero no puede crear por sí mismo el valor que captura. Lo que hace es apropiarse de valor generado en otras esferas —el trabajo asalariado, la producción de bienes, la extracción de recursos, la recaudación fiscal— y transformarlo en beneficio financiero.

Giovanni Arrighi mostró en The Long Twentieth Century (1994) que esta dependencia no es coyuntural, sino estructural y repetitiva. Cada gran ciclo de expansión financiera en la historia del capitalismo —desde las bancas genovesas del siglo XVI hasta la hegemonía británica del siglo XIX o la estadounidense del XX— ha terminado topando con el mismo límite: sin un nuevo anclaje productivo que lo sostenga, el ciclo especulativo se agota. En otras palabras, el capital puede flotar durante un tiempo sobre sí mismo, pero tarde o temprano necesita volver a posar los pies en el terreno de la producción.

La economía real cumple además otra función crucial: actúa como coartada. Los bancos y fondos no solo necesitan que exista un flujo de producción, trabajo y consumo del que extraer rentas; también necesitan justificar su poder político y su posición social. Por eso se presentan como motores de innovación, vivienda o emprendimiento. Ahora bien, si miramos los balances bancarios de la UE con el prisma correcto, lo que vemos es que los préstamos a empresas no financieras —la parte del crédito más directamente vinculada a la inversión productiva— suponen en torno al 22 % de los activos totales, mientras que los préstamos a hogares rondan el 25 % (principalmente hipotecas), según los últimos informes de evaluación de riesgos de la EBA. El resto del balance se compone de deuda soberana y privada, efectivo, posiciones con otras entidades financieras, derivados y otros activos. ebprstaewspublic01.blob.core.windows.net+1 

Como se explicó en otro artículo de este blog, esa aportación resulta coyunturalmente insuficiente para sostener la transformación productiva que las economías requieren; en la práctica, opera como lo mínimo necesario para reivindicar una función social y blindar la legitimidad del sistema ante gobiernos y opinión pública.

Este es el núcleo de la paradoja: la economía real es al mismo tiempo anclaje y excusa. Sin ella, el sistema financiero no podría sobrevivir, pero tampoco tiene interés en fortalecerla más allá de lo necesario. La mantiene viva en estado de debilidad —lo suficiente para sostener sus balances y justificar su existencia— mientras sigue expandiendo un circuito de acumulación que opera de espaldas a la producción. Como un parásito que necesita que su huésped no muera pero tampoco se haga demasiado fuerte, el capital financiero extrae su energía de un cuerpo económico al que no deja desarrollarse plenamente.


El coste oculto: cómo la financiarización dificulta la producción

La relación no es recíproca. Aunque las finanzas dependen de la economía real (ingresos salariales, beneficios, recaudación fiscal), la mayor parte del dinero que se genera en el circuito financiero se queda dentro de él: se recicla en operaciones entre activos (derivados, arbitrajes, recompras de acciones), sin transformarse en inversión nueva, empleo o capacidad productiva. El resultado es escasez crónica de financiación para lo que más falta hace —transición energética, I+D, reindustrialización—, una escasez que no es coyuntural, sino estructural, como vienen señalando la OCDE y el BEI para las PYMEs y la inversión de transformación en Europa. OECD+2Banco Europeo de Inversiones+2

Este dominio por tanto no es neutral: perjudica activamente la economía real. Lo hace de múltiples formas interconectadas que cambian las reglas del juego para producir valor.

1) Asfixia del crédito productivo.
El capital fluye hacia donde hay rentabilidad rápida y riesgo bajo: deuda soberana líquida, productos estructurados, derivados… y se retrae del préstamo a PYMEs y de los proyectos largos e inciertos. La OCDE constata que, tras el endurecimiento financiero, las PYMEs han afrontado condiciones más estrictas y un acceso al crédito limitado; el BEI documenta que mantener la inversión en transformación verde y digital “se hace más difícil” para las empresas europeas incluso cuando más la necesitan. OECD+2Banco Europeo de Inversiones+2

2) Cortoplacismo empresarial (beneficio financiero vs. inversión).

