Aliado o cliente - Ucrania: la guerra por delegación (IV)


Ucrania ya no es solo un campo de batalla: es el espejo donde se refleja la nueva jerarquía occidental. Estados Unidos dirige, Europa financia, y nadie sabe qué significa “victoria”. Bajo la retórica de la solidaridad atlántica, la guerra ha consolidado una relación de poder en la que el viejo continente paga el precio de una estrategia ajena.


Han pasado casi tres años desde la invasión rusa.
Ucrania ha perdido ~20% de su territorio, cientos de miles de bajas y la mitad de su población —entre muertos, refugiados y desplazados—.
Rusia controla el ritmo de la guerra de desgaste.
Y Europa, que en febrero de 2022 prometió apoyo “mientras sea necesario”, descubre que “necesario” significa indefinido, “apoyo” significa cheques en blanco, y “victoria” nunca fue definida por quien controla el marco estratégico.


De la ayuda al control

La guerra de Ucrania ha consolidado una asimetría funcional: Washington conserva el control político–estratégico del marco —el ritmo de entregas, los tipos de armamento, las líneas rojas de escalada y los tiempos de negociación—, mientras traslada a Europa la mayor parte de los costes económicos, sociales e industriales.

Esa asimetría no se traduce solo en diferencias de gasto, sino en quién decide cuándo una guerra continúa o termina.

No se trata de una evolución accidental, sino de un diseño deliberado que reproduce el patrón histórico estadounidense: controlar la estrategia, monetizar la crisis y transferir los costes.

Las señales son nítidas.
Por un lado, la ayuda estadounidense ha quedado condicionada al ciclo político interno, con bloqueos y dilaciones en el Congreso que han dejado a Kiev durante meses sin munición ni equipos, minando la previsibilidad estratégica del apoyo.
Por otro, los datos de seguimiento independiente muestran que Europa ya es, en conjunto, el principal sostén de Kiev, tanto en volumen de compromisos como —cada vez más— en apoyo militar directo, mientras EE. UU. desacopla parte de su contribución o la reconvierte en ventas facilitadas a través de la OTAN.

Además, la naturaleza de la ayuda estadounidense ha mutado silenciosamente: cada vez más se articula como préstamos o ventas facilitadas en vez de donaciones directas, mientras que la ayuda europea sigue siendo mayoritariamente a fondo perdido.
Washington convierte gradualmente su “apoyo” en futura deuda ucraniana cobrable, mientras Europa regala.
El modelo no es nuevo: es el mismo que aplicó con el Plan Marshall, donde la “generosidad” acabó siendo préstamos que consolidaron dependencia económica durante décadas.


Europa paga la guerra

Esa transferencia de carga no es improvisación: es política.

Cuando en 2022 Macron intentó mantener canales diplomáticos con Moscú o cuando Scholz retrasó el envío de tanques Leopard para no escalar el conflicto, la presión de Washington y de la prensa atlantista fue inmediata y brutal.
Se les acusó de “apaciguamiento”, “cobardía” y “traición a Ucrania”.

Pero cuando entre octubre de 2023 y abril de 2024 EE. UU. bloqueó su propia ayuda en el Congreso durante seis meses, dejando a Kiev sin munición crítica en plena ofensiva rusa sobre Avdiivka, no hubo titulares similares.
Durante ese período, los soldados ucranianos racionaban proyectiles —de 5–6 disparos diarios cayeron a 1–2—, mientras los medios europeos guardaban silencio sobre quién les había dejado sin munición.

La lección fue clara: Europa no tiene margen para dudar, pero Washington sí tiene margen para retirarse cuando le conviene.

El resultado económico y social de esa dinámica ya es visible:

  • Según el Kiel Institute (2024), Europa ha comprometido ~€140 000 millones frente a ~€75 000 millones de EE. UU. en ayuda bilateral total.

  • Más revelador aún: en la ayuda ejecutada (no solo compromisos), la proporción europea es todavía mayor.

  • Coste energético: Europa perdió ~€800 000 millones en 2022–2023 por el choque energético (FMI, WEO 2023), mientras EE. UU. multiplicó por 3–4 sus exportaciones de GNL a precios máximos.

  • Más de 6 millones de refugiados ucranianos acogidos bajo protección temporal en Europa, frente a ~200 000 admitidos en EE. UU.: un coste social masivo invisible en las cuentas militares.

  • Presión presupuestaria sostenida que obliga a recortes en sanidad, educación y transición verde.

  • Pérdida de competitividad industrial por el choque energético y los cuellos de botella en producción de munición, defensa aérea y reposición de equipos.

A esto se suma la destrucción física de la alternativa energética.
El sabotaje de Nord Stream (septiembre 2022) no solo fue un ataque contra infraestructura europea crítica, sino la eliminación deliberada de la opción de retorno a la normalidad energética con Rusia.
Con el gasoducto destruido, Alemania no puede “tentar” un acuerdo, incluso si la presión social interna se vuelve insostenible.

