La raíz del conflicto ucraniano: una nación impuesta sobre medio país que no la aceptó

Cómo la identidad política de una sola región —Galitzia— acabó reconfigurando al Estado ucraniano entero y desencadenó el conflicto que estalló en 2014

Durante décadas, Ucrania convivió con una pluralidad identitaria que el Estado nunca supo integrar. En 2014, esa tensión histórica estalló cuando la élite surgida del Maidán decidió imponer la identidad galitziana —nacida en un contexto local, antirruso y profundamente excluyente— sobre un país que hablaba otras lenguas, veneraba otras memorias y no compartía ese canon nacional. El resultado fue una rebelión en el Este, una reacción de Rusia como potencia regional y una guerra civil que Occidente aún se niega a nombrar.

Ucrania: cuando una identidad regional intentó tragarse un país

I. Un país fracturado desde el origen

Ucrania nunca fue un país homogéneo. Fue un ensamblaje tardío de territorios con historias irreconciliables, memorias contradictorias y lealtades opuestas. Lo que hoy llamamos “Ucrania” vivió durante siglos partido en dos mundos incompatibles:

Un Oeste austrohúngaro: greco-católico, rural, con élites formadas en Viena y Cracovia, donde el nacionalismo étnico ucraniano se desarrolló como reacción antirrusa y antipolaca. Allí, en Galitzia Oriental, la identidad ucraniana se construyó explícitamente contra Rusia.

Un Este ruso-soviético: industrial, urbano, rusófono, modelado por San Petersburgo, Moscú y el proyecto soviético. Allí la lengua cotidiana era el ruso, la memoria familiar estaba ligada a la industrialización soviética, y la idea de una Ucrania étnica y lingüísticamente pura resultaba tan ajena como hostil.

Para un minero de Donetsk o un obrero de Mariúpol, no existía contradicción alguna entre sentirse ucraniano y hablar ruso, trabajar en fábricas construidas por la URSS o venerar la memoria de la Gran Guerra Patriótica. Su identidad ucraniana no exigía renunciar al ruso ni renegar de su pasado soviético.

Estas dos Ucranias compartían un Estado, pero no compartían un pasado.
Y menos aún un proyecto nacional común.

La tragedia de Ucrania no es que fuera “mitad rusa, mitad europea”. Es que alguien decidió que solo una de esas mitades era legítima.

II. Galitzia: cuando una identidad regional se presenta como la nación entera

La clave del conflicto contemporáneo no está en 2014, ni en 2004, ni siquiera en 1991.
Está en la historia de Galitzia, porque es allí donde se formuló la idea de que existe una “Ucrania auténtica” —étnica, lingüística, culturalmente homogénea— y que esa Ucrania debe imponerse al resto del territorio.

Esa identidad no era la única posible. A principios del siglo XX existía en Galitzia una corriente poderosa: la identidad galitziano-rusa (rusófila), que veía a los ucranianos como parte del gran pueblo ruso oriental. Pero el Imperio austrohúngaro la reprimió violentamente durante la Primera Guerra Mundial: miles de rusófilos fueron internados en campos como Talerhof. Con la competencia destruida, el nacionalismo ucraniano antirruso quedó como identidad dominante.

Durante el periodo polaco (1919–1939), la represión cultural aceleró la radicalización: cierres de escuelas ucranianas, prohibiciones lingüísticas, polonización forzada. La respuesta fue un nacionalismo juvenil clandestino, disciplinado y cada vez más violento.

Primero surgió la UVO (Organización Militar Ucraniana).
Luego, en 1929, la OUN (Organización de Nacionalistas Ucranianos), matriz ideológica del banderismo.

La OUN nunca ocultó su proyecto: crear un Estado étnico totalitario, eliminar al “enemigo interno” (polacos, judíos, rusos, comunistas), y transformar Ucrania en una nación homogénea. La violencia no era un recurso táctico: era una virtud política. Su modelo no era la democracia liberal, sino los fascismos de entreguerras.

Esa ideología —nacida en una sola región, resultado de una historia local específica— será la que el Estado ucraniano adopte primero de forma soterrada tras 1991 y abiertamente a partir de 2014 como narrativa fundacional.