Las grandes empresas cotizadas priorizan cada vez más la remuneración de los accionistas sobre la inversión productiva a largo plazo. Un estudio clásico de William Lazonick, publicado por el Institute for New Economic Thinking, analizó el comportamiento de 449 compañías del S&P 500 entre 2003 y 2012 y concluyó que el 91 % de sus beneficios se destinó a recompras de acciones (54 %) y dividendos (37 %), dejando solo un 9 % para inversión en innovación, salarios o expansión de capacidad productiva.

Aunque este estudio se refiere a un periodo concreto y a las mayores empresas estadounidenses —no al conjunto de la economía global—, su conclusión sigue siendo relevante: la prioridad por el retorno financiero a corto plazo se ha consolidado como un patrón estructural que disciplina las decisiones empresariales y desvía recursos de la economía real.

Es cierto que existe debate académico sobre si las recompras son siempre “extractivas”: algunos economistas sostienen que pueden ser eficientes si la empresa carece de proyectos rentables. Sin embargo, incluso aceptando ese matiz, la magnitud de los pagos a accionistas revela un sesgo sistemático hacia la valorización financiera inmediata en detrimento de la inversión productiva, la innovación y el empleo

3) Distorsión de precios y costes de factores.
La financiarización de activos estratégicos encarece insumos clave para producir (vivienda/suelo, energía, logística). En los países OCDE, el precio real de la vivienda subió en torno a +37 % en la última década, y los precios relativos frente a ingresos aumentaron +16 %, encareciendo localización y costes de operación para empresas y trabajadores. IMF

4) Desplazamiento de talento y recursos.
La prima salarial y de estatus del sector financiero aspira talento cualificado (matemáticos, ingenieros) desde sectores productivos hacia actividades especulativas. Philippon & Reshef han documentado el premio salarial y de cualificación del sector financiero (EE. UU.) y su aumento tras la desregulación; evidencia internacional posterior confirma el patrón: el sector financiero paga por encima y absorbe capital humano que podría estar elevando productividad en la economía real. Stern School of Business+1

5) Debilitamiento de la demanda agregada.
La financiarización concentra renta y riqueza, elevando la desigualdad y reduciendo el consumo de los grupos con mayor propensión a gastar. Eso estrecha los mercados para bienes y servicios y desincentiva la inversión productiva. El FMI ha mostrado empíricamente que más desigualdad se asocia a menor crecimiento y menor duración de los episodios de crecimiento; es decir, un entorno peor para proyectos reales de largo plazo. IMF+1

6) Efecto de “circuito cerrado” del dinero.
Recompras, derivados y arbitrajes reciclan liquidez dentro del sistema financiero en vez de irrigar la economía real. El BEI y la OCDE llevan años señalando que, pese a abundancia de liquidez macro, la inversión con horizonte largo (innovación, descarbonización, escalado industrial) no encuentra financiación privada suficiente en proporción al reto. Es la coartada mínima: llega algo de crédito, pero no lo suficiente para transformar la base productiva. Banco Europeo de Inversiones+2Banco Europeo de Inversiones+2

7) Desplazamiento hacia la banca en la sombra (más opacidad, más fragilidad).
Parte del crédito se ha trasladado a intermediarios no bancarios (fondos, private credit, aseguradoras), donde la regulación es más laxa y los riesgos de liquidez pueden retroalimentar tensiones en bancos y mercados. Reguladores europeos y el FMI han advertido de esta interconexión y de su capacidad de amplificar shocks sistémicos. Financial Times+1


La conclusión es obvia. Cuando el dinero gira sobre sí mismo y apenas sale del circuito financiero, producir se vuelve más caro, más arriesgado y menos rentable. La financiarización no solo desvía recursos: debilita activamente la base material de la que depende, manteniendo una falta de financiación “coyuntural” permanente para fines productivos. Esa insuficiencia —como ya se expuso en este blog— no es un accidente del ciclo: es el rasgo estructural de un modelo que usa a la economía real solo como coartada y anclaje mínimo..