Lo más revelador no es quién lo hizo, sino quién se benefició:
Europa perdió energía barata y palanca negociadora; Rusia perdió su cliente principal; Estados Unidos multiplicó exportaciones de GNL a precios 4–5 veces superiores al gas ruso pre-guerra.
Y la investigación internacional sobre el mayor acto de sabotaje industrial en décadas... permanece en silencio sepulcral.
Europa ha normalizado que su infraestructura crítica sea destruible sin consecuencias, siempre que el destructor controle la narrativa.

Europa también asume el coste reputacional del mayor expolio financiero de la historia reciente: la congelación de ~€300 000 millones en reservas rusas del Banco Central.
Esta medida, sin precedentes contra un Estado con arsenal nuclear, fue vendida como “sanciones” pero constituye confiscación de activos soberanos.
El mensaje a cualquier país no occidental es nítido: “tus reservas en euros no son tuyas si Bruselas decide lo contrario.”

Europa destruyó en meses la credibilidad del euro como reserva de valor neutral, un daño estratégico que beneficia al dólar estadounidense como único refugio “confiable”.
Una vez más: Europa paga el coste (la pérdida de confianza en su moneda), y EE. UU. obtiene el beneficio (el refuerzo del dólar).

Alemania, que antes era el motor exportador europeo, ve caer su producción industrial mientras desvía recursos masivos hacia ayuda ucraniana y rearme.
Francia acelera la producción militar sacrificando inversión en otros sectores.
Polonia se endeuda a niveles récord para financiar una militarización que hace una década habría parecido impensable.

El objetivo real: una guerra rentable

El objetivo estadounidense, leído desde la literatura estratégica, no es “ganar” una guerra total, sino optimizar su relación coste–beneficio:

  • Evitar una escalada con riesgo nuclear o una implicación directa de la OTAN.

  • Impedir que Rusia obtenga una victoria concluyente.

  • Contener la duración del conflicto si se vuelve demasiado caro para sus intereses globales.

  • Y traspasar carga a Europa mientras mantiene el control político.

Esa es, de hecho, la tesis —cada vez más citada— de la RAND Corporation (Charap y Priebe, 2023), que recomienda evitar una guerra prolongada y trabajar activamente por un cierre negociado si los costes y riesgos superan los beneficios marginales para EE. UU.

El informe de RAND es explícito:

“Una guerra prolongada en Ucrania presenta riesgos para Estados Unidos que podrían superar los beneficios”
y recomienda “evitar una postura que, independientemente de las preferencias de Ucrania, prolongue la guerra indefinidamente.”

Traducido: si el coste supera el beneficio para Washington, debe negociarse una salida... sin importar lo que opinen Kiev o Bruselas.

Pero nótese la asimetría: cuando europeos sugieren exactamente lo mismo (Macron, Scholz), son tachados de “derrotistas”.
Cuando lo dice RAND, es “realismo estratégico.”
La diferencia es quién conserva el derecho a decidir cuándo una guerra deja de ser rentable.

Esta indefinición no es torpeza comunicativa: es ambigüedad estratégica rentable.
Si defines victoria como “recuperar Crimea y Donbás”, te comprometes a un esfuerzo potencialmente infinito.
Si la defines como “detener avance ruso”, puedes declarar éxito en cualquier momento y retirarte.
Si no la defines en absoluto, puedes modular el conflicto según tus intereses cambiantes:
escalarlo cuando necesitas justificar presupuestos militares, congelarlo cuando el coste político interno sube, reabrirlo cuando quieres disciplinar a Europa.

Por eso Washington nunca ha definido públicamente qué significa “victoria” en Ucrania.
No hay un objetivo final claro porque el objetivo real no es territorial, sino estratégico:

  • Desgastar a Rusia.

  • Vincular a Europa a una arquitectura de dependencia militar permanente.

  • Consolidar el liderazgo estadounidense sobre la OTAN.

  • Y monetizar la inseguridad mediante ventas de armamento y energía.

Mientras esos objetivos se cumplan, la guerra puede continuar.
Cuando dejen de cumplirse —o el coste político interno suba demasiado—, Washington negociará una salida, probablemente sin consultar demasiado a Kiev ni a Bruselas.

Del “burden sharing” al “responsibility sharing”

Los think tanks y foros atlantistas han empezado a normalizar la idea de que Europa “debe asumir una parte mucho mayor del esfuerzo”, tanto financiera como industrialmente.
El discurso ha evolucionado gradualmente:

“Apoyamos juntos a Ucrania” → “Europa debe demostrar su compromiso” → “La defensa de Europa es responsabilidad de los europeos.”

Ese giro retórico prepara el terreno para una retirada estadounidense parcial o total cuando resulte conveniente, dejando a Europa como responsable del resultado final.