III. La OUN, la UPA y la limpieza étnica que Occidente prefiere olvidar

En 1941, cuando los nazis invaden la URSS, las dos facciones de la OUN (Melnyk y Bandera) colaboran activamente con Alemania para construir un Estado ucraniano bajo tutela del Reich. Milicias ucranianas participan en el pogromo de Lviv (julio de 1941), donde son asesinados miles de judíos, e integran la policía auxiliar ucraniana, pieza clave en la retaguardia del Holocausto.

Batallones como Nachtigall y Roland, formados por los nazis e integrados por nacionalistas ucranianos, participan en operaciones de exterminio. La colaboración no fue marginal: fue estructural.

En 1943, la UPA (Ejército Insurgente Ucraniano), brazo armado de la OUN-B, ejecuta una limpieza étnica meticulosamente planificada en Volinia y Galitzia Oriental: entre 50.000 y 100.000 civiles polacos son asesinados. No es una operación militar: es un proyecto racial.

Tras la guerra, derrotada por el Ejército Rojo, la OUN-UPA se reinventa en el exilio (Canadá, EE. UU., Alemania Occidental). Con apoyo de servicios de inteligencia occidentales, fabrican un relato heroico en el que se presentan como “resistentes tanto al nazismo como al comunismo”, borrando la colaboración nazi y la limpieza étnica.

Ese relato, producido en el exilio, es el que Ucrania adopta tras 2014.

IV. 2014: la imposición del canon galitziano como política de Estado

El golpe de estado del Maidán derroca a Yanukóvich en febrero de 2014 y lleva al poder a una élite impregnada de la narrativa galitziana. Su objetivo es claro: convertir Ucrania en una nación étnica y lingüística homogénea, eliminando la pluralidad histórica del país.

Ese proyecto se traduce en decisiones inmediatas:

1. Política lingüística de asimilación

El nuevo parlamento intenta suprimir la ley que garantizaba el estatus regional del ruso. Aunque la medida es vetada, el mensaje queda fijado: vuestro idioma no es legítimo.

Luego llegan la Ley de Educación (2017) y la Ley de Lengua Estatal (2019), que imponen el ucraniano como lengua obligatoria en enseñanza, administración, servicios y medios. Para millones de rusófonos, esto no es una política lingüística: es una ingeniería de identidad.

2. Ucranización institucional

Escuelas, hospitales, juzgados, medios: todo debe funcionar en ucraniano. Los rusófonos deben acreditar competencia en ucraniano para acceder a empleos públicos. Es una asimilación acelerada.

3. Descomunización: borrar la memoria del Este

Las leyes de descomunización (2015) prohíben símbolos soviéticos, ordenan derribar monumentos y obligan a renombrar ciudades y calles. No es “desestalinizar”: es eliminar la memoria soviética del país, que es precisamente la memoria del Este.

4. Glorificación estatal de la OUN-UPA

El Estado declara oficialmente a Bandera y Shukhevych como héroes nacionales. Se erigen monumentos, se renombra el espacio público y se establece el 14 de octubre (fundación de la UPA) como festividad nacional. Para el Este, esto es una provocación directa: se celebran como héroes a quienes asesinaron a sus antepasados.

5. Batallones ultranacionalistas integrados en el Estado

Unidades como Azov, Aidar, Dnipro-1 y Pravy Sektor, algunas con simbología neonazi, son integradas en el Ministerio del Interior. Para el Este, esto convierte un conflicto cultural en una amenaza física.

El mensaje político es inequívoco:
la nueva Ucrania se construye contra vosotros.

V. La respuesta del Este: rebelión identitaria, no separatismo importado

Entre marzo y abril de 2014, antes de cualquier intervención militar rusa, estalla una ola de protestas masivas en Donetsk, Lugansk, Járkov, Mariúpol y Odesa. La demanda no es independencia: es federalización, autonomía cultural y protección lingüística.

Se ocupan instituciones locales; la policía se niega a reprimir; se celebran referendos populares de autonomía. El sentimiento dominante es simple:
Kiev ha dejado de ser un Estado neutral. Es un Estado capturado por la identidad del Oeste.