El capitalismo sin motor: cuando el sistema mina sus propias bases

El capitalismo se legitimó históricamente por su capacidad de generar crecimiento material. Pero un sistema que privilegia la especulación sobre la producción pierde esa legitimidad. Y lo que es más grave: socava las condiciones que lo hacen posible.

La paradoja es que la rentabilidad financiera depende, en última instancia, de que la economía real siga funcionando: de que haya impuestos para pagar deuda, salarios para pagar préstamos y crecimiento para sostener valoraciones bursátiles. Pero cuanto más se expande el circuito financiero, más obstaculiza ese crecimiento y esa necesaria rentabilidad.

Esta dinámica no es nueva: forma parte del patrón histórico de las crisis cíclicas del capitalismo. Desde finales del siglo XIX, cada vez que la rentabilidad del capital productivo ha entrado en declive —ya sea por saturación de mercados, aumento de costes laborales o competencia global—, el capital ha buscado refugio en las finanzas. Ese movimiento, descrito por Giovanni Arrighi como la “secuencia financiera” del ciclo sistémico, suele ofrecer en un primer momento márgenes más altos y liquidez inmediata. La financiarización aparece así como una solución temporal al problema de la rentabilidad decreciente.

Pero la historia muestra que esa solución contiene el germen de un nuevo problema. Cuanto más se prolonga la fase financiera, más recursos se desvían de la inversión productiva, más se contrae la demanda y más se debilita la base material sobre la que descansa la acumulación. Lo que nació como salida termina agravando la causa original: la falta de rentabilidad en la economía real. En palabras de Robert Brenner, el capitalismo entra en una “trampa de rentabilidad” donde cada intento de escapar de la producción la hace menos rentable, alimentando el ciclo de estancamiento.

David Harvey lo plantea con crudeza en The Enigma of Capital (2010): “El capital no puede vivir sin el trabajo, pero tiende constantemente a destruir la base sobre la que vive”. Nancy Fraser, en Cannibal Capitalism (2022), habla de un sistema “que devora sus propias condiciones de existencia”. Wolfgang Streeck, por su parte, describe un capitalismo atrapado en el “largo estancamiento”: crecimiento anémico, productividad plana, deuda creciente y burbujas recurrentes.

En este contexto, la financiarización deja de ser un síntoma para convertirse en un mecanismo endógeno de crisis. Al dificultar la creación de valor real, erosiona la base sobre la que se construye toda acumulación. Si esta tendencia continúa, el capitalismo puede acabar en un callejón sin salida: cada intento de sostener la rentabilidad desplazándola a las finanzas socava un poco más la base productiva necesaria para sostenerla. La crisis del sistema, entonces, no vendrá de sus enemigos externos, sino de su propia incapacidad interna para producir aquello de lo que vive.

El precedente histórico: cuando el capital huye de la producción… y cava su propia tumba

La financiarización que hoy define al capitalismo no es un fenómeno inédito. Al contrario, puede entenderse —siguiendo el marco analítico propuesto por Giovanni Arrighi en The Long Twentieth Century (1994)— como el desenlace recurrente de un patrón histórico: cada vez que la rentabilidad productiva se agota, el capital busca refugio en las finanzas. Ese movimiento, que en un primer momento proporciona beneficios extraordinarios, termina casi siempre del mismo modo: el sistema se desvincula de su base material, entra en crisis y deja paso a un nuevo ciclo bajo nuevas condiciones.