En los hechos, el burden sharing (reparto de cargas) se ha transformado en un modelo de responsibility sharing (reparto de responsabilidades): los europeos pasan de cofinanciadores a copropietarios logísticos del esfuerzo bélico, mientras EE. UU. preserva su libertad de maniobra y su opción de salida en caso de fatiga doméstica.

Este modelo tiene antecedentes recientes.
En Libia (2011), Obama acuñó la expresión “lead from behind” (liderar desde atrás): EE. UU. provee inteligencia, logística y marco estratégico, pero los europeos ejecutan y pagan.
El resultado fue un desastre humanitario, colapso estatal y crisis migratoria... que Europa gestionó sola mientras Washington miraba hacia otro lado.

Ucrania replica ese patrón a escala continental:
EE. UU. “lidera” marcando líneas rojas y ritmo de entregas, pero Europa pone los recursos, sufre las consecuencias y no puede abandonar aunque quiera.
Es la versión perfeccionada de una doctrina que siempre significó lo mismo:

“Vosotros hacéis, nosotros decidimos, y si sale mal es vuestro problema.”

El proveedor con mando a distancia

El nuevo esquema es revelador: Europa paga, Washington provee y controla.

Los sistemas de armas entregados son mayoritariamente estadounidenses —HIMARS, Patriot, ATACMS, F-16—, lo que garantiza dependencia tecnológica y logística a largo plazo.
Ucrania queda integrada en un ecosistema militar atlantista del que no podrá salir, y Europa asume el coste de mantenerlo.

Europa produce actualmente ~300 000 proyectiles de 155 mm al año; Rusia supera el millón.
Estados Unidos, con toda su retórica de liderazgo, produce ~360 000.
Ucrania consume ~250 000... al mes.

Cuando Europa intenta acelerar su producción, descubre que componentes críticos, máquinas-herramienta y cadenas de suministro dependen de proveedores extraeuropeos.
Décadas de desindustrialización militar no fueron accidente: fueron consecuencia lógica de externalizar la defensa.
Ahora Europa debe reconstruir capacidad industrial bélica... comprando tecnología y licencias estadounidenses.

La dependencia no es solo tecnológica: es territorial.
Estados Unidos mantiene ~65 000 efectivos en 21 bases permanentes en Europa (Ramstein, Aviano, Incirlik, bases en Polonia…).
Oficialmente, para “defensa común.”
En la práctica, estas bases funcionan como puntos de veto: cualquier autonomía estratégica europea —negociación independiente con Rusia, desarrollo de sistemas incompatibles con la OTAN— amenaza su utilidad para operaciones estadounidenses en África, Oriente Medio o Asia.

Europa no solo paga por mantenerlas (infraestructura, exenciones fiscales), sino que su presencia garantiza que ninguna decisión de seguridad europea pueda tomarse sin consulta a Washington.
No son aliados estacionados temporalmente: son clavos estructurales que fijan a Europa dentro del marco estratégico estadounidense.

Es la reproducción a escala continental del modelo que Washington aplicó durante décadas en Oriente Medio:
vender seguridad, crear dependencia y cobrar indefinidamente.

En suma, la guerra se libra en territorio europeo, pero bajo un marco de decisión norteamericano que dosifica escalada y tiempos de negociación según sus propias prioridades: el Indo-Pacífico, el ciclo electoral, los límites de su base industrial o las relaciones con China.

Conclusión: la guerra por delegación

El resultado práctico es el de una guerra por delegación:
Europa pone la factura, los muertos vecinos, la presión migratoria y la resiliencia social, mientras Estados Unidos marca el compás, capitaliza la demanda de armamento, refuerza su liderazgo sobre la OTAN y mantiene la capacidad de retirarse cuando el coste político interno suba demasiado.

Es difícil encontrar una descripción más exacta de una alianza instrumental.
Y es difícil no recordar que este patrón —controlar sin comprometerse, delegar costes sin ceder decisiones— es el mismo que EE. UU. aplicó en Vietnam, Afganistán o Iraq.

La diferencia es que esta vez el aliado sacrificado no es un cliente periférico, sino el núcleo mismo del sistema occidental.
Europa descubre, demasiado tarde, que incluso para sus socios más cercanos, Washington aplica la misma regla:

La alianza dura mientras resulte rentable.

Y cuando deje de serlo, ¿quién creen que quedará atrapado en un conflicto congelado, con millones de refugiados, industria desindustrializada, frontera militarizada con una potencia nuclear y sin capacidad de negociar porque quemaron todos los puentes?

No será Washington.
Será Bruselas.

Eso no es alianza.
Es subcontratación del riesgo con cláusula de salida unilateral.

Próxima entrega

“La OTAN: la traición en cámara lenta”,
donde veremos cómo la arquitectura institucional del Atlántico ya no protege, sino supervisa.

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