Odesa, 2 de mayo de 2014: la ruptura definitiva

Manifestantes prorrusos son acorralados en la Casa de los Sindicatos. El edificio arde. Decenas mueren quemados vivos o asesinados al intentar escapar.
La policía mira. Occidente pasa página.
El Este no lo hará jamás.

A partir de ese momento, millones de ucranianos orientales entienden que el nuevo Estado no solo no los representa: está dispuesto a aplastarlos.

VI. Rusia interviene como lo haría cualquier potencia regional

Rusia no inicia la crisis identitaria ucraniana: la escala.
Y lo hace como han hecho siempre las potencias ante cambios radicales en su periferia cultural.

¿Qué ve Moscú en 2014?

1. Millones de rusófonos convertidos en ciudadanos de segunda.
2. Su lengua y su cultura prohibidas en instituciones.
3. Milicias ultranacionalistas antirrusas integradas en el Estado.
4. La memoria soviética —compartida con Rusia— criminalizada.
5. La rehabilitación estatal de grupos que asesinaron a eslavos orientales.
6. La perspectiva real de que Ucrania entre en la OTAN.

Para Rusia, el Donbass no es un “vecino extranjero”: es una frontera cultural propia, un espacio que forma parte de su memoria y seguridad histórica.

El doble rasero

Rusia actúa en Ucrania como Estados Unidos lo hizo en América Latina, Turquía en Siria y Chipre, Francia en África y China en su periferia marítima.
Cuando ellos intervienen, se llama “defensa de intereses legítimos”.
Cuando lo hace Rusia, “agresión imperialista”.

No se trata de justificar: se trata de describir cómo actúan las potencias cuando sienten amenazado su cinturón identitario y estratégico.

VII. La guerra civil que Occidente no quiere nombrar

Entre 2014 y 2022, más de 14.000 personas mueren en el Donbass, según la ONU. La mayoría son civiles.
No mueren en combate contra Rusia. Mueren por bombardeos ucranianos sobre áreas residenciales de Donetsk y Lugansk.

El Estado ucraniano no trató al Donbass como región rebelde: lo trató como territorio enemigo. La narrativa oficial lo llamó “operación antiterrorista”, pero en la práctica fue una guerra civil asimétrica.

VIII. La OTAN: la capa geopolítica que completa el desastre

A la guerra identitaria interna se suma una segunda capa: la expansión de la OTAN hacia el este. Las garantías verbales de 1990 —“ni una pulgada hacia el este”— fueron sistemáticamente incumplidas.

Para Rusia, la entrada de Ucrania en la OTAN habría significado misiles a minutos de Moscú y la pérdida de su cinturón de seguridad histórico. Lavado con el lenguaje que quieras, es la crisis de los misiles de Cuba a la inversa.

IX. Síntesis final: cuando un Estado decide que la mitad de sus ciudadanos ya no es legítima

Desde 2014, Ucrania no intentó construir un Estado nacional incluyente.
Intentó convertir un país plural en una nación étnica homogénea.

El resultado fue inevitable:

1. El Oeste impone su relato.
2. El Este se rebela.
3. Rusia interviene como potencia regional.
4. Occidente respalda la homogeneización ucraniana.
5. El país entra en guerra consigo mismo.

No fue un conflicto territorial.
Fue un conflicto de memoria, identidad y pertenencia.

Ucrania no explotó porque fuera “mitad rusa, mitad europea”.
Explotó porque alguien decidió que la mitad oriental ya no era Ucrania.
Y esa mitad se negó a desaparecer.

Epílogo: el precio de ignorar la pluralidad

La tragedia de Ucrania es la tragedia de todos los Estados multiétnicos que intentan convertirse en naciones homogéneas por decreto.
Cuando un Estado decide que solo una identidad es legítima, el resultado no es unidad nacional.

Es guerra civil.
Y cuando esa guerra ocurre en la frontera de una potencia con vínculos culturales, lingüísticos e históricos en el territorio, esa potencia intervendrá.
Occidente lo sabe: lo ha hecho siempre.

Pero cuando lo hace Rusia, finge sorpresa moral.

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