Arrighi identifica esta secuencia en la historia del capitalismo a través de una serie de transiciones hegemónicas, en las que un centro dominante declina mientras emerge otro con mayor dinamismo productivo, innovación tecnológica y capacidad política:

  • Génova (siglo XVI): tras el auge mercantil ligado a la expansión española, el capital genovés se volcó en financiar al Estado a través de la deuda. La bancarrota de la Corona en el siglo XVII arrastró consigo al sistema financiero genovés, y el liderazgo pasó a Ámsterdam.

  • Ámsterdam (siglo XVII): cuando el comercio holandés perdió rentabilidad por la competencia inglesa, el capital se desplazó al crédito internacional y a los bonos. El resultado fue la pérdida de hegemonía económica y el ascenso británico.

  • Gran Bretaña (finales del XIX): al ralentizarse su expansión industrial, Londres se transformó en el centro financiero del mundo, pero su base productiva quedó rezagada y el liderazgo global pasó a Estados Unidos.

  • Estados Unidos (desde 1970): tras el declive de la rentabilidad manufacturera, Wall Street se convirtió en el corazón del capitalismo mundial. La financiarización prolongó el ciclo, pero a costa de desigualdad, deuda crónica y crecimiento anémico.

Estos episodios —que no deben interpretarse como un determinismo mecánico, sino como una regularidad histórica recurrente dentro de este marco teórico— comparten un patrón común: caída de la rentabilidad productiva → auge financiero → estancamiento real → crisis sistémica → desplazamiento hegemónico

El caso británico: auge, financiarización y declive

El Reino Unido ofrece quizá el ejemplo más claro de este mecanismo. A mediados del siglo XIX, era el “taller del mundo”: producía más de la mitad del hierro, el carbón y los tejidos industriales del planeta. Su expansión global, basada en la industria y el comercio, parecía imparable.

Pero a partir de la década de 1870 comenzaron a aparecer señales de agotamiento. Las nuevas potencias —Alemania, Estados Unidos, Japón— competían con productos más baratos y eficientes. La tasa de beneficio industrial británica cayó en picado y el crecimiento se ralentizó. En respuesta, el capital se desplazó masivamente del sector productivo al financiero. Londres se consolidó como el centro mundial de la banca, la inversión internacional y el mercado de deuda. Entre 1870 y 1913, más del 40 % del capital británico se invertía fuera del país, principalmente en bonos extranjeros y préstamos coloniales, mucho más rentables y seguros que las fábricas.

El giro financiero proporcionó un respiro temporal: la City siguió generando enormes beneficios y el imperio británico mantuvo su influencia global durante varias décadas. Sin embargo, ese éxito ocultaba transformaciones más profundas. La industria continuó creciendo en términos absolutos, pero perdió dinamismo relativo frente a nuevos competidores —en particular, Alemania y Estados Unidos— cuyas economías industrializadas se expandían con mayor rapidez. Parte del retroceso británico fue, por tanto, un resultado natural del catch-up de potencias emergentes y del agotamiento de algunas de sus ventajas comparativas iniciales. 

Aun así, la combinación de factores —entre ellos el creciente sesgo del capital hacia las finanzas, la caída de la inversión en innovación, el proteccionismo de rivales y las tensiones geopolíticas— redujo significativamente el peso industrial del Reino Unido en la economía global: su cuota pasó de alrededor del 32 % de la producción industrial mundial en 1870 a cerca del 14 % en 1913. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, la economía británica dependía cada vez más de las rentas financieras y de los ingresos coloniales para sostener su posición internacional.

La crisis llegó en el periodo de entreguerras. La Primera Guerra Mundial devastó las finanzas británicas y rompió el sistema del patrón oro. El endeudamiento del Estado se disparó y la City perdió su hegemonía frente a Nueva York. La Segunda Guerra Mundial completó el declive: Estados Unidos emergió como nueva potencia industrial y financiera, y el liderazgo global cambió de manos. La financiarización había prolongado el ciclo británico, pero también había contribuido a minar las bases materiales que lo sostenían.

La salida del ciclo: un nuevo centro y un nuevo modelo

En todos los casos, la fase financiera no fue el final del capitalismo, sino la señal de que un modelo histórico había agotado su capacidad de reproducirse a sí mismo. La solución siempre llegó de la mano de una nueva potencia imperial con una base productiva más dinámica, un mercado interno más amplio y una capacidad tecnológica superior:

  • El declive genovés abrió paso a la hegemonía holandesa, con un capitalismo basado en el comercio global y la expansión colonial directa.

  • El agotamiento holandés dio lugar al capitalismo industrial británico, impulsado por la revolución tecnológica y la acumulación fabril.

  • El ocaso británico dio paso al modelo fordista estadounidense, basado en la producción en masa, el consumo interno y la hegemonía del dólar.

Este patrón sugiere que la financiarización es siempre el preludio de una transición sistémica. Cuando la rentabilidad productiva deja de sostenerse, el capital se refugia en las finanzas; cuando las finanzas ya no pueden sostener el sistema, surge una nueva potencia que redefine el modelo de acumulación. En ese sentido, la cuestión histórica que se abre hoy no es si el capitalismo sobrevivirá, sino qué forma adoptará cuando el ciclo financiero estadounidense llegue a su límite —y si esa transición será ordenada o traumática.

Conclusión – El Ave Fénix del capitalismo

Durante siglos, el capitalismo ha demostrado una extraordinaria capacidad para reinventarse. Cada vez que ha llevado sus contradicciones al límite, no ha desaparecido: ha estallado, ha mutado y ha vuelto a levantarse sobre las ruinas de su forma anterior. La financiarización actual no parece ser la excepción, sino la última iteración de ese ciclo.

La lógica interna del sistema tiende a lo mismo una y otra vez. Cuando la rentabilidad de la producción disminuye, el capital huye hacia las finanzas en busca de retornos más altos. Esa huida prolonga el ciclo durante un tiempo, pero termina debilitando la base productiva y generando crisis. Y en el punto en que la economía real ya no puede sostener la pirámide financiera, el sistema se ve forzado a transformarse. Ningún intento histórico por “reconectar” las finanzas con la producción ha logrado invertir esa dinámica: el desenlace no ha sido la reforma desde dentro, sino la irrupción de un nuevo orden desde fuera.

Así ocurrió con el capitalismo genovés, que se hundió tras la bancarrota de la monarquía hispánica; con el holandés, que cedió ante la pujanza británica; con el británico, que entregó el liderazgo al modelo industrial estadounidense. Y así podría ocurrir con el capitalismo financiarizado actual: no porque lo destruyan sus enemigos externos, sino porque su propia lógica lo conduce a minar las condiciones que lo sostienen.

El capitalismo es, en ese sentido, un Ave Fénix histórico. Arde en su propio fuego, consumido por las contradicciones que genera, pero siempre encuentra la forma de resurgir en un nuevo cuerpo: con otro centro geopolítico, otras instituciones, otras tecnologías, otra relación entre Estado, mercado y trabajo. Cada colapso es también una recomposición.

La cuestión decisiva, por tanto, no es cómo evitar la crisis —porque probablemente ya es inevitable—, sino qué nacerá de sus cenizas. El ciclo dominado por el dólar, Wall Street y la financiarización global muestra signos de agotamiento. El próximo podría surgir en torno a un capitalismo de Estado con centro en Asia, a un bloque multipolar que combine soberanías regionales, o a un modelo productivo reorganizado en torno a la transición ecológica y la automatización. Lo único seguro es que no será un simple “retorno” al pasado, ni una reconexión suave de las finanzas con la economía real.

Porque si la historia del capitalismo enseña algo, es esto: no retrocede, muta. Y en cada mutación deja atrás un mundo, con sus instituciones, sus jerarquías y sus certidumbres, para construir otro nuevo sobre las cenizas del anterior.


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